Tres cuentos 
*Francisco Tario 
Gracias a la generosidad de la Editorial Lectorum se publican tres cuentos de Francisco Tario —"La noche del féretro", "Ragú de ternera" y "Entre tus dedos helados"—, que forman parte de los Cuentos completos recién publicados en dos tomos, con introducción —por cierto espléndida— de Mario González Suárez. Se trata de un justo y mínimo homenaje a uno de los escritores fundamentales de las letras mexicanas. Extravagante y esotérico, ajeno a las capillas literarias, pero también beneficiado de lectores de privilegio como Octavio Paz, José Luis Martínez y Alí Chumacero, Tario inaugura, en más de un sentido, la literatura fantástica en nuestra geografía narrativa, con una solvencia y belleza tales que debe emparentarse con escritores como Felisberto Hernández, Virgilio Piñera, Jorge Luis Borges, Juan José Arreola e, incluso, Juan Rulfo, para conquistar, finalmente, el sitio que merece en la creación hispanoamericana.
Luis Ignacio Sáinz

 



 

Entre tus dedos helados 

Preparaba yo, por aquellos días, el último examen de mi carrera y, de ordinario, no me acostaba antes de las tres o las tres y media de la madrugada. Esta vez acababan de sonar las cuatro cuando me metí en la cama. Me sentía rendido por la fatiga y apagué la luz. Inmediatamente después me quedé dormido y empecé a soñar.

Caminaba yo por un espeso bosque durante una noche increíblemente estrellada. Debía de ser el otoño, pues el viento era muy suave y tibio, y caía de los árboles gran cantidad de hojas. En realidad, las hojas eran tan abundantes que me impedían prácticamente avanzar, ya que mis pies se sumergían en ellas y quedaban temporalmente apresados. Tan luego arreciaba el viento, otras nuevas hojas se desprendían de las ramas, formando una densa cortina que yo me esforzaba por apartar. Despedían un fuerte olor a humedad, como si se tratara de hojas muy antiguas que llevasen allí infinidad de años. Llevaba yo varias horas caminando sin que el bosque variara en lo más mínimo, cuando me pareció ver la sombra de un alto edificio, con una sola ventana iluminada. Tenía un tejado muy empinado y una negra chimenea de ladrillo, que se recortaba en el cielo. Casi simultáneamente, escuché a unos perros ladrar. Ladraban todos a un mismo tiempo y sospeché que se me acercaban, aunque no conseguí verlos. A poco los vi venir corriendo por entre los árboles, saltando sobre las hojas. Debían ser no menos de una docena y advertí qué gran esfuerzo llevaban a cabo para no quedar también apresados entre aquellas hojas. Posiblemente estuvieran ya a punto de darme alcance, cuando llegaba yo a la orilla de un viejo estanque, cuyas aguas se mantenían inmóviles. Eran unas aguas pesadas y negras, sobre las cuales se reflejaba la luna. Los perros se detuvieron de pronto, aunque no cesaron de ladrar. Así transcurrió un tiempo, sin que yo me resolviera a tomar una decisión.

Entonces vi cómo de las aguas del estanque emergían los cuerpos de unos hombres, que me observaron con gran atención. Eran tres. Llevaban puestos sus impermeables y se mantenían muy quietos, con el agua a la cintura. Uno de ellos sostenía en la mano una vela encendida, mientras otro anotaba algo en su libreta. No dejaban de mirarme y comprendí, por su aspecto, que deberían ser policías. Tenían los semblantes muy graves, intensamente iluminados por la luz de la luna. Había un gran silencio alrededor y noté que los perros continuaban allí, a la expectativa. Uno de aquellos hombres —sin duda el jefe de ellos— dio unos pasos hacia la orilla y, apoyándose en el borde del estanque, me preguntó quién era yo, qué buscaba en aquel lugar a semejante hora y de qué modo había conseguido penetrar allí. "Estoy soñando", le respondí. El hombre no pareció entender lo que yo decía y repetí con fuerza: "Estoy simplemente soñando". Apartó su mano del borde del estanque y sonrió sin ganas. Los demás se le reunieron y cambiaron con él unas cuantas palabras en secreto. Cruzaron unas nubes por el cielo y nos quedamos repentinamente a oscuras. Pero tan luego apareció la luna, aquel hombre dijo: "Si es así, baje usted y acompáñenos". Me tendió cortésmente la mano, ayudándome a bajar las escaleras. El agua era muy tibia y despedía un olor nauseabundo. Eran unas aguas turbias y espesas, en las cuales no resultaba fácil abrirse paso. El hombre parecía muy afable e iba apartando las hojas, a fin de que yo penetrara más fácilmente. Continuábamos bajando. Él me sostenía del brazo, mientras los demás nos esperaban en el fondo. Era muy sorprendente la luz que iluminaba aquel recinto, como si el resplandor de la luna, al penetrar en las aguas, adquiriese una vaga tonalidad verdosa, muy grata a la vista. Caminábamos ya bajo las aguas, pisando sobre una superficie blanda, cubierta de limo. "Tenga usted cuidado —me dijo el hombre— y no vaya a dar un traspié". El asunto me pareció grave desde un principio y habría deseado escapar. No me atraía realmente aquello. Entonces llegaron a un rincón del estanque donde el hombre que sostenía la vela se inclinó para levantar una sábana que ocultaba algo. "¿La reconoce usted?", me preguntó con voz muy ronca. Era la estatua de una jovencita desnuda, que aparecía decapitada. Comprendí al punto que se trataba de un horrendo crimen del cual yo debería resultar sospechoso. No sé desde qué tiempo estaría allí la estatua, pues toda ella aparecía recubierta de limo, como una estatua verde. Sin duda debía haber sido en su tiempo una bella jovencita, pese a que le faltaba el rostro. Sus dos pequeños senos parecían aún más verdes que el resto y en torno a ellos evolucionaba incesantemente gran cantidad de peces. Al verla, no dejé de sentir una viva curiosidad por adivinar cómo habría podido ser su rostro y la expresión de sus ojos. "La reconoce usted?", me preguntó de nuevo el hombre. Repliqué que no, que era la primera vez en mi vida que veía semejante cosa y que además no estaba muy seguro de que todo cuanto venia aconteciendo fuese cierto. Yo era simplemente un joven común y corriente que se había quedado dormido en la cama hacía apenas unos instantes. Había apagado la luz de mi cuarto y había cerrado los ojos. Eso era todo. Los hombres proseguían muy serios, pero intentaron sonreír. Seguidamente cubrieron el cadáver con la sábana y me mostraron el camino. "Acompáñenos", dijeron. Volvimos sobre nuestros pasos, avanzando trabajosamente hacia las escaleras. Fuera, las hojas seguían cayendo, pero se había ocultado la luna. Todo estaba profundamente oscuro, aunque los hombres parecían conocer bien el camino. Fuimos avanzando en grupo, seguidos por los perros, que se mostraban más pacíficos y habían dejado de ladrar. Tuvo un gran trabajo el hombre para introducir la llave en la cerradura y hacer girar la enorme puerta, que tuvimos que empujar los cuatro. De hecho, era una puerta descomunal para una casa como aquella, con una sola ventana iluminada. Y en virtud de que la escalera central aparecía perfectamente alfombrada, nuestras pisadas no producían el menor ruido, igual que si unos y otros continuásemos pisando sobre las hojas. Uno de los tres hombres iba al frente de nosotros encendiendo las luces. Las puertas permanecían cerradas y los muebles ocultos bajo unas fundas de color crema. Habíamos entrado ya a un gran salón, cuando uno de mis acompañantes se me aproximó cautelosamente para rogarme que no hiciera ruido. Señaló algo al otro extremo del salón, indicándome que me acercara. Avanzaba yo solo, sin dejar de mirar hacia atrás ni perder de vista a los tres hombres, que se mantenían muy atentos a cuanto ocurría. Todo el interés, por lo visto, se centraba ahora en aquel alto biombo al cual iba yo aproximándome. Detrás del biombo había alguien, lo adiviné desde un principio. No es que propiamente lo hubiese visto, ni que lo hubiese oído, pero lo adiviné. De pronto, quien me observaba a través del biombo debió hacer algún movimiento, pues se hizo un gran silencio y nadie se atrevió a moverse. El silencio se prolongaba más de lo debido. Era muy angustioso todo y sospeché que estaba por amanecer. Al fin se dejó oír la voz de un hombre muy apesadumbrado, que decía: "No, francamente no lo recuerdo". Y en seguida: "Vigílenlo, no obstante". Fui a objetar algo, pero uno de quienes me acompañaban me hizo señas desde lejos, recomendándome la mayor prudencia. Yo iba a decir solamente: "Soy inocente. Estoy soñando". Y el hombre que se escondía detrás del biombo prorrumpió con sorna, como si adivinara mis pensamientos: "Es lo que dicen todos". Por lo visto, la entrevista había terminado y fuimos saliendo uno tras otro. Subíamos ahora por una nueva escalera, que parecía no tener fin. Jamás hubiera imaginado que la casa fuese tan alta. La escalera se iba haciendo más y más estrecha y el techo más bajo, lo que me produjo la impresión desoladora de que explorábamos una cueva. No fue así, por fortuna, sino que llegamos a una puerta. El hombre que marchaba al frente la empujó suavemente con el pie, rogándome que penetrara. Obedecí. Al punto, él, desde la puerta, volvió a dirigirse a mí para decirme: "Procure dormir bien, porque mañana será un día muy agitado". Uno por uno me desearon buenas noches y les sentí bajar en silencio después de haber cerrado con llave la puerta. "¡Estoy soñando!", grité esta vez. No se me ocurría otra cosa. Había una sola ventana y me asome. La altura era considerable y sólo alcancé a distinguir con claridad las copas entremezcladas de los árboles, formando una mullida alfombra. Por entre las ramas negras asomaba el brillo plateado del estanque. Estoy casi seguro de que pasé allí la noche entera, reflexionando. O no sé si, en realidad, me quedé dormido, porque, en un momento dado, comencé a dudar ya seriamente de si aquello que venía ocurriendo era un simple sueño o, por el contrario, lo que era un sueño era lo que yo trataba de recordar ahora. 

