Cartagena de Indias en la ficción garciamarquiana
Del amor y otros demonios
* Miguel Arnulfo Ángel
 
Noble rincón de mis abuelos: nada
como evocar, cruzando callejuelas,
los tiempos de la cruz y de la espada,
del ahumado candil y las pajuelas.
 Luis Carlos López
De varias maneras se llega a Cartagena de Indias, y son muchos los motivos para visitarla. Ubicada en el Caribe colombiano, a esta ciudad de embrujo y leyenda se puede arribar por las modernas vías de comunicación que la mantienen vinculada de forma rápida y confortable, asequible a quienes quieran disfrutarla. Otro camino para acceder a ella es por medio de una revisión de su historiografía, reveladora de sucesos contundentes que han conformado a esa nación y contribuido a dar identidad a este continente mestizo, en el que convergieron tres razas en un encuentro brutal y apasionado, crisol de una singular manera de ser americano.

No obstante, a Cartagena de Indias se puede acceder por otra vía, quizá la más personal y sobrecogedora: por la literatura, en los versos del poeta o en los relatos del narrador. Baste recordar a Santos Chocano, Jorge Guillén, Luis Carlos López, entre los primeros, o a Germán Espinoza y a Roberto Burgos Cantor, entre los segundos. También Gabriel García Márquez ha tenido presente en varias ocasiones a esta ciudad, a veces como el escenario que atestigua, en sus narraciones, las cuitas de los personajes, aderezados con el ornato y diseño de sus lugares y salpicados de hechos históricos ocurridos en sus contornos, como sucede en El amor en los tiempos del cólera, o como lugar de paso del Bolívar casi moribundo de El General en su laberinto. Pero es en Del amor y otros demonios, ubicada en la Cartagena de la Colonia, donde la ciudad es tratada de manera directa e íntegra.

En la presente exposición se explorará la ciudad imaginaria a partir de las marcas textuales, con base en los registros espaciales que la configuran como espacio simbólico y territorio de historias e imaginación. Aquí la Cartagena colonial, alinderada por el halo de sus instituciones, adquiere vida con sus personajes trenzados en la manera de sentir y pensar de una época contradictoria, en la que por igual la codicia y la barbarie por la riqueza y el fatalismo de la fe católica, impulsados por el imperio español, atraviesan sus acciones.

En la novela intervienen, para su verosimilitud, la anécdota periodística y la tradición oral, en cuyas secuencias de historias y sus trazos narrativos, expuestos a lo largo del relato, recrean en detalle los orígenes e implicaciones del suceso primordial, del cual el autor fue testigo, registrado con precisión en la solapa, fuera del texto novelístico. García Márquez testifica el suceso, ocurrido el 26 de octubre de 1949, cuando era reportero, el día en que se exhumaron restos humanos en el histórico convento de las Clarisas, situado en el poniente de la Cartagena colonial, hoy convertido en un suntuoso hotel, muy cerca de las murallas que dan contra el mar. Mientras los obreros destapaban las fosas, ocurrió lo siguiente:

En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha y una cabellera viva de un color cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla completa con la ayuda de los obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña... en la hornacina no quedaron nada más que unos huesecillos menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre sólo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de Todos los Ángeles. Extendida en el suelo la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros.

Luego acota, en diálogo con el maestro de obra, que si el pelo humano crecía un centímetro por mes hasta después de la muerte, la extensión del cabello del caso parecía un buen promedio para 200 años. Entonces García Márquez recuerda cómo su abuela contaba la leyenda de la marquecita de 12 años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, muerta hacía mucho tiempo del mal de rabia, por el mordisco de un perro, y venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros.

A partir de esta anécdota, ya de por sí mágica, el autor se adentra en una trama de historias noveladas, 45 años después, en las que la niña Sierva María, mordida por un perro portador de la rabia, hija del segundo marqués de Casalduero y señor del Darién y Bernarda Cabrera, protagonizan una historia singular en la que intervienen don Toribio de Cáceres, el obispo de la diócesis, y Virtudes, el médico de la ciudad.

Abrenuncio de Sa Pereira Cao, inmigrante judío-portugués, el capellán de la Inquisición Cayetano Delaura, de origen toledano, la abadesa Josefa Miranda y el ama de casa Dominga de Adviento, además de otros personajes secundarios, conforman a la Cartagena mestiza, mágica, ambigua y tensa entre sus pulsiones apolíneas y sus furores dionisiacos, plena de historia y de poderes cruzados en una ansia desmesurada de vivir.
 

