Novela de aire y novela de agua
*Fernando Martínez Ramírez
Aire
...su relato tenía demasiada ilación para ser verídico.

O sería que él se había propuesto ser poeta lírico, profesión melancólica, elegante y, a pesar de ello, estoica, hecha de la constancia de renunciar a los datos exactos del mundo, por buscar los datos exactos del trasmundo.

Me anticipo al más justo reproche, para decir que he querido así mi historia, vestida de arlequín, hecha toda de pedacitos de prosa de color y clase diferentes.

Gilberto Owen: Novela como nube


El mito de Ixión tiene que ver con el engaño amoroso, con la traición a las leyes de la amistad y con la decadencia de la institución matrimonial. Ixión, antiguo rey tesalio, engaña y mata a su inminente consuegro, al principio por liviandad y más tarde por no casarse con su prometida. Con ello se gana el odio de los dioses y cae víctima de la ira de Zeus, quien no obstante siente piedad por él y termina acogiéndolo en el Olimpo. Pero Ixión es voluble y, dada su falta de escrúpulos, se propone inmediatamente seducir a Hera, la celosa representante del himeneo. Escarnecida, la esposa de Zeus recurre a Metis, la prudencia, sutil diosa de doble rostro, uno que mira al pasado y otro al porvenir, para que finja un doble de Hera. Crea así a la inconsistente nube Nephele. Cuando Ixión copula con este fantasma, los engendros que le nacen son los centauros, monstruos que simbolizan la brutalidad genésica, sexual. No obstante, el escarmiento va más allá: Zeus lo condena a girar sobre los cielos, sujeto a una rueda de fuego, castigo que se agrava cuando, sin preverlo y movido nuevamente por la piedad, el hijo del tiempo le da a probar la ambrosía que confiere inmortalidad. De manera que Ixión sufre como destino girar eternamente, hecho un torbellino ígneo, algo que desde luego siempre había sido debido a su lascivia. Su fogosidad incontrolable fue de esta manera condenada a lo suyo: el fuego eterno. Nube, fuego y sensualismo se conjugan en este superhombre de condición nietzscheana.

Tal es la alegoría en que se funda Novela como nube de Gilberto Owen, dividida en dos partes: "Ixión en la tierra" e "Ixión en el Olimpo". El destino de este semidiós mitológico es el mismo para Ernesto, "protagonista" de ésta que quiere ser historia pero, lo mismo que una nube, se desdibuja siempre. Después de todo, "de las cosas sabemos alguno o algunos de sus aspectos —nos dice el `narrador'—, los más falsos casi siempre. Las mujeres, sobre todo, nunca se nos entregan, nunca nos dan más que una nube con su figura..." 

Ernesto va por la tierra —y por un mundo delirante donde cada mujer es todas a la vez— asumiendo que la vida gira en torno al amor. A todas las persigue, a todas las desea, pero a ninguna tiene en realidad. Quizá por esto mismo se ha comparado el mito griego con la leyenda del Don Juan, quien más que seductor resulta un conquistador, porque su fuerza, antes que maquinación mefistofélica, es deseo intenso, irresistible casi siempre para la mujer. Don Juan, como Ernesto y como Ixión, nunca llega a poseer a ninguna en verdad, a diferencia de Fausto, demonio de la duda para quien el amor es inexistente y cuya fuerza radica en concentrarse y poseer a una sola, hasta destruirla por completo.

Según Juan Coronado, la novela lírica de los Contemporáneos se teje en el suave terreno de lo hermafrodita, terreno donde las palabras —piensa Bachelard— tienen el doble aspecto de los psiquismos imaginarios: uno masculino, el de animus o espíritu, y otro femenino, el de anima o alma, que es el ámbito de la ensoñación poética. "La artificialidad es el valor mejor y constante en estas novelas de agua. Novela como nube: agua de algodón. Margarita de niebla: agua de tul. Dama de corazones: agua de sangre. Return ticket: agua de viaje".1 Clasificación forzada que ignora los otros elementos en los que Bachelard afianza la ensoñación poética, la imaginación material.

