El edificio blando
*Rodolfo Bucio
A Salvador Pinoncelly

Conocí a Federico Rodríguez en 1976, en un taller literario de la universidad. Él solía no comentar mucho sobre los textos de los demás. Cuando le tocó leer, presentó un cuento en el que los personajes se convertían en figuras geométricas y volvían a ser mujeres y hombres inadvertidamente. ¿Qué decir? Con mi habitual mala leche, lo deshice. 

En cierta ocasión una muchacha llevó al taller un cuento en verdad hilarante. Era el relato (que la tipa —de manera innecesaria— afirmó que era autobiográfico) de una violación tumultuaria. Al volver a casa la mujer (o sea, la autora), luego del abuso sexual, lo que más recordó por el resto de su vida fue que sus perros, el Canelo y otro de nombre más raspa, no le hicieron fiestas. La posterior mención del Canelo nos arrancaba carcajadas a Federico y a mí. 

A fines de 1979 comenzamos a trabajar juntos, en el Programa de Investigación de la enep Acatlán, con el arquitecto-filósofo Ramón Vargas. Federico me regaló un cuadro que hizo sobre un original de Wassermann y el único retrato que me han hecho. Con ellos adorné mi cubículo. Al dejar el Búnker, como llamaban al Programa de Investigación de esa escuelita rural, le regalé los dos cuadros a mi amiga la poeta Guadalupe Basila, de gratos recuerdos. 

Meses después acepté ser adjunto del esteta Francisco García Olvera, quien había sido mi maestro. La clase era en arquitectura. Fui a dar la primera. Nadie quiso escucharme. Cuando terminé, Federico me esperaba. Me convenció de mandar a la fregada la materia aquella, porque "los alumnos son unos imbéciles". No sé si se refería a los de arquitectura o a todos. Daba lo mismo. Esa misma tarde hablé con el profesor García Olvera y le comuniqué mi decisión. Creo que también se alegró. 

Seguimos trabajando en la unam, cada quien por su lado. Un día Federico me llamó por teléfono para invitarme a tomar unos alcoholes en su casa. Fui con gusto. Me sirvió una cerveza y pasamos a su estudio. En una esquina había una extraña maqueta. "¿Y eso qué es?", pregunté. "De eso se trata", dijo alegre. 

El edificio de la maqueta parecía hecho de gelatina o de goma, pues se movía para todos lados. "¿Qué es?", le dije. "Mi invento, para terminar con la idiotez del burroco", asentó. No entendí. "Es el edificio blando", afirmó orgulloso. En 1981 nadie hablaba de edificios inteligentes, menos de lo que decía el arquitecto Rodríguez. 

Me dio una larga explicación axiomática que no creo haber entendido. Pero me comprometí, entusiasmado, a escribir un tratado sobre el edificio blando. En aquel tiempo andaba metido en la filosofía de la tecnología, así que no me fue difícil hacer trampa: lo que creí que podría servir, así perteneciera a otros ámbitos —por ejemplo la teoría general de sistemas de Bertalanffy, o el principio de indeterminación de Heisenberg o ciertas derivaciones del teorema de Göedel—, lo usé para dar una base teórica al edificio blando, mientras oía (por supuesto) a Jelly Roll Morton. 

Tres meses después le llevé el primer borrador al arquitecto Rodríguez. Eran 73 cuartillas. El estilo era —igual que en la política— apantallante pero sin sustancia, tan ambiguo que podía contradecirse de una página a otra. Me devolvió pronto el manuscrito, con muchas notas al margen y tachaduras inteligentes. 

Leí otra veintena de libros y busqué referencias hasta en Baruch Spinoza (por aquello de la sustancia única). Reescribí, añadí, superpuse durante meses en mi vieja máquina de escribir —porque entonces sólo los muy ricos tenían computadoras—. Volví más mañoso aún el estilo. Y quedó casi una obra de arte, de 92 cuartillas. 
 

 
 
 
   
 

Llamé a Federico para concretar una cita y entregarle el original. Me pidió que se lo enviara por correo. Era fácil vernos, pero hice lo que me dijo. No volví a saber de él. 

Casi un año. Le hablé para conocer su opinión. Me contestó una señora. Afirmó tener ese número telefónico desde hacía mucho tiempo y no conocer a ningún arquitecto. Intenté otras veces, y nada. Una mañana fui a su casa, por el rumbo del Velódromo. Nunca abrieron. Pregunté a los vecinos. Uno dijo recordar a la familia, pero no haberlos visto por meses. Otro negó la existencia de los Rodríguez y aseguró que allí vivía un señor solo, que ahora vacacionaba en Xalapa. 

La última mujer con la que hablé me dijo que olvidara al joven arquitecto. Le pregunté por qué. Con un gesto me indicó que callara. Me le quedé viendo, en silencio. "¿Usted es Bucio?", preguntó con algo de miedo. Ante mi asentimiento asombrado, me invitó a pasar. 

Apenas nos sentamos, comenzó a llorar. Y no paró por muchos minutos. No supe qué hacer, y permanecí mudo. Casi con naturalidad, como si lo hubiera ensayado, se levantó, fue a un arcón y extrajo una hoja. Me la entregó. Era la primera cuartilla del tratado, donde escribí el título (Prolegómenos a una metafísica blanda) y el nombre de Federico. Nunca puse el mío, pues lo consideré innecesario. Pero ahora la hoja tenía tachado el nombre del autor y superpuesto el mío, con la letra clara del arquitecto Rodríguez. La señora volvió al llanto. Salí de la casa. 

No he vuelto a saber de Federico Rodríguez. No conservé copia de los Prolegómenos… Tampoco sé que en alguna parte se haya construido un edificio blando. 

Quizá mi vida también se vaya diluyendo, como este pálido recuerdo.• 

*Rodolfo Bucio (ciudad de México, 1955) estudió filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue becario en narrativa del INBA-Fonapas (1982-83) y del Centro Mexicano de Escritores (1985-86). Ha publicado los libros Las últimas aventuras de Platón, Diógenes y Freud (sep, 1982), Escalera al cielo (Cuadernos de Estraza, 1982) y Geoda (UAM-Xochimilco, 2000).