 
 

Lo que le falta a uno lo completa el otro, sea en la coparticipación, en la enunciación o con la acción personalizada, con las que se va construyendo a Cartagena de Indias, cuyo nombre compuesto es la conjunción de dos mundos que le dan riqueza y complejidad: el marqués es la Cartagena blanca, castiza y señorial; Bernarda es la Cartagena a su vez hija de indio ladino y blanca de castilla, sensual y lúdica, aristócrata de mostrador embrujada por la lujuria del trópico; Sierva María es la hija mestiza, mezcla de dos sangres que no se reconcilian, en una búsqueda ciega de su destino; Dominga de Adviento es la Cartagena negra, enlace entre los dos mundos y conciliadora de la cultura castellana y africana, quien amamantó a Sierva María, la bautizó en Cristo y la consagró a Olokun, una deidad yoruba de sexo incierto; Toribio de Cáceres es la autoridad católica señorial e inquisitoria, con su réplica en la persona de Cayetano, crucificado entre el deber y el deseo; el médico Abrenuncio representa la salud oficializada, con su réplica en la indígena Sagunta, curandera y abortera, experta en los secretos de indios. Este desfile de personajes por los callejones del relato, en un amplio universo diegético, que no importa si coincide o no con las referencias extratextuales, es lo que, en conjunto, le da fisonomía real a la ciudad imaginaria, que en sus lugares y espacios hace posible que este mundo de relaciones transcurra a cabalidad.

Cartagena: entre la ciudad letrada y la ciudad imaginaria

Entre los registros de mayor contenido en la narrativa de García Márquez el de la ciudad ocupa un lugar destacado. Su obra cimera, Cien años de soledad, gira en torno de una ciudad mítica que con el nombre de Macondo sirve de referencia a un microcosmos que trasciende ampliamente el localismo caribeño, para instalarse con un alto grado de universalismo, en el que tiempo y espacio se confunden. De la misma manera, historia y geografía se enseñorean en una visión planetaria, capaz de recoger épocas y personajes que atestiguan los avatares de la especie en tiempos acotados por pasados remotos y futuros inciertos, mientras un eterno presente ronda en la atemporalidad del mito.

Pero nunca la ciudad histórica, pese a insinuaciones recurrentes, había estado tan presente como en esta novela garciamarquiana. Se trata de "la ciudad letrada", como se distingue a la ciudad previamente pensada por España y luego gramaticalizada en la traza de un mapa, exigida por la monarquía española para llevar a cabo, con eficiencia, los objetivos imperiales en un territorio que debía colonizar a toda costa, bajo el signo de la cristiandad. Sin duda la extraordinaria riqueza histórica de esta ciudad, acumulada a lo largo de sus 467 años de existencia, que no cesa aún hoy, la convierte en terreno fértil para la imaginación. De hecho, la leyenda ha nutrido sus encantos, e incluso en la actualidad, en cualquiera de sus recodos, almenas, minaretes y murallas, o tras sus balcones y casonas o en los laberínticos pasillos de los castillos que vigilan sus entornos, fluyen las anécdotas con facilidad.

A grandes rasgos, Cartagena de Indias fue desde la Colonia la referencia más importante del imperio español en el Nuevo Mundo. Desde que fue fundada en 1533 por Pedro de Heredia en tierras de los calamaríes, esta ciudad ha sido testigo de los acontecimientos más significativos de la historia colonial, de la independencia y la vida republicana hasta nuestros días. Su nombre está en la actualidad asociado a la leyenda y a la historia, de la misma manera que al folclore, a la cultura y a la política, desde luego de Colombia, pero también a la de la integración del continente latinoamericano.
 

 
 

Felipe IV no dudó en llamarla "la llave de mi reino", pues su posición estratégica la convirtió rápidamente en la plaza más funcional a la acumulación mercantil y, en especial, al mercado del oro y de la mano de obra esclava, ubicada en una de las esquinas del triángulo que unía a Europa con África y América. El monto de la riqueza que circulaba por sus plazas desató la codicia y los celos de las otras potencias de la época, que se ensañaron en tomarla por asalto. Holandeses, franceses e ingleses, sobre todo, intentaron muchas veces invadirla para controlar sus mercados.

