Los veinte años del tianguis del Chopo

*Rodolfo Bucio

Hacia fines de 1980, gracias a una iniciativa que la leyenda suele adjudicarle a Jorge Pantoja, el Museo Universitario del Chopo convocó a jóvenes y no tanto a un tianguis donde se exhibieran, intercambiaran y —en el último de los casos— compraran y vendieran discos de rock, jazz y géneros musicales populares contemporáneos. Esto comenzó a llevarse a cabo los sábados en las instalaciones de ese museo, entonces dirigido por Ángeles Mastretta.

El tianguis creció de manera desproporcionada, ante el asombro de propios y extraños. Así que para evitarse aglomeraciones y cosas adyacentes, el tianguis tomó la calle, instalándose en la benemérita Enrique González Martínez, antes Chopo, como suelen decir los lugareños de Santa María la Ribera.

El imperio del acetato extendió rápido sus redes. Y el mercado se centró de forma mayoritaria en el rock y su parafernalia —ropa, colguijes, zapatos, tatuajes, inciensos, etcétera—. De manera marginal, aunque destacada, había libros, revistas, instrumentos, casets y todo lo que el público quería y demandaba.

Lo más importante de aquel tianguis inicial era su carácter anárquico, sin leyes, sin líderes. Pero pronto esa situación terminó. Porque los transas de todo signo sacaron las uñas. Primero los que ansiaban vivir sin trabajar y después los que querían ejercer el poder desde la mediocridad. Esto dio como resultado el encarecimiento de ciertos discos que se volvieron de culto (por ejemplo, McDonald and Giles, de los mismos, Coven de Witchcraft, Ceremony de Pierre Henry y Spooky Tooth, por mencionar algunos, además de casi todas las grabaciones piratas) y la imposición de reglas al arbitrio de los gandallas: revistas porno, no.

De suerte que dos ideas de lo que era y para qué servía el tianguis comenzaron a luchar de manera difusa: los desorganizados —la mayoría— que veían al Chopo como un punto de encuentro de la banda, donde podías reunirte con los cuates y tomarte una chela o meterte algo más sustancioso, el sitio donde descubrías autores, grupos, personas. En resumen: donde ibas a hacer lo que te hincharan los tanates. Y por otro lado, los organizados que pronto comenzaron a sostenerse nada más de vender los sábados y entonces hicieron todo para cuidar el negocio: nada de drogas y alcohol, intentos de correr a los punks por feos y porque espantaban con sus atuendos y agresividad a las niñas y niños ricos que llegaban a comprar y no deseaban contaminarse con tanto naco, limitar el tamaño y el número de los puestos.

Es obvio quién se impuso.

En el orwelliano 1984 los transas, ante el auge del tianguis, comenzaron a prever el futuro: le propusieron a la Delegación Cuauhtémoc llegar a un arreglo: a cambio de reconocerles el liderazgo, volverse un simple mercado sobre ruedas, con credenciales, toldos de colores chillantes, puestos tubulares, cuotas y todo lo demás. Tal como lo predije entonces y lo escribí, además de reclamárselos a aquellos animales: la priización del Chopo.

Así que siguiendo un plan bien armado, un sábado los gorilas de las camionetas blancas de la Cuauhtémoc, fieles a las órdenes de uno de los gandallas, arremetieron contra quienes ya se habían tendido o deambulaban con sus acetatos y libros. Madrizas, decomisos de discos, altercados de por medio, obligaron a los tianguistas a irse. Primero buscaron refugio en la Alameda de Santa María, luego en la explanada de la Facultad de Arquitectura de la unam, más tarde atrás del cine La Raza.

Allí, en medio de fábricas, a espaldas de Elevadores Otis, el tianguis sobrevivió varios años. Para estas fechas se realizó el primer padrón y se pusieron cuotas, que iban a parar ¿a dónde creen? Pero la corriente de los desorganizados comenzó a hacer otro tipo de actividades, como exposiciones de pintura. La primera fue de un excelente pintor: Eduardo Ruiz, integrante de La Hormiga Arriera. Pero el gusto terminó otra vez a mediano plazo.

 
 

De nuevo hubo un intento de arreglo por abajo del agua. Porque ahora el negocio estaba en grande, como nadie se imaginó nunca. Corrían miles y miles de pesos cada sábado. Y había que hacer algo. Volvieron los intentos de correr a los punks, de eliminar a los deambulantes —porque impedían a los posibles compradores ver los puestos fijos—, de poner cotos más absurdos.

Así que unos tres o cuatro años después hubo una madriza fenomenal —incluso se habló de un muerto— perpetrada con un pretexto absurdo por la banda de El Nopal, calle cercana al tianguis, en Atlampa. Con apoyo de la policía —que les cuidaba las espaldas y la huida— cientos de gañanes arremetieron con palos, tubos, varillas y pistolas contra la masa indefensa.

