Relaciones Universidad- Estado 
Apuntes históricos y notas sobre retos futuros 
*Alejandro Araujo Pardo
Luis Mier y Terán Casanueva
Historiadores y sociólogos han identificado, descrito y explicado las relaciones ambiguas, contradictorias, polémicas y normalmente tensas entre las universidades y el Estado. Se trata de un rasgo general, una nota que marca la historia de la institución universitaria en Occidente. No pretendemos profundizar en ello de manera extensa. Nos interesa solamente apuntar algún comentario, necesario, para anotar los desafíos a los que nos enfrentamos en nuestros días. Desde su fundación, las tensiones de la universidad con los poderes públicos y también, durante largos periodos de su historia, con las autoridades eclesiásticas, fueron determinantes de su propia configuración: las soluciones a los innumerables problemas que tales controversias suscitaron definieron la propia existencia y el devenir de la universidad. Desde luego, indicar la marca de una añeja tradición de tensión entre la universidad y los distintos poderes de la sociedad no implica suponer que las relaciones universidad-Estado se han mantenido estáticas en el curso de los siglos. 

El desarrollo de la universidad, del Estado y de la sociedad se hallan estrechamente vinculados por relaciones de interdependencia que definen beneficios mutuos, imprescindibles, insustituibles, y también, en la lógica de esta relación, definen polémicas tensiones que cambian a lo largo de los siglos. La formación de la Universidad de París, por ejemplo, fue inseparable del fortalecimiento de la monarquía francesa, la de Oxford respecto a la inglesa, así como la de Bolonia aprovecha la vitalidad de las ciudades italianas; sin embargo, el espíritu de aquellas primeras universidades europeas no se reduce al orden local. Desde la Edad Media la vocación de la universidad es, por definición, universalista. Este ámbito más amplio, esta tendencia a superponerse a los intereses inmediatos y más próximos, define los primeros desafíos, como ha dicho Jacques Le Goff: "Para la Iglesia, para el Estado, para la ciudad la corporación universitaria puede ser un caballo de Troya. Es inclasificable".1No sólo por los horizontes del conocimiento que promueve, sino también por su organización y administración interna, por su composición en facultades, por la heterogeneidad de sus miembros, por sus estatutos corporativos, por su autonomía, la universidad medieval se resiste a una definición dentro del orden de los poderes existentes.

Además, la universidad medieval tenía una muy específica doble posición, que señala su ambigüedad: en parte eclesiástica, en parte secular, por su fundación y por sus contenidos. Era aquella una corporación creada por poderes seculares, pero requería de permisos papales que la confirmaban para realizar estudios de teología que, a la época, estaban sistemáticamente ligada a las disciplinas que en la universidad se cultivaban.2  La autonomía que la filosofía logra, paulatinamente, del pensamiento religioso será, a la larga, un elemento determinante para el desarrollo posterior de las ciencias, pero esto sólo será posible después de incontables controversias entre fe y conocimiento, revelación y razón y será motivo, por supuesto, de tensiones concretas en el interior de las universidades. En términos políticos a su vez, la relación polémica entre Iglesia y Estado tendrá un punto certero de disputa en las universidades; en unas, se privilegian los estudios de derecho civil romano y de artes, para el beneficio de los poderes laicos; en otras, las de teología y derecho canónico, orientados hacia el fortalecimiento de las autoridades espirituales. A los estudios jurídicos y filosóficos que se realizan en la universidad se añadirá desde muy temprano la cátedra de medicina, y progresivamente, conforme se expande la cultura, y se intensifica la atención a la formación del intelecto, se sumarán nuevas cátedras. Tal impulso del saber, significativo sin duda, que incide directamente en el desarrollo de las universidades, suele relacionarse con el humanismo renacentista, en que se suprimen o remontan algunas de las tensiones propias de la vida universitaria medieval, pero se conservan aspectos cardinales relativos a la estructura institucional que reproducen, con modificaciones, las polémicas tradicionales propias de la relación universidad_Estado. 

En estas condiciones la institución universitaria se traslada a América. En la Nueva España se funda, por real cédula de Felipe II, en 1553, la Real y Pontificia Universidad de México. La denominación indica ya su doble naturaleza: secular y eclesiástica, instituida bajo el modelo medieval, con los mismos o similares privilegios y reglamentos de la prestigiosa Universidad de Salamanca, que recibió la carta de sus estatutos del rey Alfonso X el Sabio, en 1254, y la confirmación papal, de Alejandro IV, en 1255. 