Existe una noción fundamental que atraviesa cada una de las poéticas que Gaston Bachelard escribió acerca de los elementos —tierra, aire, agua, fuego—, lo mismo que sobre el espacio, el tiempo y la ensoñación. Esta categoría clave es la imaginación creadora o imaginación material. Unas veces desde la fenomenología como escuela de inocencia, otras desde el psicoanálisis arquetipal o psicología de las profundidades, la imaginación creadora resulta siempre expresión de ese dinamismo psíquico que ahonda en el ser y forja oníricamente nuestro heroísmo, el ser que recónditamente soñamos alcanzar. Es como si en nuestro yo más íntimo supiéramos que existe un individuo en profundidad y que un elemento material —digamos una obra literaria— inconscientemente preferido pudiera propiciar su expansión. Hablamos, por tanto, de un onirismo activo donde las imágenes vuelven a ser novedosas porque representan un  descanso contra la función de lo real, tan útil para determinados aspectos de la vida aunque no para animar el poder egokinético, expansivo del yo, que yace en las palabras; se trata de una toma de conciencia a partir de la cual el ser se ensancha, crece. La imaginación encuentra en el agua, la tierra, el viento o el fuego el elemento que le da sustancia y temperamento al verbo y, de paso, hace posible una poética específica.

Esta actividad soñadora, con su lirismo activo, constituye una estética de los elementos, cada uno de los cuales resulta poseedor de una moral singular: la tierra y el fuego, por ejemplo, son más constantes que el agua, aunque simbolizan con menos frecuencia la purificación, mientras que la ligereza y verticalidad son muy distintivas del aire. Constancia, purificación, verticalidad son conceptos claramente morales. Hablamos, desde luego, no de una moralidad positiva sino como infraestructura antropológica, huella del ser arquetípico que se dilata en nosotros y determina los ensueños de la voluntad. Cada materia contamina con sus propiedades al sujeto imaginante y, cuando es ricamente vivida, le confiere a la palabra un impulso renovador. Se trata de pensar la materia, soñarla, vivirla, materializar lo imaginario para recibir de ella el beneficio ontológico que lo real tarde o temprano deja de proporcionar.

Otra categoría clave en el ámbito de la conciencia creante es la ensoñación poética, que no representa, según Bachelard, ni una tregua física ni un escape fuera de lo real —como suele pensarse—, tampoco es materia nocturna olvidada sino una toma de conciencia escritural que trae como consecuencia el incremento del ser. Aumentar, crear, valorizar, amar el lenguaje son actividades propias de este devenir ontológico buscado desde la palabra. Se trata de una ensoñación escrita que está a la medida de nuestros talentos de lectores. "Hay que observar, además, que una ensoñación, a diferencia del sueño, no se cuenta. Para comunicarla, hay que escribirla, escribirla con emoción, con gusto, reviviéndola tanto más cuanto se le vuelve a escribir. Tocamos acá el dominio del amor escrito".3 Es una entrada en confianza con el ser que buscamos: la imaginación se libera de las pesadas estabilidades mediante un factor de imprudencia, imprescindible siempre que se escribe. De este modo rozamos, así sea de manera evanescente, la sustancia de la felicidad y la desdicha, pues —aunque Bachelard no lo diga— una toma de conciencia tal representa también un poco de inocencia perdida: es la angustia mantenida en los dominios de la libertad, es la conquista de nuestro yo profundo a costa del verbo, placer estético y —porque también algo resulta devastado— sedición ética concomitando en el acto creativo. La ensoñación se erige, por tanto, como un estado del alma, de onirismo femenino y solitario por definición: el espíritu, masculino e industrioso, es rescatado de la mecánica de las contenciones que llamamos realidad: la palabra se libera de sus habituales servidumbres, ya no tiene causas, sólo pretextos. La ética es rescatada por la estética.

Novela como nube posee este onirismo activo, pero no es acuática sino aérea, de movimiento. La forma, si la hay, constantemente se disuelve. A veces nos atrae como las ovejas saltarinas de los cirros y otras nos amenaza con el estremecimiento de los cúmulos, siempre resueltos a abatirse sobre nuestras cabezas. Las nubes presiden ensueños alucinantes pero también fáciles y efímeros, estamos con ellas y al siguiente instante nos han abandonado; en lo psicológico, según Bachelard, representan el imaginario sin responsabilidad. Así también es la novela de Owen, cuya anécdota, si la hay, se nos escapa de forma tenaz en un juego de cuadros cuyo principal poder es la continuidad de la deformación. Sueños de terror o de suavidad que se suben al cerebro —confiesa Baudelaire— ya sea como bebida espirituosa o con la elocuencia del opio.

