Pelourinho
*Tierno Monénembo 
Versión de Paula López Caballero
Ahora que has muerto, Escritore, lo único que me queda es calcular el costo de mi torpeza. Nunca tendré la fuerza suficiente para reponerme del golpe. Mira nada más el andrajo en que se ha convertido esta persona, un harapo hecho y derecho, ahora sí, que va mordiéndose las uñas de una ladeira a otra sin saber qué inventar para expiar su falta. ¡Vaya rabia!, ¡puta la vida! Ahora resulta que, además de todo, también tengo este problema, el remordimiento por la muerte de un amigo. Confiesa que eso no hubiera sucedido si desde el principio hubieras tenido la precaución de evitar mi compañía. No había más que leer en mi cara que no soy de quienes traen suerte. Entiendo las razones que te trajeron de tan lejos pero, ¿qué quieres, hombre? Nunca he sido tan amigable como para atraer a la familia. Soy un pésimo amigo, sólo ocasiono problemas. En cuanto percibo una luz esperanzadora, ¡paf!, se convierte en una trampa. ¿Quieres una prueba? Tú que querías servirme de ancestro y guía no me has dado más que dolor, efecto de la mala estrella siempre presente; pero además esa terrible obsesión con el ancestro Ndindi terminó, reconócelo, por afectarte el cerebro. En fin, ya se verá qué me reserva el mañana. Por lo pronto, tengo que detenerme un momento para sacudir sótanos y desvanes, poner un poco de orden en el desastre de vida que tengo. Aunque prefiero vivir como hasta ahora, antes que recibir la hoja dentada de un chuchillo en medio del pulmón.

*

Nada nuevo bajo el sol: no se ve a más gringos que cuando todavía estabas aquí. Puede verse la misma bandada de lechuzas desplomándose sobre la catedral al caer la noche. Y, por supuesto, llueve, sopla el viento igual que antes sobre las pendientes recortadas en terrazas que bajan de Federação. Sin embargo, si te detienes un poco a observar, hay una o dos cosas que han cambiado. Si volviera a ver tu cara de desvelado —meu pai, si pudiéramos brindar nuevamente bajo el fuego de una pinga— te diría que el mal de Mãe Grande ha empeorado. Samuel dejó su cabaña del Barbalho, ahora asedia las cimas de los árboles y los techos de las iglesias. En medio de la noche grita que nadie encontrará la salvación antes de que el reloj de la Piedade haya ardido en llamas. Han derribado los flamboyanes centenarios que dominaban la Praça da Sé. Te gustaba ir ahí a soñar despierto, con tu libreta roja en la mano. Imagínate lo que pusieron en su lugar: ¡una estación de camiones que linda con la catedral!

En compensación, ¡qué vueltas da la vida, mi difunto Escritore!, Manchinha ya no me trata con frialdad y hoy a nadie se le ocurre rechazarme cuando cruzo el umbral del barzinho de Preto Velho. Además, rara vez transcurre más de una hora sin que vuelva a abandonarme a la nostalgia, a la sombra de tu recuerdo. Me siento en la misma silla negra de madera de jacaranda, pintada así por descuido, a menos que sea cierto lo que cuenta Samuel que ese color es el de los pecados que despojó de su alma, por medio del arrepentimiento.

De la plaza llega un enorme coro de rumores. Algunos afirman que es culpa tuya que todo esté de cabeza, otros pretenden que no. Pero muchos coinciden en decir que si tuviéramos que imaginarte de cualquier otra manera que sobre tus dos pies, serías el oxé de Changó, ese loco dios que te derriba con su aliento, convencido de que es por tu propio bien. Seguro que a ellos también los dejaste atónitos con tus historias de negreros y tu bendita impaciencia. La verdad, nunca me confesaron qué pensaban de ti ni si, como a mí, los habías transformado; o si se habían quedado igual que antes de que llegaras por acá, a hablarnos del misterio de la figa y de la extraña tribu de los hombres que el árbol mató.