La historia de la universidad en México se vincula así, desde el siglo xvi, a la historia de las universidades de Occidente. Participa por eso de los rasgos comunes, no sólo en su configuración institucional, sino en sus contenidos; también le corresponden problemáticas similares, en específico, relativas a su estrecha vinculación con el desarrollo más amplio del Estado y de la sociedad en que se inscribe. 

La Real y Pontificia Universidad de México, que en la primera década del siglo xviii inspirará al virrey Fernando de Alencastre, duque de Linares, el siguiente comentario: "Esta [universidad] se compone de hombres literatos muy subordinados al rey", manifestará conflictos varios con otras instituciones educativas, como los colegios que se irán fundando en la Nueva España, pero también con las autoridades eclesiásticas y el poder real. En particular, el poder real intentará aumentar y ampliar la subordinación de la universidad. Hacia la última década del siglo xviii, el virrey Juan Vicente de Güemes, segundo conde de Revillagigedo, que propició cumplidamente el auge de los estudios científicos, especialmente de botánica, que abrió escuelas gratuitas, que integró el Real Colegio de Minería, informaba en una relación: "La autoridad del rector de la universidad acaso es excesiva. Tiene por ley la facultad de que sus lacayos lleven espada", y no sólo eso:

Mucha reforma se necesita, según tengo entendido, en el método de estudios que sigue [la universidad] y en la forma de celebrar los grados y demás funciones. Se estudian poco las lenguas sabias y no hay gabinete, ni colección de máquinas para estudiar la física moderna experimental: la biblioteca está escasa de buenas obras, especialmente modernas.4
Esta postura del virrey frente al rector y a la universidad se inscribe dentro de un momento decisivo en que se reforman e impulsan vigorosamente los estudios avanzados y la investigación en la Nueva España. La reforma va a provocar resistencias por parte de las corporaciones universitarias, especialmente de las autoridades eclesiásticas representadas en ellas; el impulso educativo y científico va a definir, a su vez, una intervención más enérgica de los poderes públicos sobre el destino de las universidades. 

El despotismo ilustrado encarnado en la figura emblemática de Carlos III propone la apropiación de cierta potestas docendi,5 esto es, decidirá atribuirse, como parte de la afirmación del poder real, capacidades indeclinables para educar, como patrocinador de la enseñanza y a veces como gestor de políticas educativas articuladas al fomento de la sociedad. Esto provocará que durante esta época se revisen y reorganicen los planes de estudio, los programas y métodos de enseñanza, pero también producirá que se doten de bibliotecas, laboratorios y cátedras a las universidades. Este mismo espíritu generó la creación de academias y sociedades constituidas exclusivamente por sus intereses científicos: en 1778, en la Nueva España, se inauguró la Real Escuela de Cirugía, que actualizó los estudios de medicina; en 1792 se fundó el Real Colegio de Minería, que impulsó las ingenierías y la economía del virreinato, dos años después se creó la Academia de San Carlos para el estudio de las bellas artes. 

En este impulso decisivo se introducen una serie de novedades tendientes a revitalizar a las universidades, al definir con mayor precisión las competencias profesionales y las reglas de acreditación. Asimismo procuran corregir el desequilibrio entre el reclutamiento universitario, el número de graduados y las necesidades de la sociedad respecto a los nuevos profesionales. De este modo adquiría mayor relevancia el sentido público de la función de la educación superior, como valor indispensable del desarrollo de la sociedad. Sin embargo, como es lógico, todo ello va a producir tensiones entre el poder monárquico y la operación interna de las universidades. Para el reformista del siglo xviii la relación entre educación y Estado es intensa, como lo dice Helvetius, en 1758: "El arte de formar a los hombres, en todos los países, está tan estrechamente ligado a la forma de gobierno, que no es posible hacer ningún cambio considerable en la educación pública sin hacerlo en la constitución misma de los Estados.

