Los relámpagos de Carlos Pellicer López


*Eliseo Alberto
No hay obra de arte que no sea un mapa; es decir, abstracciones de la imaginación comprimidas en un paño o un trozo de papel. El pergamino de un rostro, una pesadilla, una ciudad, un recuerdo. Constancia pura. Advertencia. Señales. Complicidad. Tuve prueba de ello la primera vez que vi, a media luz, un cuadro de Carlos Pellicer López.

Les cuento para que entiendan por qué soy yo quien escribe estas palabras: hace unos veinte años, mi padre, el poeta Eliseo Diego, colgaba en la pared de su estudio, en La Habana, una acuarela de un joven mexicano que había ido a visitarlo esa tarde. La habían pasado bien, según me confesó: entre rones y tabaco, hablaron de Cuba y de poesía: qué más pedir para un sábado habanero, de esos sábados lentos, arrastrados, de atardeceres perezosos que se niegan a convertirse en domingo porque presienten que nunca volverán a repetirse tantos minutos de gloria. Ha llovido mucho, de entonces a acá. Y en mi isla, el tiempo se mide por los aguaceros. En casa aún está el pequeño cuadro, sólo que en otra pared; y tan arriba de los libreros, que mi madre no puede sacudir el polvo. Esa laca del tiempo agrega un misterio raro. Va ocultando los trazos. Los borra tras el cristal. El polvo sopla y tiene dedos. Papá me dijo esa noche: "No sé por qué, pero tengo la impresión de que yo he caminado por ahí". Se refería a un camino de tierra que, en la acuarela de Carlos, se adentra en el campo para perderse de vista, entre colinas amarillas y desarboladas. Sale humo de un techo a dos aguas, al fondo, como si fuese un pan caliente, y no una casa, el que arde. 

   
Árbol de la esperanza, 2001, encáustica/madera prensada, 81x22 cm.  
   
La tarde en el cerro, 2001, encáustica/tela, 100x122 cm.
 
El cielo es más azul que el cielo más azul, jamás pintado. Entonces, papá comenzó a inventar historias de vecinos imposibles, de arrieros fantasmales, de campesinos sudorosos, y a cada uno de ellos lo llamó por su nombre, como si en verdad hubiera vivido en esa acuarela años atrás —¿o años adelante?—. Quién sabe. Lo único que no me interesa de los misterios es descifrarlos. ¿Para qué entender el viento o las mareas o la furia descomunal de los volcanes? ¿Qué se gana con saber cómo rebotan los bumeranes del eco o cómo regresa a casa un paloma mensajera, de campanario en campanario, luego de tres noches de vuelo? Ese paisaje es hoy un mapa privado: si logro entender sus claves, quizás encuentre a mi padre, dándose sillón a la puerta de la casita humeante. Además, por si fuese poco, tengo la sospecha de que el paisaje que recuerdo se parece poco al de la acuarela de Carlos, pues el tiempo y la distancia también imprimen en la memoria sus propias divagaciones, lo cual está muy bien: lo mismo pasa con los buenos libros, de los que uno cita pasajes que nunca escribió su autor. 
   
  Esbeltas latitudes, 2002, encáustica/madera prensada, 122x122 cm. 
 
   
Noche transfigurada, 2001, encáustica/madera prensada, 56x81 cm.
 
Años después, ya en México, tuve la suerte de visitar a Carlos en su casa. Hablamos, claro, de La Habana. Leímos poemas de papá. La pasamos bien. Ron y tabaco. Contradanzas y atardecía; gracias al piano, suave. Y por fin, a lo que iba: mi amigo me llevó al estudio, una buhardilla con techo inclinado que huele a camisa limpia; uno de los perfumes más humanos de la Tierra. En las paredes, mapas de otros pasadizos: fotos, cosas inconclusas o despedazadas, prendas de toreros, viejos calendarios donde se siguen marcando fechas que ya nada significan. ¿O sí? Y como debe ser, un atril o caballete donde se posan los sueños. La luz de su pintura me encandiló, cuadro a cuadro. Relámpagos. Lo entendí enseguida. Eso era: Pellicer pinta con relámpagos. Fogonazo a fogonazo el color resalta, al tiempo que se fija. Tras las explosiones de los rojos iracundos, los verdes campesinos y los amarillos fogosos se esconde una calma sabia. Siempre, o casi siempre, tierna; porque hay días seguramente tristes en los que Carlos prende fuego a su corazón y entonces pinta, sólo para los suyos, unas fantasmagorías tan privadas que después, por pudor, esconde entre los tarecos del fondo: quien ha tenido el privilegio de ver esas angustias purificadas en el lienzo, ya no podría olvidar con cuánta pasión arden. Sólo la pared de un templo resistiría tanto dolor acumulado. En esos contrapuntos radica su sello: la paz y la tormenta, la vorágine de una ciudad y la apacible ventolera que la aquieta, el naranja amansando al violeta intenso o al negro que, hambriento, por poco devora las ficciones con su mordisco de sombras. En esos contrastes tan armónicos y sugerentes, al menos yo así lo veo, hay la intención de proponernos apreciar la vida desde un ángulo piadoso. ¿Por qué tenerle miedo a esa palabra, noble y valiente, tan humana e instintiva? Piedad como una manera de entendimiento o de coraje, jamás de lástima. Esa piedad que da la mano en lugar de una limosna, que abraza y no aplaude, que apapacha y que defiende lo indefendible. La ansiedad de la piedad, diría. Lo que nos rodea, nos protege. Lo que nos abruma, quizá nos salve. Lo que duele, ¿acaso, de pronto, no nos cura? Sucesivas reconstrucciones de ambientes deshechos por el ácido de la mala memoria, la resurrección de un paisaje en fuga, la salvación de los instantes. Chispas, en fin, relámpagos. El pasado, es decir lo pasado, se instala en una suerte de limbo extraño y no resulta nada sencillo rescatar aquello que perdimos. ¿Cómo encontrar un sábado extraviado entre tantos días fatuos, un rostro pasajero en la multitud de nuestros espectros, la sombra de aquella nu-be que, una mañana, vimos correr sobre la hierba húmeda, haciendo caer quién sabe cuántas gotas de rocío sobre el lomo de un alacrán del trópico? Carlos Pellicer López sabe cómo lograrlo: a relámpago limpio. Las manos ven más que los ojos, porque por esas conmovedoras compensaciones de la vida, los ojos palpan mejor que las manos.
   
Paisaje de Castilla, 1999, encáustica/madera prensada, 82x125 cm.  
 
En la pared de esta galería, acogedora como una casa, mi amigo ha expuesto sus visiones. Ahora son de ustedes. De todos. Los envidio. Espero estar allí para celebrarlo, me adentro en mis propias obsesiones y regreso a aquel sábado en que mi padre martilleaba el clavo donde colgaría el paisaje de Carlos. Camino hasta la casita humeante. El viento sopla. La arboleda canta. Me siento en el portal. Desde la sala, a contraluz, lo siento resoplar mas no lo veo, mi padre me dicta estas palabras: "Hijo, no descifres nunca los misterios".• 
*Eliseo Alberto (Arroyo Naranjo, Cuba, 1951) estudió periodismo. Fue jefe de redacción de las revistas El Caimán Barbudo y Cine Cubano. Ha escrito 19 historias para cine, como Guantanamera, El elefante y la bicicleta y Cartas del parque. En Cuba publicó La fogata roja (Premio Nacional de la Crítica) y tres libros de poesía. En México, Informe contra mí mismo y la novela La eternidad por fin comienza el lunes, además de Caracol beach y La fábula de José.