Sucedía así: me veía yo en mi cama, en la cama de mi casa, ya de día, profundamente dormido. Veía la lámpara de mi mesita de noche, el libro que había dejado sobre la alfombra, la ventana entreabierta. Alrededor de mi cama estaba toda mi familia, mientras el doctor me levantaba con cuidado un párpado y se asomaba a mirarlo. Tenía el semblante muy pálido y no me gustó la expresión de sus ojos. Todos se mantenían muy quietos, al pendiente de lo que él veía en aquel párpado. Mi padre tenía las manos en los bolsillos y mi madre daba vueltas sin cesar a su pañuelo. Estaban también mis hermanos menores, que acababan de llegar de la escuela. Y cuando el doctor me dejó caer el párpado, unos y otros le rodearon en grupo, conteniendo el aliento. Entonces él me observó con preocupación desde lejos y se volvió hacia ellos. Dijo únicamente: "Está atrapado. Seriamente atrapado". "¿Es grave?", preguntó mi madre. Y el doctor repitió: "Está seriamente atrapado". Mi padre salió en compañía del médico, y mi madre, para darse ánimos tal vez, expresó en voz alta este pensamiento: "Acaso necesite dormir. Ha trabajado mucho últimamente". Penetraba tan sólo una línea de luz, pese a que el día era luminoso y dorado. Les sentí hablar en voz baja y cerrar con temor la puerta. Se oían pasar los carruajes y alguien revolviendo algo en la cocina. Una voz ronca y muy conocida prorrumpió cerca de mi: "Recuerde. Haga memoria". Me senté en la cama. Ya estaban allí de nuevo los policías. Se habían sentado a mi lado y no cesaban de repetir lo mismo: "Recuerde. Es conveniente que haga memoria". Habían abierto un gran álbum, que me mostraban ahora. Pero se habían estrechado tanto contra mí y se mantenían tan apiñados, que no me permitían moverme. Es más; ni siquiera conseguía mirar con calma los retratos, pues cuando aún no había empezado a mirar uno, pasaban con precipitación la hoja y ya me estaban señalando otro. Era un álbum muy voluminoso forrado de terciopelo gris, con una inscripción dorada que no me había sido posible leer, pues cuantas veces intenté hacerlo, ellos retenían fuertemente el álbum o procuraban distraerme de algún modo, mostrándome un nuevo retrato. Tan sólo cuando les hice saber que no me hallaba dispuesto a continuar mirando más retratos si no me permitían leer la inscripción aquella, convinieron en cerrar el álbum para que yo pudiese leer libremente. Era la historia del crimen, y esto sí lo encontré interesante, al comprender que había llegado la hora de poner ciertas cosas en claro. Les rogué que me autorizasen para pasar yo mismo las hojas, a lo cual accedieron gentilmente. Los retratos aparecían muy bien ordenados y como colocados allí por una mano maestra. En el primero de todos se veía a un niño y una niña, de pocos meses, en brazos de su madre. Después, a estos mismos niños lanzándose una pelota o sentados sobre el césped del parque, mientras un caballero muy alto los contemplaba sonriente. Había infinidad más de retratos de este género en los que podía apreciarse que los niños iban creciendo. Ahora se les podía ver en sus bicicletas, columpiándose alegremente, o sentados sobre el borde del estanque, pescando. Debían haber pasado algunos años y las criaturas eran ya dos bellos adolescentes que se paseaban bajo los árboles, o leían juntos un libro, o permanecían pensativos y tristes, uno al lado del otro. Algunos de los retratos mostraban unas tiernas leyendas escritas con tinta violeta. "De vacaciones", decía una de ellas. "Mi hermano y yo en aquella tarde de mayo", decía otra. Realmente no parecían hermanos, sino el propio espíritu de la tragedia, y así se lo hice ver a los policías, preguntándoles, de paso, sí podrían facilitarme algún informe más preciso sobre el asunto. Replicaron al tiempo que no, invitándome a pasar la hoja. No fue sino hasta mucho más adelante que empecé a darme cuenta de que había en todo aquello algo en extremo comprometedor para mí, ya que aquel joven, que sostenía, riendo, la sombrilla de su hermana, era justamente yo. Se me antojó tan descabellada la coincidencia, que me eché a reír con ganas. Los policías me taparon la boca e incluso uno de ellos se encaminó hasta la puerta, con objeto de cerciorarse de si estaba bien cerrada. Ahora era ya la primavera y aparecían los dos jóvenes bajo un árbol, sentados sobre la hierba. Tenían las cabezas muy juntas y los ojos iluminados por un dulce bienestar. Se iba adivinando el secreto, aunque yo seguía sin descifrar lo esencial. Aquellas fotografías me delataban, esto era incuestionable, y yo no dejaba de preguntarme de qué medios podría valerme para salir con bien del aprieto. Esta vez la sostenía él por el talle, amenazando con arrojarla al agua. Llevaba ella un vestido muy vaporoso y los cabellos enmarañados; como después de una fuerte lucha. Debía haber sido una jovencita muy alegre y provocativa, con sus claros ojos soñadores y aquellas formas tan delicadas, que se adivinaban bajo su vestido. Lo que aparecía ahora escrito sobre la arena de una calzada era simplemente esto: "Te amo, te amo, te amo". Pero, de pronto, dejaba yo de aparecer en los retratos y en mi lugar se veía a otro joven. Bien visto, parecían ser los mismos retratos, aunque yo había dejado de existir. Pasaba y pasaba las hojas y siempre aparecía el mismo joven. Esto se me antojó misterioso, máxime que los policías se habían apartado de mí con disimulo y fingían mirar por la ventana. Obviamente la seductora joven había olvidado su primer amor. Sólo hasta la penúltima página volvía yo a aparecer en lo que pudiera representar acaso la clave del siniestro enredo, pues en este nuevo retrato se nos veía a los dos fundidos en un doloroso abrazo de despedida, al pie de un coche de caballos que se disponía a partir. Supuse que en la página siguiente estaría el retrato definitivo, aquél que explicaría, por fin, el enigma. Pero no fue como me esperaba, puesto que la página estaba vacía y el enigma, por tanto, seguía en pie. Ello me desilusionó y, cuando fui a objetar algo al respecto, los policías abandonaron la ventana y me rogaron que me vistiera cuanto antes. No parecían muy satisfechos, sino más bien compungidos. Cuando ya estuve vestido, me indicaron que me sentara y escribiese con toda calma esta sencilla misiva: "A las seis en el estanque". Comprendí de sobra sus maquinaciones y lo que se jugaba allí de mi destino. Cogí el papel que me ofrecían y, con la mayor desconfianza, empecé a escribir muy parsimoniosamente, procurando que mi caligrafía fuese lo más complicada posible, a fin de evitar que, por mala suerte, pudiera coincidir con la del homicida. Pero aún no había terminado, cuando uno de los policías exclamó: "¡Lo siento!" Y sin decir una palabra más, se guardó el papel en un bolsillo. Lo que dijeron después fue esto: "Le daremos todas las garantías, pero usted deberá restituir la cabeza. Es de todo punto indispensable que confiese sin rodeos dónde escondió la cabeza". "¡Estoy soñando!", prorrumpí a mi vez; y sólo alcancé a distinguir al doctor, que en aquel instante daba media vuelta y salía del cuarto en compañía de mi padre.