Personajes de toda índole están asociados a estos avatares que han marcado a la ciudad para siempre, y lo mismo un santo, como San Pedro Claver, "el esclavo de los esclavos", o un héroe criollo, defensor de la plaza de la invasión de Vernon en 1741, achacoso e inválido, como Blas de Lezo, o la secuencia de filibusteros, bucaneros y piratas como los terribles Drake o Morgan, forman parte de su historia turbulenta. Esta situación condujo a que en ocasiones fuera sede de virreyes guerreros que, exigidos por el acoso de los invasores, tuvieran que turnar la sede del virreinato de la Nueva Granada con la capital Santafé de Bogotá.

De ahí que una de las instituciones más importantes del virreinato, la Inquisición, tuvo su sede en la ciudad; junto con las encargadas del mercado negrero, las aduanas y la defensa militar, la convirtieron en la típica ciudad del dominio y la defensa a lo largo de los tres siglos de Colonia. Con la independencia, a comienzos del siglo xix, se exacerban los conflictos fratricidas y Bolívar buscó someterla con la milicia. Pero la reconquista española, con el sanguinario Morillo a la cabeza, la tomó por asalto en 1815, la cañoneó y sometió a los patriotas, que murieron encerrados tras las murallas, de las que escapa Bolívar para irse a Jamaica (donde escribe la carta destinada a la unidad americana). Más tarde, al final del siglo, Inglaterra, y luego Italia, intentan, una vez más, invadirla. Ha sido este trasegar el que le ha merecido el apelativo de "ciudad heroica" y por su extraordinario valor histórico la Unesco la declaró en 1985 Patrimonio de la Humanidad.

Los linderos espacio-temporales de la ciudad imaginaria

Como toda ciudad, Cartagena es el producto de la construcción humana, tejida con los signos habituales de muchos signos, lingüísticos y no lingüísticos, que inducen a un mundo simbólico en el que adquieren plena significación. Aquí se trata de abordar un espacio representado, hecho de signos lingüísticos en el que convergen, por medio del relato, todas las significaciones de orden simbólico. No obstante, es en el acto narrativo

que se construye un inverso de discurso que, al tener como referente el mundo de la acción e interacción humanas, se proyecta como un universo diegético, un mundo poblado de seres y objetos inscritos en un espacio y un tiempo cuantificables, reconocibles como tales, un mundo animado por acontecimientos interrelacionados que lo orientan y le dan identidad al proponerlo como una historia. Esa historia narrada se ubica dentro del universo diegético proyectado.

Con la presencia de Sierva María en uno de los lugares de la ciudad relatada, donde fue mordida por el perro, se inicia el desfile de personajes que con su proceder van mostrando, cada uno, los distintos rostros y facetas de Cartagena de Indias. El imaginario de la ciudad se estructura con base en el perfil de los personajes, con cuyos comportamientos va dibujando un mundo hecho de conductas, lugares, normas, subculturas y espacios de contradicciones que en conjunto esbozan la personalidad y le dan realidad a la ciudad ficcional.

Sin embargo, este nivel de realidad se hace posible en la medida en que aparece una secuencia de linderos que en el texto va indicando las referencias en la acción de los personajes. En primera instancia, en la descripción casi urbanística de ciertos lugares y, en segunda, por medio de referencias ubicadas en sitios lejanos que nutren el significado de lo que ocurre en la ciudad. En efecto, el Portal de los Mercaderes, repleto de movimiento, indica el límite entre lo permitido y lo prohibido. Más allá, el arrabal Getsemaní, separado por un puente levadizo, señala el territorio de la tolerancia, donde la ciudad comienza a perder los controles, cuestionados por el bullicio del puerto negrero, de tal manera que el gran negocio esclavista de la metrópoli es, a la vez, el generador de otras costumbres y modos de vida que hay que mantener distantes.

