LA TEMPESTAD: de la (pos)modernidad y
de una cultura en madurez en América Latina

* Gonzalo Rojas Ortuste

A Mayita, de nuevo

Your tale, sir, would cure deafness

Acto primero, escena II

Proponemos hacer una lectura del texto shakespeareano en clave cultural. Siendo este un acercamiento digamos clásico a esta obra, pretendemos, sin embargo, una lectura singular al respecto. Ello entonces se apoyará no tanto en lo que Shakespeare quiso decir, cuanto en lo que podemos (queremos) leer hoy en dicho texto; tarea hermenéutica.

Empecemos estableciendo una similitud: la de crisis de época que vivió Shakespeare dentro de lo que hoy conocemos como Renacimiento, con la emergencia del humanismo, que no fue ciertamente un momento de celebración, cuanto una situación de enorme incertidumbre1 y a la vez de esperanza, con lo que ahora denominamos posmodernidad. La proliferación de utopías da cuenta de los anhelos. Y no es casualidad que la incorporación del continente americano haya avivado este sentimiento. Con razón también algunos2 han ubicado la Utopía (1516) de Moro en Cuba, La ciudad del sol (1602) de Campanella en las costas del Perú y que Bacon intitulara su propuesta Nueva Atlántida (incompleta hasta la muerte de su autor en 1621).

La interpretación más frecuente de las grandes tragedias de Shakespeare subraya la contribución del gran poeta a la percepción de su época como una de desquiciamiento, caos, miedo; así como en el análisis de Hamlet subraya Lorant:3

Este tema del desquiciamiento del universo en la tragedia de Shakespeare está en relación con las preocupaciones de la conciencia mítica. A los ojos del hombre primitivo el curso del sol, la ronda de las estaciones y el funcionamiento del cosmos astronómico no están reglamentados de una vez por todas, sino que permanecen sometidos a las influencias humanas y demoniacas.

Lo que hoy podríamos denominar posmodernidad, con el declive del antropocentrismo (“el hombre ha muerto”, en el díctum de Foucault), tiene mucho en común con aquello de lo difuso de los rumbos (el acabose de las “grandes narrativas”) y con menos esperanzas –aunque acaso más alcanzable– que en la época de nuestro gran bardo.

El vate, nos recuerda Sábato, es el adivino, el visionario, el que lee más allá de la apariencia. “Visión es imaginación o, aún peor, fantasía”, sentencia María Zambrano.4 Tenida por postrer obra de Shakespeare (1612), no será pues sorpresa que contenga elementos muy singulares de contemporaneidad, de su época, y como veremos, también de la nuestra.

En efecto, La tempestad, nos recuerda Federico Patán,5 es considerada la única obra del poeta que tiene argumento original, es decir, que Shakespeare no lo toma de otro autor, lo que nos permite abonar la idea de que quiso retratar a la época que le toco vivir, y su carácter de obra ultima fortalece la presunción de que estaríamos ante su legado deliberado de sabiduría.6

A uno y otro lado del Atlántico, ha inquietado y motivado esta obra especial, difícil de ubicar entre las canónicas distinciones de tragedia o comedia. Rastros de ella aparecen, por ejemplo, en las letras inglesas, destacando T. S. Eliot y su Waste Land, y en Renan, en las francesas, pero aquí focalizaremos en las de esta orilla. Antes resumamos el argumento, o pretexto.

Relato en síntesis

Próspero, defenestrado duque de Milán, vive en una isla del Caribe en el denominado Nuevo Mundo, acompañado de su unigénita Miranda, teniendo dos sirvientes, el rústico aborigen Calibán y el “aireado” Ariel, a quien Próspero libró de la esclavitud que le impusiera la desaparecida madre de Calibán. Por ello, Ariel es su fiel servidor y, usando sus facultades, hace naufragar un barco donde varios europeos navegaban –de ahí lo de “tempestad”–, entre ellos Fernando y el usurpador de su ducado, hermano de Próspero. Los propósitos de venganza justiciera de Próspero se cumplen, Ariel recupera su libertad, los europeos vuelven con el gobernante legítimo restituido y Fernando y Miranda son pareja.