A primera hora de la mañana siguiente, inicié la búsqueda. Habían caído por aquellos días más hojas y yo me preguntaba, perplejo, cómo sería posible dar con nada de provecho entre tal cantidad de hojas. Quizá, más bien, conviniera evadirse, saltar el muro, una noche, y regresar a casa. Pero jamás recordaba haber visto un muro de semejante altura, sin una miserable puerta, y al que únicamente podía mirarse protegiéndose del sol con la mano. Los perros me acompañaban siempre, sin perder uno solo de mis movimientos. Sacaban sin cesar la lengua y parecían sonreír entre sí con burla. Tal vez estuviesen seguros de que jamás encontraría lo que buscaba o posiblemente sólo ellos conociesen el secreto. Hasta pudieran ser muy bien los homicidas aquellos perros del demonio. Tenía a mi servicio un gran número de jardineros que iban removiendo la tierra allí donde yo les indicaba. Eran sumamente activos y en un abrir y cerrar de ojos habían cavado una sima. Los policías, desde la terraza, no me perdían de vista. Cuando me decidía a mirarles, dejaban de hablar un instante o me hacían señas amistosas con la mano. La ventana del edificio continuaba iluminada, pese a que era de día. Y una vez que sentí la tentación de bajar por mi cuenta al estanque para echarle un nuevo vistazo a la decapitada, los perros se sublevaron, formando un cerco en torno mío y enseñándome los dientes. Esto era desolador y me originaba una profunda tristeza. Entonces me sentaba en una banca y miraba sin cesar el estanque, tratando de recordar algo. Desde el lugar en que me encontraba no se alcanzaba a distinguir gran cosa, pues las aguas durante el día centelleaban con el sol y se volvían más impenetrables. De tarde en tarde el viento las removía o cruzaban unos peces de colores, persiguiéndose. Todo ello tenía lugar en mitad de un gran silencio, pero seguido ocasionalmente de unas leves risas, como si los peces fuesen capaces de reír o fuese ella misma quien no lograba contener la risa al sentir los peces evolucionar alrededor de su cuerpo desnudo. Yo no conseguía apartarme del estanque ni apartar de él siquiera la vista, aunque los policías me invitaban desde lejos a proseguir la búsqueda. Los jardineros aguardaban a mi lado, con los brazos cruzados, fumando. Pero yo continuaba allí sin moverme. Sentía necesidad de no moverme, de mantenerme el mayor tiempo posible próximo a ella. Había un extraño placer en imaginar cómo los peces darían vueltas y más vueltas en torno suyo, golpeándola delicadamente con sus colas rojas y negras, asediándola, impacientándola, haciéndola reír de aquel modo. No pensaba en otra cosa de día y de noche, a toda hora. Comenzaba a desconfiar de mí mismo, a adentrarme en las entrañas del crimen. Ni remotamente suponía qué había ocurrido conmigo aquella noche en que me quedé dormido de pronto. Tal vez ni me interesara saberlo. Había empezado a notar un peculiar sabor en la boca e intuía que era el sabor de los medicamentos que el doctor me iba prescribiendo. De un modo pasajero, solía oír a mi madre pedirme: "¡Despierta! ¡Haz un esfuerzo!" Oía también el roce de sus faldas. Cuando era niño, llevaba ella unas faldas muy ruidosas, a fin de que la advirtiera de lejos y no sintiera miedo de la oscuridad. Solía también sacarme a pasear por las mañanas; o por las tardes. Comenzaba asimismo a perder la noción del tiempo. Por ejemplo, acababa de ponerme de pie junto al estanque, en espera de que mi madre me sacara a pasear esa mañana. Sin embargo, no podía compaginar muy bien aquellas aguas que tenía delante con el sabor de los medicamentos y ese paseo matinal, que tanto me ilusionaba ahora. "Debo tener calma y no precipitarme —me dije—. Despertaré de un momento a otro". "¿Alguna novedad?", me preguntaron a mis espaldas. Miré al policía, que arrojaba una piedra al estanque, y repuse: "Ninguna novedad en absoluto". Y él repitió dos ve-ces: "Lo siento". Aunque añadió en seguida: "Queda usted formalmente preso". Y deduje que mi suerte estaba echada.

Había caído el invierno, los jardineros habían sido despedidos y los policías regresaron a sus puestos habituales. Aquella sola ventana, que por tanto tiempo permaneciera iluminada, amaneció un día a oscuras y jamás volvió a verse una luz en ella. La lluvia y el granizo barrían el bosque, y a toda hora del día y de la noche se oía aullar a los perros, ateridos de frío junto al estanque, en sus puestos. Únicamente ellos y yo parecíamos haber quedado en la casa —eso supuse—, aunque nunca pude estar muy seguro de ello, porque todas las puertas continuaban cerradas con llave, salvo la mía. Alguien, no obstante, debía haber olvidado una ventana abierta, pues, al subir o bajar las escaleras, se percibían breves ráfagas de viento. Ignoraba desde qué tiempo no tenía noticias de mi familia, y para pensar en ello tenía que concentrar muy bien mi pensamiento. Comenzaba a olvidar a mi madre, a mi padre, a mis hermanos pequeños, que aproximadamente a aquella hora deberían regresar de la escuela. Un día escuché un rumor conocido, pero tan irregular y confuso, que no supe si, en realidad, se trataba del reloj de mi mesita de noche o de aquel otro que, inopinadamente, había echado a andar en la escalera y que señalaba las ocho. Mataba el tiempo paseando, rodeando pensativamente el estanque, reflexionando. Aunque lo que esperaba, de hecho, era el momento —que ya parecía inminente— en que los perros cayeran rendidos de sueño o abandonaran sus puestos, dejándome el camino libre. Habían enflaquecido alarmantemente e incluso, para hacerse oír o infundir algún respeto, tenían que llevar a cabo un gran esfuerzo, bien alargando cuanto podían los cuellos o apoyándose en un árbol. Se mantenían todos en grupo, formando un apretado círculo, y, aunque no cesaban de aullar a toda hora, no me inspiraban ya ningún temor. Más bien me ilusionaba mirarlos, pues estaba casi seguro de que, en el momento menos pensado, rodarían por tierra unos sobre otros y dejarían de aullar para siempre.

Así ocurrió una madrugada, en que se hizo, de pronto, el silencio, un silencio nada acostumbrado en la casa. Consideré que era el momento oportuno para bajar sin temor al estanque, y ya me disponía a abandonar mi cama cuando sentí que alguien abría muy sigilosamente la puerta y a continuación la cerraba con llave. Mi habitación estaba a oscuras, pero supe al punto de quién se trataba. No tuve ni la menor duda. Atravesaba ella mi cuarto pisando suavemente sobre la alfombra, deslizándose sin ruido sobre ella, como a través de una infinidad de años. "¿Eres tú?", pregunté, por preguntar, muerto de miedo, a sabiendas del tremendo riesgo que corríamos. Adiviné que se llevaba un dedo a los labios, incitándome a callar. 

Quiso saber enseguida si, por tratarse de un caso excepcional, podría hacerle el honor de admitirla a mi lado. Hablaba en un tono burlón pero muy familiar y querido. Y yo dije solamente: "¿Pero es que te has vuelto loca?" Aunque no tardé en cambiar de parecer y le propuse: "Entra, si quieres". Desdobló por una punta las sábanas y se fue introduciendo bajo ellas, acomodándose junto a mí. Jamás me había visto en un trance semejante y no supe, de momento, qué hacer o pensar ni de qué modo conducirme. Le eché un brazo por el cuello y ella se estrechó contra mí. Todo ocurría misteriosamente, en mitad de un gran silencio. Así continuamos largo rato, sin que yo me atreviera a respirar o a moverme, muy atento, en cambio, a lo que venía aconteciendo, hasta que ella rompió a reír de improviso apartando de mí su cuerpo. "¿De qué te ríes?", le pregunté, avergonzado. "De nada —replicó maliciosamente—. De que tienes los pies muy fríos". A partir de este incidente, casi ya no dejó de reír, encogiendo y estirando las piernas y cambiando sin cesar de postura. "O procuras estarte quieta —le dije— o acabarán por descubrirnos". "Ya me estoy quieta", repuso; y estrechándose todavía más contra mí, fingió que empezaba a dormirse. "No sé por qué has hecho todo esto —seguí diciéndole—. Jamás deberías haber venido aquí". Levantando un poco la sábana, me preguntó si sentía miedo. Le respondí que sí y que no tenía por qué ocultarlo. Entonces ella me aseguró que ese miedo que yo sentía no le disgustaba en lo más mínimo, sino que, por el contrario, la divertía y la hacía casi feliz. Y como yo le manifestara que no lograba darme cuenta de lo que quería darme a entender con aquello, replicó con toda naturalidad que si yo fuese mujer, como ella, lo sabría. Tenía unos ojos luminosos y profundos, como los de un gato, y temí, por un instante, que le fuera posible ver en la oscuridad. Sentía, cada vez más próximo a mí, algo tan sutil y acogedor que habría sido algo embriagador, y si no me decidí a encender la luz fue por el temor que me inspiraba el comprobar con mis propios ojos cuanto, desde hacía rato, venían dejándome entrever mis pensamientos. Prorrumpí, en cambio, notando que alguien se había puesto a pasear en la planta alta: "¡Calla! ¿Qué suena?" Sin inmutarse en absoluto, balbució: "Es papá". Debía estar aconteciendo algo positivamente inconcebible, porque yo percibía, cada vez más próximo a mí, algo tan sutil y acogedor que escasamente tuve fuerzas para susurrar: "¡Estás rematadamente loca!" Y ella dijo: "Ya lo sé". Bien visto, aquella noche, parecía una criatura que hubiese perdido el juicio y ya no pensé en otra cosa que en deshacerme de ella cuanto antes, no fuera a abrirse, por sorpresa, la puerta y apareciese alguien de la familia. Mas recordó a poco que estaban por reanudarse los cursos en el colegio y que yo debería partir a primera hora de la mañana siguiente. Ya estaba listo el equipaje desde la víspera y mi primer traje de pantalón largo colgado en una silla. Sin explicarme por qué, tuve el triste presentimiento de que nunca más volveríamos a vernos. Entonces me abracé a ella con todas mis fuerzas repitiéndole que era muy desdichado, que la vida me parecía insoportable y que me sentía el ser más ruin de la tierra, a causa de aquel amor culpable. "¡Abrázame! ¡Abrázame!", repetía ella sin cesar. De pronto se puso muy seria y exclamó con una voz extraña, que no le conocía: "¡Tengo una idea!" Mas, al preguntarle que de qué idea se trataba, ella replicó que no, que no me la revelaría por ahora, puesto que todo debería ocurrir a su tiempo. Me eché a temblar. Tenía ella una gran inventiva y, desde que tuve uso de razón, la consideré una criatura diabólíca de quien podía esperarse todo. La recordaba sudorosa y ágil, sofocada, recorriendo a gran velocidad las calzadas del parque, montada en su bicicleta. O columpiándose alocadamente, sin dejar de reír y gritar, exigiéndome que la lanzara con más fuerza, que la impulsara más rabiosamente, hasta que lograse alcanzar con los pies la punta de aquella rama. Hacía apenas unos días había osado amenazarme: "Has de saber una cosa: ¡que tengo poderes muy especiales!" Enseguida había echado a andar, muy disgustada, pero yo corrí tras ella para decirle que la adoraba, que no comprendía la vida sin ella y que nuestros destinos debían tener un signo muy especial o algo por el estilo. Entonces ella, cogiéndome de un brazo, me había pedido que la acompañara, pues deseaba bajar al jardín para cortar unas flores. Yo había accedido, gustoso, pero aún no habíamos llegado a la escalera, cuando se detuvo de pronto y, sin pensarlo demasiado, me besó largamente en la boca, determinando que aquella noche no consiguiera yo dormir un sueño, al tratar de olvidar y recordar al mismo tiempo lo que pasó por mi cuerpo en tan extraños instantes. Comenzaba ya a clarear el día cuando me senté en la cama con una sensación de horror que ni yo mismo alcancé a explicarme. "Dime —le pregunté, perplejo, sin saber bien lo que decía—, ¿por qué te arrojaste al tren? ¿Por qué?" Aquí volvió a reír con ganas, escondiendo la cara bajo la almohada. Todavía sin dejar de reír, me aseguró que en toda su vida había escuchado nada más divertido y que deseaba que le explicara cuanto antes cómo pudo ocurrir nunca tal desatino, si se encontraba ahora allí, a mi lado. Y agregó, también sentándose:

"¡Estoy viva! ¿No lo crees? ¡Mira cómo late mi corazón!" Me había llevado la mano a su pecho y yo la retiré escandalizado, casi con estupor. "¡Te odio! ¡Te odio y te odiaré siempre! ¡Esto es un terrible pecado!" Y prometió ella: "Pues aunque así sea, quiero tenerte conmigo por una eternidad de años". No fue sino hasta entonces que descubrí plenamente su maldad, la perversa pasión que la dominaba y sus infernales propósitos. "Ahora sé que no hay tal mujer decapitada y que el estanque está vacío. Todo han sido argucias tuyas y una imperdonable mentira". Así dije. Y ella volvió a estrecharse contra mí y a reír sin ningún recato, olvidada ya de la familia e insistiendo con el mayor ahínco en que le explicara con todo detalle a qué disparatados sucesos venía refiriéndome. Me besaba y me besaba en las tinieblas, cuando, en un determinado momento, pude descubrir con asombro que quien me besaba con tal ansia era mi propia madre, que yacía arrodillada junto a mi cama de enfermo. Esto me contrarió en sumo grado al comprobar que estaba nuevamente soñando y que era víctima, una vez más, de otra ignominiosa burla. "¡Despierta! ¡Despierta! ¡Debes hacer un último esfuerzo!", imploraba ella.

Y desperté. Continuaban allí los policías, los perros, la ventana iluminada. Nada había cambiado, por lo visto, ni siquiera aquel diluvio de hojas que proseguía cayendo de los árboles. Debía de ser mediodía. Los policías paseaban por las calzadas, limpiándose el sudor de sus frentes o abanicándose con el sombrero. Grupos de jardineros iban y venían transportando sus utensilios o haciendo rodar trabajosamente las carretillas llenas de tierra. Por primera vez, en tanto tiempo, cruzaron a gran altura unos pájaros; más tarde, volvieron de nuevo, se mantuvieron un rato inmóviles y por fin se perdieron de vista, volando majestuosamente. "¿Fuma usted?", me preguntaron. Había cesado el viento, y el cielo era azul y luminoso. Una sola cosa me preocupaba gravemente ese día: aquella cinta color de rosa que había amanecido entre mis sábanas y que ahora apretaba con susto en un bolsillo. Quizá conviniera entregarla. O quizá resultara ser, a la postre, como el cuerpo mismo del delito. No supe. El doctor anunciaba en aquel momento: "¡iHa muerto!" Y el policía exclamó, muy pálido, echando a correr de pronto hacia la casa: "¡Algo muy grave está sucediendo!" Mi habitación se hallaba atestada de familiares y amigos, que apartaron con malestar la vista del lecho y se quedaron mirando pensativamente el muro. Oí a mi madre sollozar y a alguien que se servía un vaso de agua. Mi padre se había dejado caer en un sillón, con la cabeza entre las manos. Me enderecé como pude y no dudé en proclamar: "¡Son ustedes unos incautos! ¿O acaso no se han dado cuenta de que estoy simplemente dormido?" Dio la impresión de que nadie había conseguido oírme, así que me puse en pie de un salto y comencé a recorrer el cuarto, procurando atraer La atención de todos. Sólo mi madre pareció descubrir mi presencia, pues levantó con ilusión el rostro, aunque después siguió llorando. Yo daba vueltas y más vueltas, tratando de hacerme oír, hablando hasta por los codos, hastiado ya de aquella voz del policía, que no cesaba de repetirme: "¿Pero aún no se ha vestido usted? Dése prisa o, de lo contrario, no llegará a tiempo a su funeral". Había un gran número de automóviles alineados frente a mi casa y un nauseabundo olor a flores marchitas, que el viento iba deshojando. El viento penetraba en la casa por la puerta principal, ascendía a la planta alta y dispersaba, a través de los balcones entornados, aquellas detestables flores. Vi a un grupo de curiosos en la acera de enfrente, al que me reuní. Ya salía el cortejo solemnemente, y los caballeros inclinaban la cabeza, sosteniendo en alto sus sombreros. Era una tarde primaveral y dorada y parecían no ser más de las cuatro, aunque yo debía haber olvidado dar cuerda a mi reloj, que continuaba señalando las ocho. Nos pusimos en marcha, yo a pie, aturdidamente, siguiendo la gran caravana de automóviles. Era un largo recorrido hasta el cementerio y sospeché que se haría de noche antes de llegar a él. Por fortuna, las avenidas eran muy espaciosas, con abundante sombra, y soplaba una refrescante brisa. Ya a la puerta del cementerio, no pude soportar mi aflicción y rompí a llorar amargamente, apoyado en el muro. Todos los asistentes habían traspuesto ya la puerta y lo irremediable parecía estar a punto de consumarse. Protestaría por última vez; haría ese último intento. Me lancé a correr desaforada-mente, hasta dar alcance al cortejo, y grité con todas mis fuerzas: "¡Es injusto! ¡Es terriblemente injusto lo que están haciendo conmigo! ¡Deténganse, se los ruego!" El cortejo se detuvo de golpe y todos volvieron la cabeza, observándome con desconfianza. "¡Estoy aquí! ¿No se dan cuenta? ¡Deténganse!", repetí por última vez. Pero ya habían reanudado la marcha, como si nada hubiese ocurrido. El policía se me acercó, muy gentil, y, poniéndome una mano en el hombro, expresó con voz compungida: "Estas cosas son así y no vale la pena desesperarse". Enseguida me tomó de un brazo y agregó: "Acompáñeme. Salgamos a tomar un poco el fresco". Accedí, y caminamos un buen trecho en silencio por entre la doble hilera de sepulturas. De pronto, deteniéndose con gran misterio, me miró fijamente a los ojos y confesó, tras un titubeo: "Me había propuesto ayudarle, pero usted nunca se prestó a ello. ¿Por qué se empeñó en ocultar la verdad? Las cosas rodaron mal para usted, y mi ayuda, a estas alturas, no le serviría ya de nada. ¡Lo siento!" Y como yo titubeara en replicar, a mi vez, añadió con desencanto: "Sólo usted tenía la clave". Habíamos llegado a la puerta de entrada donde me aguardaba el coche de la familia. Tenía las cortinillas echadas y el cochero me sonrió desde el pescante. Alguien, desde el interior, entreabrió la portezuela cuando yo me despedía de mi acompañante, quien se mostró consternado. Al estrecharle la mano, todavía dijo: "Me lo temía. ¡Buena suerte!" Acto seguido, ocupé mi asiento y partimos. "¡Abrázame!", balbució ella, con un suspiro de alivio. Y la envolví entre mis brazos, notando que la noche se echaba encima.

 
 
 
 
 
 
 
 
   

La noche del féretro 

Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo:

—Necesito un féretro.

Oí distintamente su voz ronca y amarga seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.

El empleado dijo:

—Pase usted.

Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.

Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:

—El cliente es rico, conque tú serás el elegido.

La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No apetecía yo, pues, moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas calles tan húmedas y resbaladizas.

El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un momento dado, pudiera abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras cosas su sobriedad, duración y comodidad.