En uno de los extremos, ya fuera de la ciudad, en los recodos del cerro de San Lázaro, está el hospital del Amor de Dios, el cual, a la vez que se ejerce la caridad pública, se utiliza como lugar de castigo. Dentro del casco de la ciudad está la casa-mansión donde viven los amos blancos con sus esclavos, separados por una cerca, lo mismo que la casa episcopal, con su burocracia inquisitorial. En Lindante está el manicomio de la Divina Pastora y en un extremo se levanta el inexpugnable edificio del convento de las Clarisas —cerca de las murallas donde residen la abadesa y las monjas de clausura con su servidumbre—, el cual también es reclusorio- cárcel para los castigados por la Inquisición. Aquí pasará Sierva María gran parte de su historia funesta en una paulatina degradación que la llevará a la tumba.
 

 
 
Diversas topías se ubican en una escala gradual a partir del entorno inmediato, para contribuir con sus escenarios a dar significación a lo trágico de vivir de la ciudad. La hacienda de Mahates, cerca al río de La Magdalena, es el lugar de la explotación con fines comerciales, donde opera la mano de obra esclava, a veces convertida en refugio, propicio a la alucinación cuando las contradicciones de la vida en la casa son insoportables. El caserío de San Basilio del Palenque, lejos de la ciudad, a donde huían los negros, también podía ser el refugio de los blancos. De hecho, Sierva María y Delaura intentaron huir aquí, acosados por la persecución de que eran objeto. En el Caribe, La Habana y Puerto Bello, hermanadas con Cartagena por su acción esclavista, y finalmente la metrópoli con referencias a Salamanca y Toledo, completan el ámbito contextualizador de la Cartagena de Indias del relato.

A la vez, el entrecruzamiento del tiempo fraccionado y el tiempo relatado presentan a una Cartagena carcomida por el paso del mismo, propensa a la añoranza y al recuerdo nostálgico, a lo que contribuyen la verbalización de la historia delegada por el narrador en los personajes, con enunciados orales, escritos e interiores. Tanto el marqués como Bernarda se entraban a veces en diálogos irónicos o en soliloquios desesperanzados y recuerdos perdidos en el pasado. Delaura prefiere hacer suyos los versos de Garcilaso de la Vega para escribirle a Sierva María. Un librepensador como Abrenuncio sostiene una punzante discusión con Delaura en su biblioteca plagada de libros prohibidos, en la que también salen a colación anécdotas como aquella de la tradición, tenida en cuenta en el relato, de que en Cartagena se leyó El Quijote el mismo año de su publicación.

Otros son los momentos en los que el fluir de la conciencia deja ver los extravíos a los que también son propensos el marqués y Bernarda. La evocación de personajes históricos, antiguos habitantes de Cartagena, como el arzobispo-virrey Caballero y Góngora, en la persona del obispo, el marqués de Valdehoyos, en la persona del marqués, o el santo Pedro Claver, en la persona del padre Tomás de Aquino de Narváez, acentúan la carga histórica de la ciudad, sometida en el tiempo de la novela al pesado ritmo impuesto por la llegada de los galeones. No obstante, ciertos acontecimientos parecían reducirlo todo al sopor de una irremediable ciclicidad: una vez al año llegaban los barcos negreros, lo que dividía a la ciudad en un antes y un después, en el que de nuevo entraba en su sopor. Otro tanto ocurría con las fiestas de los santos, administradas por la religión cristiano católica, cuya celebración ratificaba el tiempo circular para cerrarse e iniciarlo, una vez más.
 

El bravo sentir de la naturaleza

La particularidad de este mundo creado es su carácter de artificio necesariamente opuesto al natural y, en el mayor de los casos, en contraposición violenta. No obstante, habrá siempre referencias físicas que con su iconicidad y arquitectura van dejando las marcas urbanísticas del mundo imaginario que pesa contundente en el espíritu de la ciudad. La primera referencia es la indicada por el acontecimiento crucial y definitorio, que al suceder en un lugar de una alta valoración estructura la narración consecuente. No es casual que el perro haya mordido a Sierva María en un lugar de frontera entre la ciudad y el campo, entre la ciudad del dominio y la marginal. El Portal de los Mercaderes es el sitio que marca la transgresión: "Tenían instrucciones de no pasar el Portal de los Mercaderes, pero la criada se aventuró hasta el puente levadizo del portal de Getsemaní, atraída por la bulla del puerto negrero, donde estaban rematando un cargamento de esclavos de Guinea".