La materialidad de una fábula

Esta obra de Shakespeare, dijimos, ha fascinado a lo largo de los tiempos y en ambos lados del Atlántico, y para los fines de este ensayo nos concentraremos en aquellas obras que destacan los emblemas culturales personificados en Calibán y Ariel.

Como es conocido, fue José Enrique Rodó quien, a comienzos del siglo XX, eligió a Ariel como la mejor representación del ideal de los pueblos al sur del río Bravo, mientras que reservó a Calibán para representar lo que son Estados Unidos de Norteamérica.7 Deliberadamente decimos “ideal” para el caso sureño, por así decir, porque lo que después se conoció como “movimiento arielista”,8 impulsado por Rodó, era una prescripción, un llamado al deber ser.

Los latinoamericanos, para decirlo de una vez, debíamos desarrollar valores de “alta” cultura, amantes de la libertad, antes que de la comodidad propia del materialista Calibán, que corresponde a los valores intramundanos (es el ser) de los americanos anglosajones y protestantes –para ayudarnos con la lectura de Weber.

El cubano Roberto Fernández Retamar, siete décadas después, invierte la jerarquía de los iconos. En verdad, los latinoamericanos somos Calibán, en tanto dominados por fuerza (en retrospectiva histórica), proveedores de materias primas, mientras otros se enseñorean en nuestra tierra, pero a quienes les aprendimos la lengua “para maldecirlos”, como blasfema Calibán en algún parlamento de la obra. Ariel, en cambio, es el dócil sirviente del patrón, el que no crea conflictos.

Queda claro que en la opción de Rodó tenemos futuro, pero no se nos dice de dónde partir para alcanzar lo prescrito. Con Fernández Retamar tenemos el diagnóstico, el ahora, pero sólo queda la rebelión sin futuro (desde que el héroe elegido queda sin ser explicitado en el final feliz de la trama de referencia, pero con una última participación muy significativa –como veremos). Apoyémonos en el texto de Shakespeare para la interpretación que propugnamos aquí.

La cultura madura por dialógica

Los protagonistas representan:

Calibán, lo primitivo e imprescindible. Subalterno rebelde.

Ariel, lo etéreo. Subalterno funcional pero que anhela ser libre.

Próspero, la cultura (letrada) humana. Difícil construcción (Freud).

Calibán, claro anagrama por caníbal, es capaz de presentar la conciencia y el rechazo de su condición de dominado:

Tengo derecho a comer mi comida. Esta isla me pertenece por Sycorax mi madre, y tú me la has robado –le espeta a Próspero–. Cuando viniste por vez primera, me halagaste, me corrompiste. Me dabas agua con bayas en ella; me enseñaste el nombre de la gran luz y el de la pequeña, que iluminan el día y la noche. Y entonces te amé y te hice conocer las propiedades todas de la isla, los frescos manantiales, las cisternas salinas, los parajes desolados y los terrenos fértiles. ¡Maldito sea por haber obrado así! ¡Que todos los hechizos de Sycorax, sapos, escarabajos y murciélagos caigan sobre vos! Porque soy yo el único súbdito que tenéis, que fui rey propio! Y me habéis desterrado aquí en esta roca desierta, mientras me despojáis del resto de la isla! (acto primero, escena II).

Sigue el famoso diálogo donde Próspero le enrrostra su intención de violar a la bella Miranda, y la no menos célebre réplica aludiendo al mestizaje (“poblara la isla de Calibanes”), para luego ambos referirse a la lengua en común que les permite comunicarse, así sea vía insulto. Mientras Próspero se atribuye el papel de profesor “al dotar tu pensamiento de palabras que lo dieran a conocer”, Calibán reconoce agriamente: “Me habéis enseñado a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir. ¡Que caiga sobre vos la roja peste, por haberme inculcado vuestro lenguaje!” (acto primero, escena II).

Se advertirá que reaparecen aquí los elementos que Lorant nos anticipó: la referencia a los astros y a lo demoniaco, por el vínculo con la madre de Calibán, la bruja Sycorax, que es el anverso del mago Próspero. De tal modo que se completan los pares enunciados: sol-luna, día-noche, mago-bruja, masculino-femenino, propios del pensamiento primitivo, a condición de entender por esta expresión la perspectiva holística, de complementariedad de las partes en el todo.9

Ahora bien, es claro que el valor de los componentes de estas parejas no es el mismo: el poder de Próspero es superior al de Sycorax, así como hay una “gran” y “pequeña” luz, etcétera. Lo notable es que no por ello son prescindibles, ni los predominantes son de exclusivo valor positivo. Veamos.

