Memoria de un olvido
o la sexualidad en la vejez

*Frida Saal

Cuando una amiga me comunicó su idea de publicar un suplemento dedicado a la sexualidad en la vejez, cometí la imprudencia de recordar que hacía algunos años había leído una historia que me pareció maravillosa. Era una historia de Akutagawa, más no podía precisar el nombre: “La casa de las jóvenes durmientes” o “La casa de las muñecas dormidas”.

Sabía vagamente que era el relato de una especie de prostíbulo donde iban los ancianos y se encontraban con jóvenes dormidas, reviviendo en esa cercanía los recuerdos y emociones de experiencias pasadas. Pero he aquí que como consecuencia de ese recuerdo me preguntan si quiero escribir sobre el tema. Para redoblar la imprudencia, acepto hacer un comentario de ese libro.

Hasta aquí nos encontramos en el preludio de la puesta en escena de un incidente que sólo de manera tangencial podremos después relacionar con nuestro tema. Porque lanzada a la búsqueda del libro comencé por descubrir que nada bajo el título recordado aparece en las obras de Akutagawa. Mi memoria me jugaba una doble mala pasada;  se trataba de la memoria de un olvido o de una falla. Pero la memoria de un olvido no es simple y sencillamente un error, es la producción de algo distinto.

La eficaz intervención de una persona cercana me puso sobre la pista y también puso a mi alcance el libro. Se trata de La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata.1

El lector podrá preguntarse cuál es el sentido de incluir este incidente banal en lugar de ir directamente al tema. Decíamos que se relacionan de forma tangencial, porque ¿de qué materia se sustenta la sensualidad en la vejez (y tal vez no sólo en la vejez) sino de esa mezcla de falsos recuerdos, olvidos y fantasías con que se alimenta el erotismo?

Esta nota será, pues, mitad reseña del libro de Kawabata, mitad reflexiones que ese libro puede despertar... mitad, nuevas preguntas a formularnos.

Que no se impacienten los astutos en matemáticas, indignándose con la adición impar de mitades. ¿Qué haremos con tantas mitades que sumadas no hacen ni uno ni dos? El error es intencional y no se debe a ignorancia tan elemental. En el tema que nos ocupa, el campo de la sexualidad, el encuentro entre dos seres puede ser multitudinario, teniendo en cuenta los fantasmas que pueblen tal encuentro. Al mismo tiempo que nunca el encuentro de uno más uno alcanzará la unidad soñada que arrase con la diferencia. El encuentro sexual, siempre fallido, deja un resto que el amor trata de velar.

Eguchi, el personaje de La casa de las bellas durmientes, es un viejo japonés de 67 años, que acude a una extraña posada en las afueras de Tokio, frecuentada por ancianos de posición acomodada que van allí a pasar la noche acompañados de bellas jóvenes, desnudas bajo una manta eléctrica.

 
 
Todo el relato es admirable, no sólo en la idea de un prostíbulo para viejos, sino en la concepción sutil de las condiciones de ese encuentro. Las jóvenes narcotizadas nada saben de quién ha pasado con ellas la noche. En el transcurso de la narración acompañamos a Eguchi en cinco visitas a la posada con intervalos variables. Nada sabemos del personaje, sólo importa lo poco que se irá develando en la narración.

La idea más genial de este extraño relato es lo que con Eguchi comprobamos: las doncellas son vírgenes, ¡prostitutas vírgenes! Es la unión de los dos fantasmas que degradan la vida erótica de los hombres, en el decir de Freud.2

Las noches que Eguchi comparte con las doncellas están pobladas de recuerdos nada idealizados. Desde las noches ingratas pasadas con mujeres (las más difíciles de olvidar), hasta los recuerdos despertados por un olor, por una forma: la madre, el descubrimiento del sexo, el casamiento de las hijas, etcétera, etcétera.

Pero lo más intenso tiene que ver con la incógnita del personaje durmiente que los acompaña. El sueño de las doncellas salva a los clientes de la vergüenza de exponer la fealdad de la vejez. Los impulsos sentidos pueden pasar por el deseo de violarlas, despertarlas, hacerles daño, hundirse con ellas en el sopor, matarlas.