En la primera década del siglo XIX, Alejandro de Humboldt notaba que "Ninguna ciudad del Nuevo Continente, sin exceptuar las de los Estados Unidos, presenta establecimientos científicos tan grandes y sólidos como la capital de México".7 Era resultado de la política científica anterior, y en cierto modo se debía también al hecho de que la constitución de la monarquía había cambiado con el fin de introducir importantes transformaciones en la sociedad hispánica en general y en el sistema educativo que decidió impulsar. 

Una década después se producirá un cambio significativo en la historia política del país. En el México independiente se afirmará cada vez más, en el espíritu ilustrado y liberal, la convicción de que las transformaciones sociales, económicas y políticas de la nación serían obra forzosa de la expansión y el fortalecimiento de la educación y el progreso de las ciencias. Las relaciones entre la universidad y el Estado van a ser a partir de entonces crecientemente complejas. A la Universidad de México se le quitarán paulatinamente los títulos de Real y, luego, de Pontificia, definiendo su carácter nacional. Inmersa en las luchas políticas del XIX, sería cerrada en 1833, 1861 y 1865, siendo el centro de nuevas pugnas políticas: la lucha entre conservadores y liberales. 

Los liberales pretenden la reforma de la sociedad. La educación es, para ellos, el instrumento crucial para conseguir este propósito: es el remedio eficaz para suprimir lo que no les gustaba del país; no basta la instrucción, ni formar profesionales tan sólo: la necesidad mayor es producir ciudadanos. Se consolidó la creencia, firme, indestructible, de que extender en la sociedad el bien de la educación, los conocimientos útiles, provechosos, de la ciencia y la técnica, tanto como difundir las virtudes cívicas, es reducir y eliminar proporcionalmente el atraso y la desigualdad. 

Si el sabio Humboldt había anotado: "Consuela, ciertamente, el observar que bajo todas las zonas el cultivo de las ciencias y artes establece una cierta igualdad entre los hombres, y les hace olvidar, a lo menos por algún tiempo, esas miserables pasiones que tantas trabas ponen a la felicidad social",8 en México, en realidad, la educación de unos cuantos privilegiados había profundizado la desigualdad. 

Desde los orígenes medievales de la universidad el conocimiento había significado un bien que podía traducirse en movilidad social, en el aumento de las posibilidades vitales de sus beneficiarios, en capacidades materiales y espirituales; pero sólo unos pocos podían acceder a ello. Los liberales de la segunda mitad del siglo XIX se lamentaron por ello. Ignacio M. Altamirano lo señalaba así: "Nosotros, obreros de progreso y regeneración, hemos logrado… destruir todas las distinciones sociales que aquí, en una república, hacían irrisoria la igualdad ante la ley", aunque precisaba además que se mantenía la distinción, gravísima aún, entre los que se educan y los que permanecen en la ignorancia.9 El empeño por cerrar esta brecha se proyectó sobre el diseño de ambiciosos planes educativos y la reorganización de los estudios superiores, comprendiendo la construcción de la universidad mexicana moderna, por iniciativa de Justo Sierra.

Fue hasta la primera década del siglo pasado que este gran esfuerzo adquiere posibilidades de realización. Del célebre discurso de Inauguración de la Universidad Nacional pronunciado por Sierra (1910), quisiéramos destacar las siguientes palabras:

La universidad no podrá olvidar, a riesgo de consumir, sin renovarlo, el aceite de su lámpara, que le será necesario vivir en íntima conexión con el movimiento de la cultura general; que sus métodos, que sus investigaciones, que sus conclusiones no podrán adquirir valor definitivo mientras no hayan sido probados en la piedra de toque de la investigación científica que realiza nuestra época, principalmente por medio de las universidades […] 

La acción educadora de la universidad resultará entonces de su acción científica…10

Queda claro que abogaba incansablemente por la independencia del pensamiento universitario y sostenía la autonomía de la cátedra como principal renovador de la salud de la patria.

En 1912, el primer rector Joaquín Eguía Liz, en su informe, clara y valerosamente vislumbró a la entonces Universidad de México "como una entidad autónoma dentro del gobierno de la nación. Ya que el ideal de toda enseñanza es la libertad absoluta respecto del poder público".11

Menos de cinco años más tarde, en 1917, el joven gobernador de Michoacán Pascual Ortiz Rubio —porque hubo un Ortiz Rubio joven e impetuoso— creó la Universidad Autónoma de San Nicolás de Hidalgo. El plan fue tan audaz e innovador, que sirvió de base para la formulación de la Ley orgánica de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Como puede apreciarse, la lucha por la universidad libre, autónoma e independiente, tiene antecedentes más remotos que los sucesos de 1918 en Córdoba, pero la rebelión de los estudiantes argentinos resonó en América con un eco gigantesco y en una coyuntura que propició el triunfo del movimiento estudiantil.