 
 
Entre los náufragos se encuentra el viejo noble napolitano Gonzalo, a quien Próspero y Miranda deben el haber sobrevivido al proveerles de vituallas y libros cuando Próspero fue destronado. Deambulando dialoga con otros europeos y repite trozos que Montaigne escribió en sus famosos Ensayos (1580) cuando se refiere a los caníbales:

En mi república dispondría todas las cosas al revés de como se estila. Porque no admitiría comercio alguno, ni de nombre de magistratura; no se conocerían las letras; nada de ricos, pobres y uso de servidumbre; nada de contratos, sucesiones, límites, áreas de tierra, cultivos, viñedos; no habría metal, trigo, vino ni aceite; no más preocupaciones; todos, absolutamente todos los hombres estarían ociosos; y las mujeres también, que serían castas y puras; nada de soberanía...

Todas las producciones de la naturaleza serían en común, sin sudor y sin esfuerzo. La traición, la felonía, la espada, la pica, el puñal, el mosquetero o cualquier clase de súplicas, todo quedaría suprimido, porque la naturaleza produciría por sí misma, con la mayor abundancia, lo necesario para mantener a mi inocente pueblo (acto segundo, escena I).

Aunque los interlocutores de Gonzalo toman a chacota este largo parlamento, no hay duda de que el personaje que lo enuncia es el honest old Councillor, que anuncia el dramatis personae.

Tampoco hay duda de que aquí se refuerza la imagología del “buen salvaje” que se iniciara con el almirante Colón y alcanzará con Rousseau su apogeo. Pero también es comprensible esa reacción ante las abiertas crueldades contra los indios denunciadas tempranamente por Fray Bartolomé de Las Casas, que incluso era capaz de entender, siquiera en parte, la práctica del canibalismo de los caribes, los habitantes “llama de fuego”, los ocursus ignis, los que todo lo arrasan.10

La presencia de lo que hoy denominamos etnocentrismo junto con el

humanismo es perfectamente compatible, en la época, como atestigua el

propio Las Casas en sus intentos de comprender el canibalismo ritual, tan diferente a las imágenes difundidas, como aquella célebre de Américo Vespucio visitando América.11 Y nos será más evidente la persistencia etnocentrista cuando desarrollemos enseguida esto en el contexto del discurso posmoderno actual.

La ambigüedad y complejidad son, entonces, inherentes a la vida humana misma, y no pertenecen únicamente al ámbito de la política como, por ejemplo, ya durante el mismo Renacimiento postulaba Maquiavelo en El Príncipe (1513), y que en la interpretación de I. Berlin12 es en realidad el dilema insoluble, el plantear una interrogación permanente en la senda de la posteridad. Esto brota de su reconocimiento de facto que los fines igualmente últimos, igualmente sagrados, pueden contradecirse uno al otro, que sistemas enteros de valores pueden sufrir colisiones sin la posibilidad de un arbitrio racional, y no meramente circunstancias excepcionales, como resultado de una anormalidad [sino] como parte de la situación humana normal.13

Tan similar a lo que Miranda dice cuando su padre le está contando la traición de su hermano: “Fuera pecado dudar de la honradez de mi abuela. Virtuosas matrices han producido perversos vástagos” (“Good wombs have torne bad sons”, acto primero, escena I). Las razones para tales efectos pueden ser políticas (ambición del trono), pero alcanzan e invaden lo más íntimo, lo familiar; lo bueno puede producir –y de hecho lo hace– malos resultados.

Aquí es imprescindible destacar el logro de Shakespeare con el contorno logrado de sus personajes, como seres íntegros, no como caricaturas. Uno de los más famosos filósofos del siglo pasado lo destacaba:

“Incluso en los casos en que todo el pathos de sus héroes trágicos se halle gobernado por cualquier pasión puramente formal, como en Macbeth el afán de poder o en Otelo los celos, semejante abstracción no absorbe, sin embargo, toda la extensión de la individualidad, sino que los individuos siguen sien-do, aun dentro de esta determinación, seres humanos íntegros”.14

Y no se piense que para el filósofo de la contradicción –y sobre todo de la superación dialéctica– esta valoración sólo se aplica para la tragedia, pues el efecto de la comedia es más verdadero que la tragedia, pues “en la comedia contemplamos a través de la risa de los individuos, que todo lo disuelven en sí, el triunfo de su subjetividad, a pesar de todo segura de sí misma”,15 anticipándose a la valoración teórica que Bajtin16 hiciera de la risa al estudiar las fiestas de carnaval y el grotesco en Pantagruel (1532-1545), a tono con el irreverente Elogio de la locura (1512) del gran Erasmo.