Cinco encuentros, cada uno distinto, cada uno poniéndonos al borde de la desolación de la lascivia y la muerte. La muerte, tan cercana al erotismo, que inunda de envidia al que se cree cerca de ella. Consuelo o desesperación, la sombra de la muerte y la imposibilidad de encuentro crean un clima poéticamente agobiador, sin ahorrarnos sorpresas que no mencionaremos.

No sólo el recuerdo y las preguntas por sus acompañantes agitan al viejo Eguchi. El fondo constante de “los otros hombres”, aquellos que ya ni siquiera pueden funcionar como tales, es el telón de fondo que completa este clima agobiante y poético que sólo la mejor ficción puede crear.

Si hasta aquí llegamos con la reseña, podemos dar paso a algunas reflexiones: la sexualidad de los viejos está cubierta por un velo de pudor que la consagra al silencio; pocas veces la literatura aborda el tema. Es que el tema es de lo más cerrado en la vida de cada quien: si para cada sujeto humano es difícil imaginar la sexualidad de los padres, qué decir de la de los abuelos, aquellos que en las preguntas infantiles encarnan el origen absoluto. ¿Mamá, qué había en el mundo antes que hubiera nacido el abuelo...?

Es cierto que el pudor que cubre la sexualidad de los ancianos la hace más inabordable, pero tal vez la hace también más íntima y menos bulliciosa en una época en la que la revolución sexual ha hecho tanto ruido, tanta exhibición y a veces tanto daño.

Acompañando a Eguchi nos encontramos con la materia de que está hecha esa sexualidad: de carne, de olores, de recuerdos, de fantasías, de furores. Pero señores, ¡qué coincidencia!, ¿no es acaso la misma materia con que se teje toda la sexualidad? El caso de las jóvenes durmientes es un ejemplo privilegiado, porque representa al objeto en su entrega absoluta y sin embargo inalcanzable, porque de ese objeto lo que está ausente es el deseo y a él apunta nuestro deseo.

Hablar de la sexualidad en la vejez no deja de tener ciertos problemas. ¿Qué categoría es ésta?, ¿la del carnet de identidad o la del Insen?3 La vejez es esa categoría evanescente que tiene por característica el hecho de que nunca nos incluye, es la categoría de la que somos excepción. Viejos son siempre los otros y el límite se va corriendo a medida que los años nos atrapan.

Comenzamos con un recuerdo equivocado, para seguir con una reseña de un libro consagrado a la sexualidad de los viejos, lo que nos llevó a encontrar que su materia no es diferente de la de toda sexualidad y para concluir que ni siquiera sabemos lo que es la vejez. Esto se parece al cuento del caldero tan mencionado por Freud.

Quizá la respuesta la tengamos en un recuerdo de Eguchi relatado en el libro reseñado, durante una visita al templo de las camelias en Kioto: “Dicen que las camelias traen mala suerte porque las flores se caen enteras del tallo, como cabezas cortadas; pero los capullos dobles de este gran árbol, que tenía cuatrocientos años y florecía en cinco colores diferentes, caían de pétalo en pétalo. Por ello se llamaba la camelia ‘de pétalos caídos’.”4

La sexualidad, como la camelia, tiene muchos colores y sólo se la puede desflorar pétalo por pétalo, lágrima por lágrima.

Notas

1 Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes, Barcelona, Caralt, 1989. El autor recibió el Premio Nobel de Literatura en 1968.

2 Sigmund Freud, “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa”, en Obras completas, t. XI, Buenos Aires, Amorrortu.

3 Instituto Nacional de la Senectud.

4 Kawabata, op. cit., p. 51.

* Frida Saal (Córdoba, Argentina, 1935-ciudad de México, 1998). Psicoanalista, docente de la UNAM por 25 años. Investigadora y fundadora del Centro de Investigación y Estudios Psicoanalíticos. Autora de numerosos artículos reunidos en el volumen Palabra de analista (México, Siglo XXI, 1998). Además publicó La bella (in)diferencia, coeditado con Marta Lamas (México, Siglo XXI, 1994). Éste fue el último artículo que escribió.