En este argumento se cifran puntos decisivos de la historia moderna de la universidad en México. Por una parte, el horizonte universal de los conocimientos que cultiva, independientemente de su carácter nacional y de su vocación al servicio de la sociedad, y por otra parte, la articulación y coordinación entre la investigación científica y la educación superior. Se trata de un cambio significativo, tendiente a transformar la relación entre la universidad y el Estado, puesto que la investigación, que tradicionalmente había estado sujeta a los ministerios dependientes del poder ejecutivo, se ordena según la lógica académica y las disciplinas científicas adquieren un ámbito propio para su desarrollo pleno. Finalmente, la universidad moderna se centra en los estudiantes, enfoca su actividad hacia la formación, la enseñanza transforma la relación de la universidad y la sociedad: 

…la labor cotidiana —añade Justo Sierra— para encontrar [la verdad], la persuasión de que el interés de la ciencia y el interés de la patria deben sumarse en el alma de todo estudiante mexicano, creará tipos de caracteres destinados a coronar […] la obra magna de la educación popular.12
La realización de estas funciones, la formación de los profesionales e investigadores que la sociedad requiere y la articulación entre la generación de conocimientos y su transmisión se garantizará con tensiones fluctuantes, que tienden sin embargo a estabilizarse en las siguientes décadas, por medio de la autonomía adquirida en 1929 e indispensable para el pleno desarrollo de los propósitos fijados en las universidades. Las relaciones entre universidad y estado a partir de entonces se han multiplicado, pero a la vez han adquirido una forma institucional, jurídica, estable. 

Veámoslo en las palabras elocuentes de Gaos, en el año de 1966:

La lucha de la universidad misma por su autonomía y que la consiguió, fue una lucha por impedir, no sólo la imposición de una ideología a la institución por el Estado, sino toda intervención de éste en la orientación ideológica de todas las actividades específicas de ella, o estrictamente académicas; o en sentido inverso, una lucha de reivindicación del derecho de la universidad a funcionar conforme a los principios de libertad de cátedra y expresión y de investigación y pensamiento. Y el Estado mexicano, al cabo constitucionalmente liberal, hizo de tal derecho un deber de la universidad, al imponerle por ley el funcionamiento conforme a tales principios.13


Durante el siglo XX se realizó el mayor esfuerzo constructivo en la historia de la educación pública superior del país. En su desarrollo se han depositado los anhelos y las aspiraciones que se afirmaron en la segunda mitad del siglo XIX, integrando en el devenir universitario actividades incesantes y prolíficas destinadas a aumentar los niveles educativos de México, realizadas con el fin de incidir en el bienestar y progreso material, en el aumento de los niveles de cultural y vida cívica. En suma, la universidad ha ampliado extraordinariamente, de manera significativa, las oportunidades vitales de los mexicanos. Sin embargo, también en este devenir se han suscitado transformaciones radicales en la estructura interna de la sociedad, del Estado y de la universidad. La especialización científica, la especialización en la formación profesional, ha producido rupturas en la unidad tradicional de la institución universitaria; el acceso relativamente masivo a la educación superior a partir de la década de los sesenta ha introducido desequilibrios entre la investigación y las tareas de docencia que se le imponen. En fin, todo esto, y más, ha producido momentos críticos, considerables, en el sistema de educación superior mexicano.

La universidad, sin embargo, ha cobrado una creciente centralidad en el interior de las sociedades contemporáneas, como institución privilegiada para la preservación y desarrollo del conocimiento científico y humanístico. En la medida que el saber científico se ha convertido en un recurso necesario para la producción económica, la participación de la universidad en el desarrollo tecnológico es cada vez más exigente, intensificando no sólo sus tareas de investigación básica sino también la investigación creativa, la innovación, con un sentido práctico vinculado directamente a las necesidades sociales y al desarrollo económico. 