La rabia, supuestamente transmitida por el mordisco, se transformará en locura y, como signo natural, atravesará el resto de la novela en una tensión permanente entre naturaleza y cultura, entre civilización y barbarie, entre lo profano y lo sagrado, razón y deseo, enfermedad y salud, fe católica y fe yoruba, entre opresión y libertad, entre el amor y los rígidos patrones de la Inquisición. El primer indicio de los alcances de la rabia tiene que ver con el suceso escenificado por la horda de monos salvajes que, víctimas de la rabia, irrumpieron aullando en la ciudad hasta invadir la catedral, en el momento en que se celebraba el te deum por la derrota de la escuadra inglesa.

En la metamorfosis de la rabia, por cierto adquirida en un acontecimiento asociado a la vida de los ogros, se forja la secuencia de oposiciones que le dan desarrollo al drama, en el cual van quedando atrapados Sierva María y Cayetano Delaura, en una curiosa relación en la que los personeros de las instituciones de la salud sucumben de manera irremediable. Uno es Abrenuncio, el médico del cuerpo, otro es el sacerdote Delaura, médico del alma, designado por el obispo para el exorcismo. El primero tiene que competir con los secretos indios de la curandera Sagunta; el segundo, con la severidad de la abadesa y la rigidez del obispo.

El severo sabor del mestizaje

Pero Sierva María carga el peso de su mestizaje, virtud y desgracia, sabiduría y fatalidad, fuerza y debilidad, consecuencia de una línea genealógica que está en el origen de su existencia. En efecto, Sierva María es la hija no deseada de un español de abolengo, con títulos nobiliarios que evocan a una ciudad desaparecida por la bravura de la selva, la acción de los indígenas y piratas, la legendaria Santa María Antigua del Darién, ubicada en el golfo del Darién, en las proximidades con Panamá. El marqués es un hombre taciturno, un tanto ajeno y solitario, sin sentido del tiempo y propenso a monólogos vacíos cercanos al desvarío. La mujer, calificada como un mestiza brava, es seductora y parrandera, tolerada en sus andanzas por el marqués, en una relación más de coexistencia que de pareja. La hija era para ambos alguien ajeno que sólo en la convivencia con los esclavos encontraba la oportunidad para vivir las relaciones más intensas y amables. Sierva María, que también gustaba autonombrarse María Mandinga, arrastrará los sinsabores de esa relación familiar, en la que lo castellano y lo africano permanecerán en el desasosiego de su fatalidad.

 
 
   
Los secretos públicos de lo privado

Pero Cartagena es la conjunción de dos espacios en estrecha relación: el privado, o espacio que identifica la casa donde vive la familia junto con la servidumbre, y el público, o espacio abierto a todos, propio de la calle y de la plaza.

La casa había sido orgullo de la ciudad hasta principio del siglo... en los salones se conservaban todavía los pisos de mármoles ajedrezados y algunas lámparas de lágrimas con colgajos de telaraña. Los aposentos que se mantenían vivos eran frescos en cualquier tiempo por el espesor de los muros de calicanto y los muchos años de encierro, y más aún por las brisas de diciembre que se filtraban silbando por las rendijas.

Afuera, en la calle campeaba a sus anchas el reino de lo permitido, donde a menudo la libertad se imponía contraviniendo las normas de la vida privada. Allí la pasaba el perro portador de la rabia, las cumbiambas del carnaval entronizaban sus rituales y, justamente, donde Bernarda, en una de sus andanzas furtivas, encontró a Judas Iscariote, el esclavo que le satisfizo sus deseos hasta al saciedad.

Pero la casa, el oikos, como el reverso de la otra parte de la ciudad, era el lugar donde se reproducía y ratificaba la contradicción de la ciudad mestiza. Allí, en el encierro majestuoso de la casona colonial, crecía la distancia entre los blancos y los negros, los amos y los esclavos, separados por su condición con un muro hecho de espinas que impedía el paso libre entre la mansión y el patio de los esclavos. Este apartheid había convertido a la casa en "una ciudad dentro de la ciudad". Entre estos dos mundos transcurría la figura sigilosa de Sierva María, que debía sortear entre "el mosquitero de gasas de novia, las ricas vestiduras de pasamanería, el lavatorio de alabastro con numerosos pomos de perfumes y afeites, el beque portátil, la escupidera, y el vomitorio de porcelana" y el patio de los esclavos con barracas. Si el primero "estaba saturado por el relente opresivo de la desidia y de las tinieblas", el segundo lo estaba del libertinaje y la sodomía, pero, sobre todo, del bailongo que ofrecía a Sierva María los momentos más cálidos e intensos.