Ariel, que es la figura que por generaciones atrajo positivamente a los intelectuales latinoamericanos, bien puede ser la representación de un intelectual servil –pero nunca un mercenario–, como postula Fernández Retamar siguiendo a Ponce y Cesaire,17 pero tampoco es un fantoche;18 debe ser amenazado por Próspero para que cumpla los designios de éste, y siempre está deseoso de recuperar su libertad, que finalmente la alcanza, al cumplir exitosamente los planes de Próspero, quien le queda vivamente agradecido.

Finalmente, Próspero, quien es con seguridad el centro de la trama, representa la cultura de la ciudad letrada, en la acepción que Ángel Rama (1985, p. 9) da a esta expresión.19 Es una figura pa-terna, amable con los suyos (Miranda, Gonzalo), reconocida pero exigente con sus servidores fieles (Ariel), y muy severa con los díscolos (Calibán). Ya vimos su referencia a las letras (la biblioteca que le acompaña en el exilio provista por Gonzalo, la profesoral referencia a la instrucción en el lenguaje colonial con el que se comunica con Calibán, la asociación de este último a la posesión de libros con su poder incontrastable, etcétera); pero es también la figura de la reconciliación, ya sea como Berthold (1974, p. 63)20 quiere, siendo el propio Shakespeare quien se despide de su público, o simplemente el personaje primero que accionó (al idearla) la recuperación vindicta de su ducado, pero perdona y, principalmente, pide perdón:

No me dejéis ya que he recuperado mi ducado y perdonado al traidor, en esta desierta isla, por vuestro sortilegio, sino libradme de mis prisiones con el auxilio de vuestras manos. Que vuestro aliento gentil hinche mis velas, o sucumbirá mi propósito, que era agradaros. Ahora carezco de espíritus que me ayuden, de arte para encantar, y mi fin será la desesperación, a no ser que la plegaria me favorezca, la plegaria que conmueve, que seduce a la misma piedad, que absuelve toda falta. Así, vuestros pecados obtendrán el perdón, y con vuestra indulgencia vendrá mi absolución (epílogo).

Puede ya resultar forzado insistir que nosotros somos los destinatarios de dichas palabras (por la alusión a las canibalescas manos que lo auxilien) y no únicamente los europeos para quienes representaban las obras teatrales, o participaban en ella (¿vale la diferencia?). En todo caso, esta es la opción que hoy redondea mejor, desde esta perspectiva y sin violentar demasiado lo dicho hasta aquí, para hacer audible –esto es, verdaderamente comunicativo– el diálogo en el lenguaje aprendido desde la oralidad y los códices, pues la forma de esta recitación misma es la de una oración secular, donde el ritmo es rito, como precisa Zambrano.

Todavía es posible avanzar en la simetría de la reconciliación, cuando recogemos la última intervención de Calibán: “...desde hoy en adelante seré más razonable y buscaré vuestra complacencia... Qué séxtuple asno era, al tomar por un dios a este borracho e inclinarme ante este idiota lúgubre” (acto quinto, escena I).

   
La referencia al borracho tomado por dios es a Esteban, despensero del navío y amigo del ¿bufón? (“clown”) Trínculo, figura presente siempre alrededor de los monarcas en el teatro isabelino. Con ellos Calibán intenta una conspiración para derrotar a Próspero, y en típico recurso demagógico, cantan:

¡Burlémosles y vigilémosles,

y vigilémosles y burlémosles!

El pensamiento es libre.

Resulta muy claro que hay divisiones entre los europeos, y que en sus disputas se alinea Calibán por el bando me-nos simpático y, principalmente, el menos eficaz. Pero lo ilustrativo es que también pide perdón; esto es, asume su responsabilidad21 (aunque demasiado complacientemente, a nuestro gusto), rechazando esa confusión de un simple mortal por un dios, que es muy significativo.