 
 
 
 
 
 
 
 
   
Simultáneamente, la universidad ha tenido que enfrentarse a exigencias crecientes en sus actividades de docencia, obligada a la formación de profesionales capaces por sus conocimientos pertinentes (habilidades técnicas, facultades creativas y aptitudes para el aprendizaje constante) de participar activamente en un mundo laboral con requerimientos cada vez más altos, elevadamente competitivos; garantizar una participación activa, desde luego, pero no mecánica, automática, carente de reflexión y de sentido. Es por ello que la universidad debe hacer posible la formación de profesionales altamente capacitados que conserven la tradición humanista, tan vinculada a la vida universitaria, que se preocupa por insistir que la ciencia, la técnica, la política, la economía, son creaciones humanas que responden al interés por exaltar y acrecentar las potencialidades y las capacidades de lo humano. Todo ello representa retos decisivos para la universidad, pero también para el Estado y la sociedad.

Es verdad que las sociedades contemporáneas son tecnológicamente cada vez más complejas, sin embargo la universidad no puede reducirse a formar técnicos para atender de manera adecuada las necesidades propias del avance tecnológico; no sólo tiene que aumentar las capacidades de innovación tecnológica, sino también preocuparse por la formación de profesionales reflexivos y comprometidos con el futuro de la sociedad en la que viven. Es claro, técnica no es posible sin ciencia, y la ciencia no es nada sin inteligencia, disciplina, rigor, solidez intelectual. En este sentido, las universidades ocupan un lugar central, insustituible, en las sociedades contemporáneas, como catalizadoras del desarrollo económico y del progreso social. 

El Estado, por tanto, debe facilitar los medios para cumplir adecuadamente este cometido. Es de notar que aun en las universidades de Estados Unidos el grueso de la investigación científica es financiada por el Estado; se trata de una responsabilidad indeclinable también en Europa. El reto decisivo de la relación universidad_Estado, en el horizonte del porvenir histórico, se ha de cumplir en la atención puntual de los compromisos que los universitarios y los poderes públicos tienen con la sociedad. Los desafíos que se susciten tendrán de seguro momentos tensos, polémicos, que sin embargo deberán hallar acoplamientos estructurales, y fijarse en el marco institucional y jurídico propio de la historia de Occidente.• 

*Alejandro Araujo Pardo es licenciado en etno-historia y maestro en historia por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Estudia el doctorado en historia en la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa. 

Luis Mier y Terán Casanueva es profesor-investigador adscrito al Departamento de Física de la uam Iztapalapa. Fue jefe de ese Departamento, director de la División de Ciencias Básicas e Ingeniería y rector de la Unidad Iztapalapa. En la actualidad es rector general de la Universidad Autónoma Metropolitana.

 Notas

1 Jacques Le Goff, Los intelectuales en la Edad Media, Barcelona, Gedisa, 2001, p. 77.

 2 Un comentario breve, pero preciso: Otto Brunner, Estructura interna de Occidente, Madrid, Alianza, 1991, p. 95.

 3 "Relación dada por el Excmo. Señor Duque de Linares Fernando de Alencastre Noroña y Silva a D. Baltasar de Zúñiga y Guzmán", en Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos, tomo II, México, Porrúa, 1991, p. 782.

 4 "Relación reservada que el Conde de Revillagigedo dio a su sucesor en el mando, Marqués de Branciforte, sobre el gobierno de este continente en el tiempo que fue su Virrey", en ibid., p. 1040.

 5 Michael Oakeshott, El Estado europeo moderno, Barcelona, Paidós, 2001, p. 172.

6 Citado por Paul Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Madrid, Alianza, 1998, p. 178.

 7Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, México, Porrúa, 1991, p. 79. Las cursivas son nuestras.

 8 Ibid., p. 80.

 9 Citado por David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, FCE, 1998, p. 713.

10 Justo Sierra, "Discurso en la Inauguración de la Universidad Nacional", en El ensayo: siglos XIX y XX, México, Promexa (Gran Colección de la Literatura Mexicana), 1985, pp. 24-25.

 11 Joaquín Eguía Liz, en Baltasar Dromundo, Crónica de la autonomía universitaria, México, Editorial Jus, 1978, p. 86.

 12 Ibid., p. 25. 

 13 José Gaos, "Meditación de la universidad", en Responsabilidad de la universidad, México, El Colegio de México, 1999, p. 111.