De ahí el tianguis se fue a un estacionamiento en Insurgentes casi esquina con San Cosme, donde se consolidó el Tianguis Cultural del Chopo. Como allí se pagaba renta, las ganancias sufrían un pellizco. Así que finalmente los choperos organizados encontraron un lugar adecuado: la actual Aldama, entre Sol y Luna, en la colonia Guerrero; y lo mejor: gratis.

En esos veinte años El Chopo se ha prestado para todo. Lo mismo para que los listos sacaran suficiente dinero y fueran a comprar discos a Estados Unidos e incrementar el negocio, para hacer discos piratas de los piratas, vender cartones de mota en un inofensivo puesto de sopes atendido por una señora gorda, sacar ediciones piratas de libros exitosos (Nadie sale vivo de aquí, la biografía de Morrison, por ejemplo) y un larguísimo etcétera. En otras palabras, acordes con los tiempos panistas actuales: el tianguis ha logrado desarrollar microempresarios ojetes —algunos ya medianos— que han acaparado mercados con voracidad, en busca de vocho, tele y changarro de lujo.

Un ejemplo típico de esos gandallas son los bañeros de Tepito. De ser vendedores en pequeño de buenos discos afuera de unos baños públicos en la calle de Granaditas pasaron a encarecer y acaparar casi toda la buena mercancía musical que llegaba y llega a Tepito. Hoy en ese terreno el panorama en ese barrio es desolador: ellos ponen precios y determinan qué se vende. ¿Dónde habré oído una historia neoliberal semejante?

Los últimos intentos de los puesteros son una joya: quieren prohibir los productos piratas (cds quemados) y limitar a diez piezas los discos que un deambulante puede traer. ¡Qué burradas! Ya se les olvidó que casi todos han hecho su lana de la piratería y que muchos más llegaron como ambulantes y luego obtuvieron un puesto con métodos que no están claros. Ahora —desde hace varios años— cuentan con una "fuerza organizada" (algunos de ellos mismos) que cada sábado intenta imponer las reglas del juego a su gusto.

¿Y las cuotas? Bien, gracias. Cuando el tianguis estaba afuera del Museo del Chopo uno de los gandallas pedía tres pesos semanales a cada puesto para supuestamente entregarlos a un barrendero que levantaba la basura al final de la jornada. En ese tiempo más o menos había cien puestos. Eso quería decir trescientos pesos de 1982. ¿Trescientos pesos cada sábado para un barrendero? Supongo que ese emprendedor pepenador es ahora socio de Hank González.

Otra joya con las cuotas, que muestra la rapiña de estos cuates. En alguna ocasión que los choperos realizaron su asamblea semanal en la colonia Valle Gómez, se suscitó una madriza con los lugareños, quienes consideraron —con razón— una agresión ver a unos ochenta monos malencarados y malvestidos, greñudos, caminar por sus calles en la noche. Así que la madrina no se hizo esperar. En la trifulca le rompieron una pierna al buen Memo, un chavo con un puesto de artesanías.

Este camarada duró casi tres meses enyesado, sin poder trabajar. La asamblea de los puesteros decidió pasarle una feria a Memo durante el tiempo que durara su convalecencia. Lo cual sonaba justo. Además era uno de ellos, aunque decente (como los hay —aunque suene raro— , no muchos, pero existen). Pues bien, pasaron los meses y ese muchacho no vio nunca un peso de la ayuda prometida. ¿No es un buen cuento ahora que si se aprueba el alza del iva a alimentos, medicinas y libros van a devolver cheques "copeteados" a los más pobres?
 

 
 
   

 Total: luego de veinte años, que se cumplieron a fines de 2000, el Tianguis Cultural del Chopo ha sobrevivido pese a los transas que lo dominan. Aún es posible ir a platicar con personas cultas, armar reventones para después, cambiar, comprar o vender buen material musical, tomarse una chela helada en los alrededores y luego regresar a cotorrear, no hablar con los gandallas, ver discos que para uno sólo eran una leyenda al oír Vibraciones bien pacheco. Todo eso a pesar de los comerciantes de cualquier laya que han sentado sus reales en ese espacio que debería ser colectivo y unos cuantos han secuestrado en aras del billete.

No hay otro lugar como El Chopo en el mundo. Ahora los puesteros hasta exportan la idea y su funcionamiento. Por ejemplo a Los Ángeles. Ojalá las mañas no se les peguen a quienes quieren un espacio semejante. Cada sábado en la colonia Guerrero una leyenda nace por la mañana y muere al atardecer. Pero no es el búho de Minerva el que levanta el vuelo en el ocaso, sino un buitre cebado que aprieta un buen fajo de varos.

Que con su pan se lo coman los ojetes.

*Rodolfo Bucio (ciudad de México, 1955) estudió filosofía en la UNAM. Fue becario en narrativa del INBA-Fonapas (1982-1983) y del Centro Mexicano de Escritores (1985-1986). Publicó Las últimas aventuras de Platón, Diógenes y Freud (1982), Escalera al cielo (1982) y Geoda (2000).