"La gravedad es una ley psíquica directamente humana. Está en nosotros, es un destino que hay que vencer y el temperamento aéreo tiene, en su ensoñación, la presencia de su victoria".5 Owen la vence mediante esa forma delgada que escoge y también vía el contenido amoroso, proclamado tácitamente como destino humano. Su temperamento es aéreo pero también sicalíptico, si hemos de creer en Balzac, si hemos de creer que el hombre tiene incoado en su órgano sexual el sentimiento de verticalidad que lo empuja a "elevar la frente" y a "parecer" grande, siempre, como empujó a Ixión al Olimpo, a la conquista de sus más grandes presas amorosas, que de manera infalible representan, al mismo tiempo que la ilusión, los más temibles escarmientos. Fuerza ascensional y erótica cuyo destino es la destrucción y su motor es la esperanza. ¿Quién que no tenga esperanzas puede aspirar a todas las mujeres, y a todas las miserias que el deseo nos tiene reservadas como frustraciones?

¿Por qué no es acuática Novela como nube? "La alegría terrestre —dice Bachelard— es riqueza y gravedad —la alegría acuática es blandura y reposo —la alegría ígnea es amor y deseo —la alegría aérea es libertad".6 Ixión es ígneo y aéreo, su fuerza radica en su deseo y su ímpetu en ese afán libertario: librarse de las cadenas que matan al amor, ser un Don Juan para tener a todas las mujeres. Pero como todo deseo, el suyo también decrece, baja la frente, aunque sólo para volver a despertar, y disminuirse nuevamente, así aeterno modo, de la satisfacción al hastío, pero siempre libre. Eso es Ernesto, y eso es Novela como nube, la "renuncia a los datos exactos del mundo para buscar los datos exactos del trasmundo", una "historia vestida de arlequín, hecha toda de pedacitos de prosa de color y clase diferentes".
 

Agua

De las poesías sólo me quedan,
enredadas en la memoria,
las metáforas.

El silencio es como un espejo cóncavo
que deforma nuestros pensamientos.

Los débiles se quedan siempre.
Es preciso saber huir. 

Morir es estar incomunicado felizmente
de las personas y las cosas, y mirarlas 
como la lente de la cámara debe mirar,
con exactitud y frialdad. Morir no es otra cosa 
que convertirse en un ojo perfecto que mira
sin emocionarse.

Xavier Villaurrutia: Dama de corazones


En la mitología universal la barca es símbolo del viaje cumplido por vivos y muertos, el medio para pasar al otro mundo venciendo toda clase de peligros a fin de encontrase con la vida verdadera. Para Gaston Bachelard también evoca el seno, la matriz primordial, la cuna redescubierta. Quizá la primera barca haya sido un ataúd, y la muerte el primer viaje antropogónico. Para los soñadores profundos, es decir, los soñadores de agua, la barca de Caronte que atraviesa el río de los infiernos, así como todas las leyendas de barcos fantasma, evocan este tránsito a una mejor vida.

También existe, en la sabiduría universal, una sapiencia de los espejos. Símbolos de la sucesión y la vacuidad de las formas, de la confusión entre lo interior y lo exterior o lo de arriba y lo de abajo, emblema de armonía y unión conyugal, el espejo, como las superficies de las aguas, también es usado para las adivinaciones speculantes, porque el agua fue la primera forma de naturalizar nuestra imagen y adularla sin necesidad de una mano acariciadora. Representa el narcismo natural, húmedo, velado y brumoso que necesitamos. El agua nos mira de manera dulce y pensativa.

Barca y espejo, símbolos indirectos del psiquismo hidrante de Javier Villaurrutia, están presentes en su Dama de corazones, que es acuática, pero no por sus vínculos con la sangre, como supuso velozmente Juan Coronado, sino porque la novela presenta indicios de una doble transposición hidromante. La primera de ellas es el agua-espejo, objeto ubicuo y persistente a lo largo de la narración; la segunda, una barca nocturna que aparece de la nada con rumbo a Nueva Orléans; en ella, dos viajantes que nos asaltan fantasmáticos, uno como sombra femenina —de la que sólo percibimos su voz cascada y un zapato pequeñito— y el otro, el propio narrador tratando de entender la lengua casi extraña en que le habla esa mujer de apariencia joven.