De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa. Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa:

—El finado es robusto, ¿sabe? 

Fue entonces cuando pensé:

"Me llevará sin duda". 

En efecto, prorrumpió:

—Creo que me convenga éste.

Ajustaron el precio —en mi concepto, irrisorio— y me trasladaron a un automóvil demasiado fúnebre, con las llantas blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas frías. El cierzo me penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra humana, en el interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia el pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido, hacía girar extrañamente el volante...

Cruzamos calles silenciosas y lóbregas, pobladas de perros chorreantes y prostitutas; avenidas iluminadas y alegres donde la gente paseaba con lentitud, bajo los paraguas negros; una plazoleta muy triste en la cual tocaba una banda y los militares lucían sus uniformes nuevos; edificios de ladrillo, tenebrosos, en cuyos interiores adivinaba yo parejas de hombres y mujeres estrujándose frenéticamente...

En tanto, mi cerebro trabajaba sin descanso:

"¿Hacia qué lugar me conducirán? ¿Qué clase de destino me aguarda?"

Es preciso que los hombres sepan que los féretros tenemos una vida interna sumamente intensa, y que en nuestros escasos ratos de buen humor bromeamos o nos chanceamos unos con otros. Ante todo, tenemos nombre: unos, masculinos y, otros, femeninos, naturalmente, de acuerdo con nuestro sexo. 

Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará la suerte.

Buena prueba de esto último es que hoy, al salir rumbo al armatoste que me aguarda, un antiguo camarada se despidió de mí de esta forma:

—Que el destino te conceda buena hembra y buena casa...

Yo, que soy hombre, le respondí tristemente:

—Sobre todo, eso, amigo: buena casa para pasar el invierno.

¡Ah, esas tumbas de tierra, enlodadas y frías, llenas de mil clases de bicharracos glotones que trepan por nuestras espaldas y nos van destruyendo lentamente! ¡Esas tumbas ignominiosas y endebles, en cuya superficie no hay flores ni hierba, y sobre las cuales chapotea la lluvia sin piedad alguna! ¡Esas tumbas tan pobres, tan solas, encaramadas allá sobre cualquier montaña o sumergidas en el corazón de un abismo!

Cuando el automóvil se detuvo, observé que mi llegada despertaba un interés incomprensible. Se oyeron voces humanas de:

—¡El féretro! ¡El féretro!

Alcé los ojos y vi un edificio cuadrado, con dos terrazas de piedra. Suspiré, aliviado. Tres hombres vestidos ridículamente me transportaron hasta un suntuoso aposento en cuyos ángulos ardían los cirios: esos malditos cirios que chisporrotean continuamente abrasando nuestras entrañas con sus gotas de cera blanca. Tardé un buen rato, no obstante, en descubrir a mi cónyuge. Entretanto, tuve que realizar indecibles esfuerzos para contener la risa. Allí estaba yo, tendido sobre no sé qué mueble absurdo, y los hombres desfilaban ante mí con sus levitas y sus rostros descompuestos. Me miraban a hurtadillas y tosían o se alejaban rápidamente. Nadie se mantenía ecuánime en mi presencia, cual si yo fuera una especie de monstruo, culpable de la muerte de los hombres.

Una muchacha fresca y esbelta, que despedía un olor en extremo agradable y que había deseado para mí con toda el alma, prorrumpió al yerme:

—¡Es tan terrible y tan negro!

Distinguí su pecho duro y alto, que se estremecía de terror, y la línea de su vientre suave, bajo la tela infame.

Otra mujer, rubicunda y fea, cuchicheó una frase indulgente:

—¡Y las manijas son de plata!

Pero he aquí que, de pronto, un chiquillo se me acerca y pregunta:

—¿Es para enterrar a papá?

Sentí que el corazón me dejaba de latir dentro del pecho, que la cabeza me daba vueltas, y que me hallaba abandonado en mitad de un túnel nauseabundo.

"¿Cómo, para papá? —me dije—. ¿No soy acaso un hombre?"

Quise gritar, protestando. Quise incorporarme y echar a correr sin ningún rumbo, pero no pude. Cuatro pesadas manos, cubiertas de vello, me sujetaron por pies y cabeza y no supe más de mí. Debí perder el sentido. Cuando desperté, un hombre gordo, hinchado, pestilente y rubio, yacía sobre mis pobres huesos. Ardían los cirios en torno mío, salpicándome las ropas; rezaba un sacerdote, mirando por encima de sus anteojos a las mujeres bonitas; unos gemían con ayes velados; otros chillaban procazmente, sin comprender el destino del hombre. Caían por tierra pétalos de flores...

No pudiendo soportar más el oprobio de que era víctima, hice un sobrehumano esfuerzo y derribé al cadáver. Cayó éste con gran aparato, partiendo por la mitad un cirio que se apagó instantáneamente. Cayó con la cabeza hacia abajo, haciendo tronar el piso.

Yo grité y no me oyó nadie:

—¡No quiero! ¡No quiero!

Todos se apresuraron a levantar al muerto, aunque pesaba demasiado. Estaba rígido y frío como un árbol. Me dio horror. Vi a lo lejos a la jovencita fresca, muy pálida y aterrada, con las manos sobre el descote. Su perfume me embriagó esta vez, removiendo mis instintos.

"¡Lograr poseerla!", pensé con angustia.

Pero de nuevo cayó a plomo sobre mí el hombre ventrudo y fétido, cuyo cuerpo parecía exactamente una vejiga.

Me encogí de hombros y opté por dormirme. Dormirme como un novio impotente o tímido en su noche de bodas.

Así lo hice. Y soñé. Soñé con dulces muertas blancas, cuyos muslos temblaban sobre mi piel... con ricos sepulcros de mármol, muy ventilados y alegres... Soñé, y las imágenes sibaríticas me hicieron tanto mal, que cuando abrí los ojos y vi penetrar el sol por las vidrieras me sentí exhausto, vacío, postrado, como deben sentirse los hombres después de una óptima noche de continuos placeres. 

 
 
 
 
 
 
   
Ragú de ternera 

—Prosiga usted —indicó el eminente médico, sin dejar de balancear una pierna ni quitarle ojo a aquel hombre que tenía ante su mesa, y el cual deseaba informarse si, desde el punto de vista cínico, existía alguna probabilidad de salvarse de la horca, por el feo y sucio delito de haberse devorado impunemente a un rollizo niño de pecho.

El antropófago —que ocupaba por esos días las principales páginas de los periódicos— acababa de facilitarle al doctor sus datos personales: tenía cincuenta años, era casado, sin hijos, representaba una firma de productos químicos y medía un metro setenta. Según podría demostrarlo, había sido, en general, una persona cordial y pacífica y se le estimaba en todas partes como hombre honesto y caritativo. Disfrutaba de una cómoda posición económica y ocasionalmente efectuaba breves viajes al extranjero, relacionados con su profesión. El doctor había tomado buena nota de todo ello, siempre sin dejar de balancear una pierna, y solicitaba ahora de su cliente que iniciara el relato. Ni uno ni otro parecían alterados en lo más mínimo, sino más bien interesados en lo que cada cual hacía o hablaba, como si la cuestión se circunscribiese simplemente a comprobar si les agradaban o no las mismas flores, los mismos platos, o bien si coincidían ambos en sus apreciaciones sociales y políticas.

Como la pausa se prolongara más de lo debido, el doctor repitió con gesto amable:

—Prosiga.

Obedeció su cliente, revelando que la primera señal de todo aquello había sido tan intrascendente y simple, que aun hoy se preguntaba cómo le resultaba posible recordarla. Había tenido lugar en un autobús, momentos antes de llegar a su casa. Se había puesto de pie y había sufrido un mareo, un leve vértigo sin importancia, aunque seguido de una rara ofuscación que le había impulsado a dirigirse, primero al conductor del vehículo y después al revisor, con objeto de estrecharles la mano y despedirse de ellos cortésmente. En seguida se había apeado —y esto fue lo más penoso, decía— entre las risas de los pasajeros, que no dejaron de mirarle por las ventanillas hasta que se perdió de vista. No obstante, unos días más tarde, le aconteció lo que él ya consideraba el primer indicio grave. Le habían repetido el mareo y la propia ofuscación en el instante preciso en que se disponía a cruzar una calle. Repentinamente tuvo la impresión de que el piso cedía bajo sus pies y que él comenzaba a sumergirse a toda prisa entre las aguas de un río. Comprendió al punto —afirmaba ahora— que sería menester lanzarse a nado, so pena de morir ahogado en el acto. Así lo hizo, y aún tenía muy presente la zozobra con que alcanzó la otra orilla y se sentó después sobre el pavimento, mientras los transeúntes le rodeaban curiosamente para informarse de lo que ocurría. Aquí el doctor le interrumpió con objeto de preguntarle si tenía una idea aproximada acerca de lo que le había provocado el vértigo. Concretamente, si, por casualidad, tanto en el autobús como al lanzarse a nado, no había visto por alguna parte el cochecito de un niño.

—¡En absoluto, doctor! —se aprestó a explicar con énfasis el paciente—. ¡En absoluto! Por allí no había nada de eso, y de ello estoy perfectamente seguro.