Sobre el discurso posmoderno

Bajo el rótulo de la posmodernidad se entiende hoy la celebración o constatación del simple fluir (ausencia de sentido), de la ambigüedad (difusas fronteras disciplinarias, conceptuales), lo ambivalente, la incertidumbre (no hay “verdad”), la apertura (reconocimiento de la diversidad), etcétera. No sin razón se consigna el papel que ciencias como la antropología, la etnología y la lingüística han jugado (y juegan) para que Occidente se haya abierto al Otro; sin mencionar el avance de las ciencias físicas, que con el principio de incertidumbre de Heinsenberg y la teoría de la relatividad de Einstein, han revolucionado la percepción del mundo, como en su momento lo hiciera Copérnico.

Aunque, por supuesto, ya hubo reacciones, muchas desde los Otros precisamente, no está sobrando un notable artículo de Slater22 que pasa recuento a los elementos etnocéntricos de este discurso que se concibe a sí mismo como “poscolonial en su mentalidad”. Desde ya, no se trata de des-calificar los múltiples y valiosos puntos que destaca lo posmoderno, sino enfatizar este preciso punto, pues evidencia la persistencia de esto que parece ser fundante de las culturas mismas, el etnocentrismo.

Figuras notables del posmodernismo, como Rorty, Baudrillard y Vattimo son examinadas, y más incidentalmente Lyotard, Heller y Feher. Remitimos a tan pertinente texto, pues no es este el lugar para repasar el trabajo de Slater. Lo que resulta necesario es rescatar el resituamiento de esta problemática para América Latina que, compartiendo muchos de los ineludibles rasgos de la época presente, tienen una situación y consecuente percepción diferente, y no subsumible en la del Occidente del norte.

Identidad, conocimiento y poder en América Latina: de la utopía cultural

Una de las notables contribuciones del pensamiento posmoderno está referida a la perspectiva de Foucault23 para comprender el fenómeno del poder como un efecto de red, resultante de una relación no-esencialista de dominados y dominantes. Al ser una relación fundamentalmente inestable y de permanente (re)creación, es manifiesto que los dominados ejercen, también, cierto poder, y no únicamente son objetos pasivos (sufrientes) de la relación. Desde que las propias prácticas, entonces, constituyen a unos y otros (dominantes y dominados) y tales prácticas incluyen –y a mayor complejización social mucho más centralmente– discursos de legitimación, “lo que importa es qué es lo que cree que es [y que] no se conoce impunemente contra la realidad ni el conocimiento es independiente de lo que uno es”.24

En buen romance, en la medida que creemos lo que se nos dice que somos, somos responsables –en parte– de eso que nos califica y sitúa. Por ello, la temática del reconocimiento resulta crucial en la relación amo-esclavo, en la perspectiva ex parte principis, pero vale también ex parte populi; es decir, desde los dominados.

Por esto también es fundante la ruptura que supone la “saturnalia del poder”,25 momentos raros y luminosos, cuando el dominado se rebela, cara a cara, con su dominador y “le dice” que sabe su condición y la rechaza, como Calibán en la primera cita que consignamos aquí.

Así pues, lo que somos es también lo que queremos conscientemente ser: “Any utopia is, after all, a project for the reconstitution of the historical meaning of society”.26 Esto es lo irrenunciable en el momento actual por muy posmoderno que éste sea, desde una perspectiva latinoamericana. Ahí estamos con Morse,27 lo sostenemos reiteradamente.28

Comprendemos que lo sea en menor intensidad para el intelectual del norte occidental –con evidentes excepciones, e.g. Said29 y Zimmermann–,30 y marcamos la diferencia (¿no es ésta celebrada en la posmodernidad?), prevenidos también de que la postulación de puros fines, como en las ideologías mesiánicas, al ser maximalistas son inviables y perversas en sus efectos concretos.

Buen momento, entonces, para continuar ejerciendo nuestra “mayoría de edad”, como decía Alfonso Reyes, sin renunciar a los proyectos (un Ariel telurizado), sin olvidar la necesidad de sol-ventar nuestras apremiantes angustias materiales recuperando el antiguo seño-río sobre estas latitudes (Calibán lúcido), que al cabo es posible el diálogo y el perdón (Próspero agonista y autoconsciente). Las culturas, o civilización, tenía razón Freud,31 son pues resultado de un esfuerzo difícil, tortuoso a veces, pero necesario en este proceso de humanización permanente e inacabado.