Allí "se mostraba como era. Bailaba con más gracia y más brío que los africanos de nación, cantaba con voces distintas de la suya en las diversas lenguas de África, o con voces de pájaros y animales que los desconcentraban a ellos mismos". Por el contrario, Iscariote, cuando tuvo la oportunidad de ir a la casa, tras las seducciones de Bernarda, sufrió lo inesperado, pues al saber quién era ella, al ver la casa, volvió a recobrar la distancia de esclavo.

La libertad negada

La ciudad moderna estuvo asociada a la libertad, al convertirse en el refugio de quienes huían del control feudal. Pero la ciudad letrada del Nuevo Mundo, pese a ser erigida con los patrones renacentistas, lo fue más bien del dominio y de la exclusión. Su papel histórico, registrado por la novela en la coherencia semántica del relato, queda, sin embargo, interrumpido por el comentario del narrador: "En aquel mundo opresivo en el que nadie era libre, Sierva María lo era". Se trata de una lucha por la libertad en la que la pulsión del deseo es el motor que induce a rupturas estrepitosas que ponen en evidencia a las instituciones de la opresión: la familia y la Iglesia. Sierva María y Delaura, en una lucha por su libertad, protagonizan una dramática historia de amor como si fueran Tristán e Isolda.

Mientras tanto, se avizoran otras luchas que, pese a regirse por el ansia de la libertad, no llegan a romper el orden vigente. Una es la que se expresa, a modo de conciliación, en la francachela de la cumbiamba y el furor contagiante de carnaval protagonizada por los negros, que sólo de manera indirecta pone en evidencia la verticalidad de las normas hispanocatólicas, en las que permanecen atrapados, por igual, los blancos y negros. Otra es la expresada, a modo de evasión, en los momentos de desvarío, lindante con la alucinación y el delirio, como les ocurre al marqués y a Bernarda, de manera especial en la hacienda de Mahates, narrado con los cánones de lo real imaginario. Ni una ni otra, pese a su alto contenido subversivo, logran la trasgresión, pues, en un caso, después del carnaval viene la rutina y quizá la frustración, sin que se pueda escapar al continuismo; y en el otro, por el contrario, el sujeto queda colocado al borde de la psicosis, en un punto próximo a la pérdida del sentido de la realidad, síntoma de una derrota contundente.

De esta manera, la ciudad ficcional, en virtud del relato, a su vez estructurado con base en diversas estrategias narrativas, se nos manifiesta en el acto de lectura para ponernos en el dilema de quedarnos en el disfrute de la ciudad imaginada o ir a la ciudad histórica sólo para sentir, con los elementos extratextuales, el mundo apasionado de los personajes.• 

*Miguel Arnulfo Ángel es profesor-investigador en el Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco. De nacionalidad colombiana, reside en la ciudad de México. Es licenciado en sociología por la Universidad Nacional de Colombia, maestro en sociología por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y diplomado en letras modernas por el Instituto Tecnológico de México. Publicó La ciudad contra el castillo. Obtuvo el Premio para Extranjeros sobre Aspectos de la Cultura Mexicana, otorgado por la unam, con el ensayo La ciudad del poder y el poder de la ciudad. Está por publicarse su antología de poesía Voces con ciudad bajo el sello de la Dirección de Difusión Cultural de la UAM.

Bibliografía

Miguel Arnulfo Ángel, "Cartagena de Indias: con su heroísmo y su leyenda, repleta de mar", en La Jornada Semanal, suplemento cultural de La Jornada, núm. 275, México, 1994, pp. 40-43.

Gabriel García Márquez, Del amor y otros demonios, Santafé de Bogotá, Norma, 1994.

Sarah González de Mojica, "Narrativa hispanoamericana y ciudad", en Cuadernos de Literatura, vol. II, núm. 4, Santafé de Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, 1996.

Luz Aurora Pimentel, Relato en perspectiva, México, Siglo XXI, 1998.

Ángel Rama, La ciudad letrada, Hannover, Ediciones del Norte, 1984.

María Isabel Filinich, La voz y la mirada, México, Plaza y Valdés/Universidad Autónoma de Puebla/Universidad Iberoamericana, 1997. •