Después prosiguió con más calma:

—En cuanto llegué a casa, le comuniqué a mi esposa que no me sentía bien del todo y que me proponía pasar la tarde en cama. Así lo hice y me quedé dormido. Aquella noche teníamos invitados y me levanté para la cena. Me sentía, sí, un poco maltrecho, pero en ningún momento pude suponer que el malestar tuviese importancia. Mi cena fue muy ligera —siempre he sido vegetariano, puntualizó—, y nos quedamos jugando al póker hasta la medianoche. Mi esposa, como es de rigor, resultó la única ganadora, pues es, por naturaleza, sumamente hábil con las cartas. Tan luego se retiraron nuestros invitados, procedí a desvestirme y me acosté. Sin embargo, unas horas más tarde, tuve que levantarme de nuevo, pues, por primera vez, que yo recuerde, había olvidado mirarme al espejo esa noche, según vengo haciéndolo a diario desde hace un buen número de años.

El doctor preguntó, sentencioso, frunciendo disimuladamente el entrecejo, con qué objeto su cliente llevaba a efecto tan enojoso rito, y el antropófago, sin dudar un momento, explicó, encogiéndose de hombros:

—Simplemente con el objeto de poder comprobar, a la mañana siguiente, que continúo siendo el mismo de la víspera.

El doctor asintió con un gesto y dejó de balancear la pierna para anotar en su libro privado algo que debió juzgar de interés.

—Adelante —expresó a continuación.

—Transcurrió más o menos una semana sin que nada anormal sucediera. Yo me dedicaba a mi trabajo y mi mujer salía por las tardes para seguir jugando al póker. Pero una noche tuve una desagradable sorpresa. Poco antes de dormirme, y de la manera más inesperada, se me ocurrió decirle a mi mujer: "Quisiera que para el almuerzo de mañana dispusieras un buen ragú de ternera". Todavía es hoy el día que me pregunto de qué rincón de mi cabeza partió tan extravagante idea. Repito, siempre fui vegetariano, y el ragú de ternera lo conocía exclusivamente a través de informaciones de segunda mano. Pero el caso es que lo apetecía, lo apetecía de tal forma, que en aquel mismo momento habría encendido la lámpara y me habría servido una buena ración. Sentí a mi mujer reír de mala gana, asegurando que no estaba para bromas, pues había perdido al póker aquella tarde y, para alivio de males, le habían derramado una copa de vino tinto en el vestido. Pero como yo insistiera en mi empeño, quizá con demasiado ahínco, guardó ella un prolongado silencio y sospeché que me despreciaba. En general, las mujeres —apuntó, ya en otro tono— suelen despreciar, por sistema, cuanto dicen y hacen sus maridos, ¿o no lo cree usted así, doctor?

El doctor se reservó su opinión e inquirió de su cliente cómo había encontrado el ragú de ternera.

—¡Excelente! —prorrumpió él con entusiasmo—. ¡Excelente y muy apetitoso! No obstante, en los días que siguieron, volví a mi régimen habitual; pero mucho antes de lo que podía esperarse, reincidí en mi capricho. Aunque, a decir verdad, lo que apetecía ahora —y así se lo manifesté a mi mujer— no era ya propiamente el ragú, sino un roastbeef a la inglesa, tan alto y rojo como un buen plato de fresas. Mientras lo saboreaba, no dejaba de preguntarme, perplejo, cómo resultaba admisible que, por espacio de tantos años, hubiese permanecido ajeno a tan suculento manjar. Todos los días, a partir de aquella fecha, me fue servido el roastbeef que nunca llegó a parecerme lo bastante oloroso y sangrante. En la mesa, mi mujer solía mirarme con el rabillo del ojo y no cesaba de aconsejarme: "Procura moderar tus nervios y no te precipites de ese modo, pues, en realidad, no tenemos ninguna prisa". Creo que debía sentirse un tanto confusa y hasta es probable que azorada. Pero era tal mi ilusión, el júbilo que me embargaba a la vista de aquellas rebanadas sangrantes y aquel jugo oloroso y caliente, que no le prestaba demasiada atención, lo confieso. 

El doctor volvió a anotar algo con su estilográfica y exclamó, como al principio:

—Prosiga.

—Los vértigos se repitieron, mi memoria se quebrantó temporalmente y comencé a experimentar un vivo desinterés por los productos químicos. En la oficina, era víctima de un constante desasosiego. Y aún más: empecé a mostrar una predilección especial por olores y sabores que en otro tiempo me dejaban indiferente o que incluso me provocaban náuseas. Mi escritura se hizo casi ilegible y, a menudo, erraba en mis cálculos. Temí convertirme en un obseso y pensé tomarme unas vacaciones en el campo.

Aquí el antropófago sonrió con rubor, como ante un recuerdo inconfesable, y expresó en voz mucho más baja:

—Aunque, ¿adivina usted, doctor, qué me impidió ir al campo?

El doctor indicó que no tenía la menor idea, y su cliente confesó:

—¡Qué ridículo! ¡Las vacas! ¡La idea de que tanta hermosa vaca pastando agravaría mi apetito!

En seguida se echó a reír y se puso repentinamente serio.

—Fue entonces cuando abandoné en definitiva el vegetarianismo y me entregué por entero a la carne.

—Comprendo —susurró el doctor. Y pasó la hoja de su libro de notas.

Pero el cliente se había adelantado en su asiento, poseído de tal desazón, que el doctor, con el libro en la mano, se echó atrás precavidamente.

—¡Nunca más encontraría ya punto de reposo! ¡Nunca más, doctor! Ahora, rara vez permanecía en casa, dedicado a recorrer la ciudad de un extremo a otro, hasta que se hacía de noche. Muchas veces, por no malgastar el tiempo, almorzaba en un restaurante. No me atreví, en un principio, a confesarme lealmente el motivo de aquella peregrinación incesante, de aquellas correrías diarias que me apartaban de mi trabajo y de mis deberes conyugales. Caminaba sin descanso, casi con furor, bañado de sudor el cuerpo y aparentemente sin objeto; pero una y otra vez me sorprendía, jadeante, a la puerta de alguna carnicería, empujado y vilipendiado por las amas de casa, que salían atropelladamente con sus preciados cargamentos. Llegaron a temblarme de emoción las piernas frente a las vitrinas de embutidos, con aquellas carnes amoratadas y tersas, que colgaban en desafiantes manojos. Cada día hacía un nuevo descubrimiento y encontraba un buen motivo para pasar en vela las noches.

Tras un instante de duda, añadió:

—¡No sé si deba decirlo! Pero, en más de una ocasión, con un salchichón bajo el brazo, como un delincuente, escapaba a toda prisa hasta el parque y, a salvo de cualquier mirada indiscreta, me sentaba en el rincón más apartado, desenvolvía mi tesoro y lo saboreaba a mis anchas. Pero rara vez conseguía terminarlo, pues, de improviso, el recuerdo de otra pieza aún más suculenta me helaba la sangre en las venas, y entonces abandonaba allí el salchichón, sobre el césped, y corría a escape en busca de aquel establecimiento que yo recordaba ahora y que, a menudo, se hallaba situado al otro extremo de la ciudad. Mis digestiones se hicieron difíciles y comencé a soñar por las noches. ¡A soñar como usted no tiene idea, doctor!

El doctor consultó su reloj y dijo:

—Muy comprensible.

Después se relamió disimuladamente.

—Podría enumerarle mis sueños, aunque es probable que no terminásemos nunca. Sin embargo, recuerdo uno muy especial que quizá nos aclare algo. Entraba yo, una tarde, al dentista y me sentaba en el sillón, pidiéndole con toda urgencia que me afilara los dientes. El dentista, que era un hombre fornido, rompía a reír a carcajadas, pero accedía a mis deseos, y, provisto de una enorme lima, iniciaba su trabajo. A medida que pasaba y repasaba la lima, y yo iba advirtiendo las puntas aceradas de mis dientes, una alegría incontenible fue invadiéndome, al entrever que, a partir de aquel momento, tendría el mundo en mis manos. Ya de regreso en casa, mi mujer me abría la puerta y yo le enseñaba los dientes. Ella daba un paso atrás y exclamaba con cara de susto: "¡Nunca lo hubiera pensado!" Pero yo me arrojaba sobre ella y la abrazaba y la besaba, arrinconándola contra el muro. "¡Que me lastimas!", gritaba, por fin, desasiéndose de mí, aunque sin dejar de observarme de lejos los dien-tes. Entonces sonaba el timbre, entraba la policía y me echa-ba mano.

Estaba ya próximo el mediodía, y al doctor comenzaba a abrírsele el apetito visiblemente. Parecía ya menos interesado en el relato y lo que balanceaba ahora era su estilográfica negra sobre una hoja de papel en blanco. Allí mismo, sobre su mesa, podía verse un diario de la mañana, en cuyos titulares rojos se daba aviso a los lectores de que el antropófago andaba suelto.

—Tenemos en nuestra casa una simpática sirvienta —decía ahora el delincuente—, una robusta jovencita de carnes duras y sonrosadas, que, al colocar mi plato sobre la mesa, siempre hace pasar frente a mí su rollizo brazo desnudo. Lleva a nuestro servicio dos años, y jamás, durante ese tiempo, su brazo despertó en mí pensamientos turbios o indebidos. Pero esta vez —fue, en realidad, la primera—, mientras colocaba mi plato de sopa, tuve un súbito sobresalto y el primer impulso serio de cometer un desaguisado... "Sí —pensé en tal momento—, ¿y si me decidiera? Creo que debo decidirme cuanto antes".