Dicen las estudiosas como María Zambrano32 que el resultado buscado de la tragedia es el oficio de la piedad, definida ésta como “el trato adecuado con lo Otro” (y este otro es ella, es el vecino, el trabajador, el negro o indio, el extranjero). Por su parte, Hanna Arendt33 explicita las dimensiones redentoras, en un mundo secular, de la facultad de perdonar –que nos evita la irreparabilidad total de lo actuado y el apego a las promesas hechas, que nos guía en los avatares del decurso futuro–. Para ello no es necesario amar al Otro, basta sólo con respetarlo, con considerarlo persona (¿un otro que actúa?).

Podríamos alargar este ensayo, intentando elucidar que lo adecuado tiene que ver con el ejercicio de la mesura, con el rechazo al exceso o al déficit, al menos sin compensación (como la dominación desnuda de Próspero a Calibán, como la subordinación duradera de éste), como las dimensiones de la solidaridad, etcétera; pero ya es quizá prolongar demasiado su conclusión. ¿No es la historia humana, acaso, una tragedia (y comedia)? Y como en La tempestad, que en voz del noble Gonzalo nos encuentra: “...en una isla miserable y todos nosotros [nos recuperamos] a nosotros mismos, cuando ningún hombre se pertenecía” (acto quinto, escena I).

* Gonzalo Rojas Ortuste (La Paz, Bolivia, 1962) es politólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, posgraduado en estudios latinoamericanos por el Center for Latín American Studies de la Universidad de Pittsburgh, Becario Fullbrigth-Laspau. Entre sus libros destaca Democracia en Bolivia hoy y mañana: enrraizando la democracia con las experiencias de los pueblos indígenas (La Paz, Centro de Investigación y Promoción del Campesinado, 1994).
Notas

1 Gandillac, M., La filosofía del Renacimiento, vol. 5, en Belaval, Y. (coord.), Historia de la filosofía, Madrid, Siglo XXI, 1980.

2 Garaudy, Roger, “Ideología y utopía: el hombre del siglo XXI”, 1971.

3 Lorant, A., “Hamlet y el pensamiento mítico”, en Diógenes, núm. 118, México, UNAM, 1983, p. 70.

4 Zambrano, María, Los bienaventurados, Madrid, Siruela, 1991, p. 12.

5 Patán, Federico, “Prólogo”, en Shakespeare, Noche de epifanía o lo que queréis, Mexico, UNAM, 1983, p. 11.

6 Berthold (1974, p. 63) [Berthold, M., Historia social del teatro, Madrid, Guadarrama, 1974] interpreta las palabras finales de Próspero como del propio poeta, que ya ha perdido el arte del encantamiento que ya ha dicho lo que quería decir, mientras que Astrana Marín concluye su última nota crítica del acto cuarto de La tempestad (1983, p. 65) [Shakespeare, W. (1612), La tempestad, traducción y notas de Luis Astrana Marín, Madrid, Espasa-Calpe, 1983] consignando: “La muerte arrebató a Shakespeare para que en su obra no se descubriese ninguna arruga”.

7Rodó, José Enrique, Ariel, México, SEP, 1982.

8 Frankovich, G., Todo ángel es terrible, México, UNAM, 1959, p. 14 y ss.

9 Para el caso de las culturas andinas véase Albo, X. (comp.), Raíces de América. El mundo aymara, Madrid, Alianza/Unesco, 1988, pp. 365-443.

10 Helminen, J. P., “¿Eran caníbales los caribes? Fray Bartolomé de Las Casas y el canibalismo”, en Historia de América, núm.105, México, IPGH, enero-julio, 1988.

11 Monrose, L., “The work of gender in the Discourse of Discovery”, en Greenblatt, S. (ed.), New World Encounters, Berkeley & Los Angeles, University of California Press, 1993.