El agua es un elemento femenino de transición, es profundidad y fuente donde nace nuestra sustancia; atrae los recuerdos. También es seminal o disolvente, mediadora, el elemento de las transacciones y las mezclas que resiste y cede a la vez, aunque siempre termine venciendo. Por todas partes nace y acoge las imágenes de pureza.

Esta simbología hídrica es omnipresente en Dama de corazones. Comienza desde el mismo título, que nos remite a una carta de la baraja: mujer de dos rostros, figura bifronte que, como el dios Jano de la mitología romana, tiene el don de la doble ciencia, del pasado y el futuro, de la vida y la muerte. Diosadios de los umbrales, vigilante a quien nada se le escapa, también constituye un signo de lo fronterizo, las dos caras que toda situación humana presenta, y a la cual no se escapa ni la pasión amorosa. 

¿A cuál de las dos mujeres desea el protagonista? Cada una tiene algo amable. Una es soprano, la otra contralto. Susana es intensa pero distraída; Aurora, atenta, dan ganas de contarle un secreto terrible. Cuando Julio las ve por primera vez, después de muchos años, resultan tan parecidas que piensa si no habrá en el estudio un espejo que las duplique. Ambas se sobreponen en su memoria "como dos películas destinadas a formar una sola fotografía. Diversas, parecen estar unidas por un mismo cuerpo, como la dama de corazones de la baraja".

 
 
 
 
 
 
 
 
   
Novela de las duplicidades, de las transiciones envolventes, de la androginia elemental. En ella, como en la obra de Owen, la imaginación se postula distinta a la percepción. Una atrae lo ausente y nos hace soñar, otra fija lo presente y nos hace actuar. Onirismo y realidad.

Hay palabras que alivian la memoria y hay también una memoria de las palabras, "esa gran holgazana que se niega a soñar", lamenta Bachelard. Memoria onerosa porque mata el poder soñador del verbo y del adjetivo. "Cada noche sería para nosotros un ensueño nuevo, una cosmogonía renovada", si no viviéramos bajo este influjo memorioso y atávico. Owen y Villaurutia, al desarticular el discurso narrativo, al dislocar la anécdota, al enredarse en las metáforas, restituyen a la palabra su imaginario despierto...•

*Fernando Martínez Ramírez es profesor-investigador de la UAM Xochimilco, en el Departamento de Política y Cultura. Filósofo y escritor, ha publicado dos libros, uno de cuentos, La babel de los payasos (Miguel Ángel Porrúa, 2000), y el ensayo monográfico sobre Kierkegaard El más desgraciado (UAM Xochimilco, 2000). 
Notas

 1 Juan Coronado (comp. y pról.), La novela lírica de Los Contemporáneos, México, UNAM, 1988, p. 18. 

2 Aunque en el caso de su análisis del tiempo sólo buscaba defender la intuición del instante como la auténtica dimensión de la conciencia en contra de la concepción bergsoniana de la duración. Véanse La intuición del instante, México, fce, 2000 (Breviarios, 435), Gaston Bachelard, La tierra y los ensueños de la voluntad, México, fce, 1996 (Breviarios, 525), El agua y los sueños, México, fce, 1993 (Breviarios, 279), El aire y los sueños, México, fce, 1993 (Breviarios, 139), La poética del espacio, México, fce, 1983 (Breviarios, 183), La poética de la ensoñación, México, fce, 1997 (Breviarios, 330).

 3 Bachelard, La poética de la ensoñación,op. cit., p. 19.

 4 Véase el capítulo "Las nubes", en El aire y los sueños, op. cit.

 5Ibid., p. 75.

 6 Ibid., p. 170.

 7 Véase Jean Chevalier y Alain Cheerbrant, Diccionario de los símbolos, Barcelona, Herder, 1995.

 8 Bachelard, El agua y los sueños, op. cit., pp. 7-111.

 9 Bachelard, El aire y los sueños, op. cit., p. 221.