El doctor aguardó pacientemente que su cliente explicara en qué consistía aquel desaguisado, pero éste guardó tan largo silencio que el doctor se resolvió a preguntar por su cuenta si lo que, de hecho, había pretendido era darle un buen mordisco a la sirvienta. El aludido bajó la cabeza y asintió con cierta humillación. En seguida adoptó un aire más familiar y prosiguió su relato, que ya para aquellas horas empezaba a hacerse dramático.

—Cucharada tras cucharada, fui terminando la sopa, aunque sin conseguir olvidar del todo aquel brazo rollizo que no tardaría en aparecer de nuevo para retirar el plato. Así fue. El brazo cruzó ante mí, me rozó casi los labios, se llevó el plato consigo y yo debí perder el conocimiento. Cuando volví en mí, me hallaba tendido en la cama y escuché la voz de nuestro médico de cabecera, quien me recriminaba diciendo: "Trabaja usted con exceso y se alimenta peor que un ratoncito". Fueron pasando los días sin que yo experimentara interés alguno en salir de casa. Me entretenía ahora en observar a la sirvienta ir y venir de un lado a otro, exhibiendo sus brazos desnudos. Había algo reprobable en todo esto —nunca dejé de comprenderlo—, pero muy apetitoso, y que estimulaba mis jugos gástricos. Mis sueños se hicieron ya más frecuentes y, en ocasiones, vergonzosos, pues no se trataba ahora de un trozo de salchichón o de una pierna de cordero lo que me torturaba en ellos, sino de grandes racimos de mujeres desnudas que se removían en el fondo de unas monumentales ollas hirvientes, en las que yo iba derramando puñados de sal. Los miembros de las mujeres burbujeaban con el aceite, en tanto que ellas no cesaban de gemir e implorar ayuda, entremezclando sus desnudeces. Pero una y otra vez aparecía en escena mi esposa, quien, al reparar en las ollas, se tapaba la nariz con asco y las echaba a rodar por tierra haciendo que de entre sus escombros escaparan serpientes de todos tamaños que trepaban a los árboles. En tal instante maldecía a mi esposa, y despertaba. Aún despierto, seguía maldiciéndola en voz alta, hasta que ella se sentaba en la cama y me pedía, con lágrimas en los ojos, que dejara ya de hablar de frituras.

El doctor parecía abrumado y recomendó a su cliente que procurara pasar por alto ciertos pormenores innecesarios. Este le pidió excusas, aunque no consiguió reprimir un leve gesto de disgusto.

—Fue todo muy bochornoso —confesó—, pues mi primera experiencia importante la llevé a cabo justamente con la sirvienta. Ocurrió una tarde que mi mujer había salido a jugar al póker. Me hallaba yo en mi despacho e hice sonar el timbre. Oí que se abría una puerta, pero nadie acudió, de momento; así que volví a llamar. Por fin escuché unos pasos, que se me hicieron eternos. Como había entrado la primavera, llevaba ella un vestido azul, muy ligero, que le dejaba los hombros desnudos. Tan luego la vi asomar a la puerta, me dije: "Parece que no ando mal de apetito". Y le ordené que me trajese el oporto. ¿Se da usted cuenta, doctor? Deseaba prolongar aún más la espera, hacer de la espera algo realmente emocionante. Salió, para regresar a poco. Entonces se aproximó a mí, depositó la bandeja en la mesa, y la ataqué. ¡Torpe y atolondradamente, pero la ataqué!

Hubo un embarazoso silencio, que el doctor supo respetar sin un gesto.

—¡En el antebrazo? —preguntó al cabo, dando a su pregunta tal tono de gravedad que hacía ya inútil, de antemano, cualquier pronóstico posterior.

—¡En el antebrazo! —admitió el antropófago con ojos brillantes, sin captar, por lo visto, lo crítico de su situación—. Realmente era lo que prometía ser lo más suculento y lo que desde hacía varios días venía quitándome el sueño. Mordí una vez, dos, y después solté mi presa. Acaso estuviera demasiado nervioso o no supe obrar, con la suficiente energía. "¡Indecente!", la oí chillar, como entre sueños. Supe de sobra a lo que se refería, pero no me importó el ultraje. Volví a morder una vez más, y ella repitió el exabrupto. Recuerdo que empezaron a brotarle del hombro unas gotitas de sangre, algo realmente insignificante, pero que bastó para que estallara en sollozos. Jamás vi a nadie más compungida ni con una expresión de mayor susto. No supe qué hacer. Mi situación era en alto grado comprometida y deduje que mi mujer no tardaría en conocer la historia. Esto fue lo más deprimente de todo y lo que me hizo sentirme más desventurado.

Cogí la botella de oporto y me serví. Ella se fue dando traspiés y cerró tras sí la puerta.

Aquí el doctor interrumpió a su cliente para informarse si, por esas fechas, la señora esposa del paciente sospechaba de algún modo que él era ya un caníbal. 

—¡Oh, no, no! —protestó éste repetidas veces—. Ella continuó aferrada a sus viejas teorías sobre el adulterio. De ahí que, al enterarse de lo ocurrido, tomara las cosas en mal sentido y me amenazara con solicitar el divorcio. Nunca tomé en serio la amenaza, es claro, limitándome, por el contrario, a disuadirla de sus propósitos.

—Perdón —intervino el doctor, con el índice en alto—. La sirvienta, ¿fue despedida?

—¡Y de común acuerdo! —afirmó el otro—. Ahora mi mujer y yo estábamos en los mejores términos, salíamos juntos todas las tardes y, si disponía yo de tiempo, la acompañaba a hacer sus compras. También le hacía el amor con mayor frecuencia. Curiosamente, fue la época más feliz de nuestro matrimonio y, por así decirlo, la más delirante. A menudo, ensayaba yo pequeños mordiscos con ella, enteramente inofensivos, pero que la hacían reír e ilusionarse y revolverse inquieta entre mis brazos. Si he de serle franco, doctor, mi mujer no acertó ya a prescindir, en lo sucesivo, de esta clase de expansiones, sin importarle que, a la mañana siguiente, mostrara los brazos y el cuello cubiertos de cardenales. Era visto que estaba loca de amor, con sus nuevos vestidos de verano y aquellos negros cardenales, que me hacían pasar ante sus amigas por un hombre nuevo y apasionado. He de decir, a propósito, que desde entonces puso el mayor esmero en la selección de los menús caseros, pensando —estuve seguro— que el nuevo régimen de alimentación había obrado el milagro. Devorábamos juntos grandes raciones de carne y no parecía preocuparle ya gran cosa que la comiese yo de un modo u otro. Todo debía encontrarlo encantador e ingenioso, y creo firmemente que por ese tiempo me adoró. Pero dentro de mi conciencia había nacido ya la convicción funesta de que tal estado de cosas no podía tener buen fin. Esto es, que admití, ya sin reservas, que, simple y sencillamente, era yo un antropófago.

Hubo otro largo silencio, y tanto el doctor como el paciente, evitaron mirarse. Se oyó a lo lejos el silbato de una fábrica y las voces de unos niños que jugaban en un patio vecino. Con voz mucho más grave el doctor inquirió de su cliente cuáles eran, en verdad, sus intenciones con respecto a su esposa, y si ella, por unas razones u otras, llegó a sospechar que pretendía comérsela. El paciente sonrió con desgano, para explicar a continuación que, aunque sonara impropio el decirlo, su mujer constituía, en efecto, un manjar de primer orden, pese a lo cual sus intenciones no habían sido, en ningún caso, las que el médico suponía. Aunque de haberlo sido —puntualizó—, la poca perspicacia de que era dueña le habría impedido hacerse cargo de tamaña sutileza. Por sexta vez en la mañana, el doctor exclamó, balanceando la misma pierna:

—Prosiga.

Prosiguió.

—Fue el comienzo de la catástrofe, y ya no tuve el menor empacho en mostrarme desvergonzado. No me importó más el prójimo ni, por supuesto, mi esposa. Suspendí mis sesiones de amor y dejé de admirar sus vestidos. Ella reanudó sus partidas de póker y yo pasaba las tardes en casa, entregado a mis maquinaciones. Comencé a interesarme seriamente por la carne cruda y, tan luego me hallaba solo, me dirigía a la cocina, abría de par en par la nevera y me administraba lo que se dice un gran banquete. Pero aún habría de ser ésta otra etapa pasajera, pues pronto las reses me dejaron indiferente y tuve que recurrir a los parques.

—¿A los parques? —repitió el doctor inclinando la cabeza, como si se hubiera quedado sordo de improviso. 