12 Berlin, I., 1983, p. 138.

13 Es sabido que no era desconocida la fama de Maquiavelo para Shakespeare, quien pone su nombre en el monólogo de Ricardo en Enrique IV, tercera parte, acto tercero, escena II. Véase Cassirer, Ernst, El mito del Estado, México, FCE, 1947. También, entre otras expresiones de la no armonía medios-fines en los dramas históricos, en Enrique IV, segunda parte, Northumberland exclama: “Hay medicina en el veneno” (“in poison there is physic”), acto primero, escena I.

14 Bloch, Ernest, Sujeto-objeto. El pensamiento de Hegel, México, FCE, 1983, p. 228.

15 Ibid., p. 274.

16 Bajtin, Mijail, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Madrid, Alianza, 1988.

17 Fernández Retamar, Roberto, Calibán, México, SEP, 1982, p. 100.

18 Platt (1996, pp. 21-22) [Platt, T., “El Huracán o los avatares de Calibán”, El tonto del pueblo, núm. 1, marzo, La Paz, Plural, 1996] sugiere que por la asonancia de su sílaba inicial podría aludir a los indios Arahuaco, mansos y domesticados.

19 “La ciudad letrada no sólo defiende la norma metropolitana de la lengua que utiliza sino también la norma cultural de la metrópoli que producen las literaturas admiradas en las zonas marginales. Ambas normas radican en la escritura, que no sólo fija la variedad high en los sistemas diglósicos, sino que engloba todo el orbe aceptable de la ex-presión lingüística, en visible contradicción con el habitual funcionamiento de la lengua en comunidades mayoritariamente ágrafas”. Rama, A., La crítica de la cultura en América Latina, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985.

20 Berthold, M., Historia social del teatro, Madrid, Guadarrama, 1974, p. 63.

21Aquí estoy en deuda con la posición de Habermas [Habermas, J., Identidades nacionales y postnacionales, México, REI, 1993] cuando argumenta el “patriotismo de la Constitución” como estructuración de una identidad postradicional para los alemanes (federales) de ahora, como criba democrática sobre las especificidades histórico culturales. La actual unificación de Alemania no cambia el argumento, por el contrario lo refuerza. Y sigue al maestro Kant, el de La paz perpetua (1786) y la respuesta que da a su interrogación sobre ¿Qué es la Ilustración? (1784) [Kant, I., Filosofía de la historia, México, FCE, 1979], lo que cobra mayor vigencia por la necesidad de dotar de sentido, al enrrumbar la “insociable sociabilidad” en dirección cosmopolita, claro que con mayor recato por lo establecido por él.

22 Slater, D., “Exploring Other Zones of the Postmodern: Problems of Ethnocentrism and Difference across the North-South Divide”, Rattansi & Westwood (eds.), Racism, Modernity and Identity, Cambridge, Polity Press, 1994, pp. 87-125.

23 Foucault, M., Un diálogo sobre el poder, Madrid, Alianza, 1984; Foucault, M., El discurso del poder, México, Folios, 1983.

24 Zavaleta, René, Lo nacional popular en Bolivia, México, Siglo XXI, 1986, pp. 200 y 241.

25 Scott, J.C., Domination and the Arts of Resistance, Hidden Transcripts, New Haven & London, Yale University Press, 1990.

26 Quijano, A., The Postmodernism Debate in Latin America, a special issue of Boundary, 2, núm. 3, Duke University Press, 1993, pp. 153-154.

27 Morse, R., El espejo de Próspero, México, Siglo XXI, 1982.

28 Rojas O., G., “Política y proyecto. Notas para pensar la política en América Latina en clave posmoderna”, Autodeterminación, núm. 11, La Paz, diciembre, 1993.

Rojas O., G., “Cultura: reencuentro y proyección democrática”, en Apre(he)ndiendo la participación popular, La Paz, PNUD y SNPP, 1996.

29 Said, E., Culture and Imperialism, New York, Alfred A. Knopf, 1993.

30 Zimmerman, M., “Orientaciones de la cultura popular latinoamericana. Calibán en la Edad de Laclau, Mouffe y Gorbachev”, Nuevo texto crítico, vol. V, núms. 9 y 10, Stanford University, 1992.

31Freud, S., El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, 1980.

32 Zambrano, M., El hombre y lo divino, México, FCE, 1973, p. 216.

33 Arendt, H., La condición humana, Buenos Aires, Paidós, 1993, pp. 256-266.