—¡Justamente, doctor! Fue algo detestable. Sentado en una banca o fingiendo descansar sobre el césped, miraba pasar a los niños, a las niñeras, a los vendedores de helados. Algo encantador y atrevido, positivamente irresistible. Y así como en otro tiempo solía pasarme las horas muertas frente a las vitrinas de las carnicerías, ocupaba hoy mi puesto en el parque, cubierto de sudor el cuerpo, en mitad de aquella algarabía incesante que me provocaba un delicioso cosquilleo en el estómago. No sé si usted me entienda, doctor —explicó en un tono más íntimo—, pero, dadas las circunstancias, todo aquello que me rodeaba ahora venía a ser, para mí, como un despliegue de mesas óptimamente servidas de las que se desprendía un subyugante olor. Aspirando este apetitoso aroma, organizaba caprichosamente mis menús, y, mientras almorzaba después en mi casa, recorría hasta en su menor detalle esos menús, sin permitir que me hablara nadie. Tal vez, sin sospecharlo, me había convertido en un maniático. Y un día me decidí. O, para ser más justo, me dejé arrastrar por la fatalidad.

Hubo una nueva interrupción, pues el médico no pareció muy convencido de la fatalidad que había arrastrado a su cliente a la consumación del delito, ya que habían sido encontrados por la policía, cerca del lugar donde se cometió el rapto, un tenedor y un cuchillo e incluso una servilleta desplegada sobre el césped, más una botella de vino. El antropófago sonrió con amargura y se contempló las manos.

—¡Simples fantasías de mi parte, doctor! ¡Simples juegos de la fantasía, puesto que supe muy bien, desde un principio, que no llegaría a utilizarlos nunca!

Pensando, probablemente, en lo difícil que le resultaría a su cliente escapar de la horca, el doctor le ofreció con deferencia un cigarrillo.

—¿Fuma usted? —preguntó. Pero el caníbal no se dio por enterado.

—Fue en la tarde del 16 de octubre y hacía un sol maravilloso. Al extremo de una calzada del parque había una frondosa glorieta, bordeada de setos. En esa glorieta —que yo frecuentaba a menudo durante mis correrías— solía apostarse, los jueves, una vieja niñera que se entretenía en bordar sobre un bastidor, una vez que había colocado a la sombra un cochecito, en el que dormía un gracioso bebé. El bebé era extraordinariamente rollizo, y yo le recordaba siempre manoteando sin cesar el aire o lanzando pequeños gritos de alegría mientras revoloteaban sobre él los pájaros. No sé si esté bien el decirlo, pero era una suculenta pieza, tras la cual se me iban los ojos desde hacía unas semanas. El vaivén del cochecito y aquellos provocativos gritos, hinchando los carrillos, me perseguían por las noches. Era algo arrebatador, en lo que no dejé de pensar ni por un momento. Aquella tarde la niñera no bordaba, sino que acababa de dormirse, con las manos sobre sus faldas. El bebé parecía también dormido, y deduje que todo estaba a punto. A lo lejos, vi pasar a un policía y me agazapé entre los setos. Después, todo fue muy simple: extendí los brazos, cogí al bebé y eché a correr por entre los árboles. No hubo el menor contratiempo ni se produjo ruido alguno que lograse despertar a la niñera. Al final de la calzada aminoré el paso, procurando conducirme como si nada. Llevaba al bebé contra mi pecho, y la gente no dejó de mirarme; pero no había nada de excepcional en ello, supongo, y todo el mundo siguió su camino. Unos minutos más tarde, subí a mi coche y lo puse en marcha.

Al llegar a este punto de su relato, el antropófago se llevó el pañuelo a la frente para enjugarse el sudor, en tanto que el doctor había apoyado los codos sobre la mesa y le observaba con suma atención, como a través del ojo de una cerradura. 

—Había rentado previamente un modesto apartamento —continuó aquél— y conduje allí al bebé, depositándolo sobre una cama. Había empezado a llorar. Sin pérdida de tiempo, me dirigí a la cocina con el propósito de encender la estufa; pero había olvidado los fósforos en el parque y tuve que salir urgentemente a comprar otros. En la cocina guardaba yo, desde la víspera, todos los ingredientes imaginables, puesto que era todavía la hora en que no me había decidido por ningún estilo especial de condimento. Tenía manteca en abundancia, sal y pimienta en polvo, trufas y pepinillos en vinagre, cebollas, guisantes, zanahorias y una latita de espárragos. Mientras se calentaba el horno, me asomé un rato a la ventana. Propiamente hablando, no me encontraba nervioso, sino indeciso y hambriento. Comenzaba a oscurecer. Transcurridos los minutos de ritual, quise cerciorarme de que el horno estaba al corriente, como así fue. Entonces me encaminé a la alcoba, cogí al bebé entre mis brazos y lo desnudé. Era algo incomparable, puede creerme usted, doctor, y muy prometedor, desde luego, pues, como usted debe saber, para que un asado resulte jugoso es indispensable, ante todo, que la pieza sea lo más tierna posible, a lo sumo de seis meses o un año de edad. Había optado, a la postre, por un fino asado a la royal, y procedí a prepararlo. El bebé se resistía y no cesaba de llorar. En cambio, probó a sonreír con malicia cuando le coloqué en la boca un espárrago, que empezó a chupar ávidamente. Terminada mi labor, abrí el horno. El horno estaba a punto y recuerdo que me quemé un dedo. En seguida introduje allí al bebé y cerré con cautela la puerta. No le sentí llorar más. Muy pronto se esparció por la casa un olor grato y penetrante, que me obligó a recostarme en la cama. Dos o tres veces volví a la cocina y entreabrí el horno. Había empezado a dorarse y el aroma del laurel invadía ya las habitaciones. Cerré, pues, todas las ventanas, y media hora más tarde había concluido de poner la mesa. Me até la servilleta al cuello. En la mesa había una botella de borgoña y una buena ración de pan. Fue muy sensacional el momento en que deposité el asado sobre la mesa, pues, a través de los cristales de la ventana, penetraban los últimos rayos del sol, y todo se volvió, de pronto, más dorado y opíparo, más incitante. Me serví una copa de vino y la fui bebiendo a pequeños sorbos. A continuación tomé el cuchillo y procedí con el mayor cuidado a cortar la primera rebanada. Sin embargo...

Aquí el doctor, intempestivamente, interrumpió a su cliente con gesto ansioso para hacer algo que nunca jamás en su vida debería haber hecho; algo de todo punto imperdonable y de lo que inútilmente habría de arrepentirse más tarde: hizo sonar tres veces el timbre y ordenó con voz trémula a la enfermera que le trajera, a la mayor brevedad posible, un par de huevos fritos con tocino, un cochinillo al horno con ensalada, media botella de vino y un helado de vainilla. Tenía el rostro bañado en sudor y, por lo que dio a entender a las claras, acababa de perder el dominio sobre sí mismo. Eso decidió su suerte. Continuaba aún el detective su relato, y decía ahora, relamiéndose de gusto, bien seguro ya de su triunfo:

—Como le venía diciendo, doctor, comprendí que la ración seria excesiva, y fue por ello que me limité precavidamente a cortar tan sólo unas cuantas rebanadas, a fin de guardar el resto para el día siguiente. De suerte, pues, que me levanté de la mesa y fui en busca de una segunda salsera, donde fui vertiendo el jugo que me pareció razonable.

El doctor había vuelto a recuperar, en parte, la calma y balanceaba de nuevo la pierna, sosteniendo en alto su estilográfica o jugando artificiosamente con ella. Era obvio que se esforzaba ahora por borrar cualquier mala impresión que hubiera podido causarle al cliente con su intemperancia, y, aunque procuró endulzar la voz y la mirada, notábasele un tanto receloso, como sin saber muy bien a qué atenerse, pero sin sospechar, en ningún caso, lo que se le venía encima. Había echado el cuerpo atrás con desenfado y hasta probó a sonreír en algún momento; mas al reparar en que su interlocutor daba vueltas sin cesar a un botón de su chaleco, volvió a dar pruebas de una gran insensatez y le ordenó de muy mal modo que suspendiera aquel estúpido juego y prestase mayor atención a lo que decía. Obedeció el detective, sumiso, cuando al cabo de un cuarto de hora se abrió sin previo aviso la puerta y apareció en ella un policía portando una bandeja con los huevos fritos con tocino y media botella de vino. Tal vez el cochinillo no estuviera aún en su punto. El doctor se puso en pie, blanco como un cadáver, y esbozó una deplorable sonrisa de hiena; pero no intentó resistirse. Incluso, sin soltar la estilográfica, ofreció sus manos al policía para que lo esposara adecuadamente. Tenía cierta expresión canina en los ojos y mostraba, ya sin ningún disimulo, sus dientes minuciosamente afilados. El policía le cedió el paso y desaparecieron juntos.

Cumplida su brillante tarea, el detective procuró sonreír también, llevándose con cansancio el pañuelo a la frente. En seguida acercó la bandeja y olfateó los huevos fritos. El tocino parecía de primer orden. Así que, despojándose de su chaqueta, ocupó el sillón del médico, hizo a un lado el periódico y partió por la mitad un huevo, cuya yema se derramó ostentosamente, inundando el plato. Pese a todo, había una vaga melancolía en sus ojos y como un íntimo sentimiento de culpa en su conciencia. Su cargo no debió parecerle muy honroso en aquel momento. Sin embargo, mojó un trozo de pan en la yema y se repitió para sus adentros:

—¡Excelente! ¡Excelente! —y siguió comiendo.

En un triste amanecer de diciembre, cuando todavía brillaban en el cielo las últimas estrellas, el antropófago subió a la horca. Unos minutos más tarde apareció el sol en el horizonte y todo el mundo en la ciudad se encaminó a su trabajo.•