Tu muerte dejó a Preto Velho muy melancólico, dice que todas las lágrimas de una viuda no le bastarían para llorar tu ausencia. Sigue siendo encabronadamente el mismo: versátil y orgulloso de su torso desnudo. A cualquiera que se aparece por su barzinho le repite su estúpida máxima: "La ropa —y que alguien se atreva a contradecirme— es la primera de las mentiras. ¿Para qué sirve un cuchillo que nunca se desenvaina?" Cada vez me cuesta más soportar su pelambre blanco y su jeta de saimiri cuando me jala del cuello para reclamarme la deuda que se supone tengo con él y que nada más él recuerda. No sirve de nada que el maestro Careca o Rosinha le aclaren las ideas: "¿Qué deuda, Preto Velho?, ¿esta botella de cravo? A ver Preto Velho, pero si tú se la regalaste el día que enterraron a ese pobre africano, a aquel exquisito Escritore, ¡deberías acordarte, Preto Velho!". Y entonces se acuerda y llora; llora y busca entre las botellas el frasco de Natu Nobilis que destapa mientras expulsa un furioso escupitajo: "Sí, sí, ¡el Escritore! ¡Ah! Tráiganme sus copas, yo invito los tragos. Estoy dispuesto a perdonar todo ante el recuerdo de un hombre como aquél". Pero tendría que ocurrir un milagro para que, una semana después, no vuelva a emprenderla contra mí por una copa de pinga o un plato de carurú de xinxim que supuestamente le robé una década antes.

Está bien, pues, que me patee el culo, que me despedace, que me humille si eso le alegra la existencia. Yo me he hecho un nuevo propósito: nunca confrontarlo, debido a su edad y a su imprevisible ferocidad. Es más, si todavía estuvieras por aquí, verías el disfraz de prudencia tras el que me oculto. Hoy llevo una vida de subordinado, de un pequeñísimo y mudo subalterno; tan insignificante, tan mudo que parece más idiota que el mueble en el que se sienta. En realidad, este pedazo de madera vieja sí puede jactarse de tener una historia. Tú le dabas cierto aire de trono cuando te sentabas en él, en cambio yo... Me tomé la libertad de moverlo uno o dos metros del escalón que lleva al meadero y ponerlo cerca del nicho del muro donde están colocadas las máscaras. Me gusta ver de frente la cocina para burlarme de Rosinha y para, por el cristal superior de la puerta, recibir en primer plano la animación de la Rua Gregório de Matos. A ti no te molestaba el infecto olor del meadero, mientras tuvieras ante ti los garabatos de Careca, en quien creías encontrar a un genio tímido o injustamente desconocido. Por cierto, si siguieras vivo te habrías decepcionado. Careca ya no pinta nada. Dice que más vale poner sus pinceles al sol que regalar sus obras maestras por unos cuantos cruzeiros. Preto Velho contesta que no le importa, que ya está cansado de ver en sus paredes los desastres de ese pobre pintorzuelo. En el Carmo, se dice que en realidad lo que sucede es que Careca nada más se hace el loco, que dice eso porque quiere preparar a la gente para que reciba, sorprendida, la gran obra maestra de su carrera: un cuadro gigantesco con Janaina posando como sirena (según algunos, como madonna). La clase de chisme, ya te imaginas, que nadie osaría a anunciarme cara a cara. Si lo que dicen es cierto, no sé qué le haría. Tú me conoces, sabes que puedo ser una fiera, capaz de hacer mucho daño si me crispan los nervios.

Aunque tal vez sería mejor que fuera verdad lo que cuentan los vagabundos sobre Janaina: recostada sobre una tela o un círculo de tierra, inspiración del artista, con un liguero de puta o con un largo sayal de monja. Así sería más fácil hacernos confidencias, en vista de que Mãe Grande se queja de que somos un par de viejas cotorras de feria a las que se les ha pedido narrar el Diluvio —obviamente antes de que empiece a ponerme mala cara—. ¡Bah! Prefiero encomendarme al tiempo en lo que respecta a Janaina. Te vas a reír, Escritore: aun cuando me emborracho y estoy muerto de hambre, mi primera preocupación es Juanidir. ¿Será posible recordar a Juanidir desde el otro mundo? Si ya desde aquí no es fácil. Por eso, decidí rendirme ante la evidencia: de cerca o de lejos, ese hombre es de otro mundo... Te lo juro, Juanidir, no sales de una para entrar en otra. ¿Por qué tenías que legarle tu casa a los bomberos? No te preocupes, Escritore, no le estoy hablando a él. Me hablo a mí mismo por miedo a tragarme una mosca y para escapar de todos esos idiotas que me miran de reojo mientras suben la Rua Gregório de Matos... Ah, sí, entonces, ¿por qué no a mí? ¡Despreciar el carnaval y andar jugando a los eremitas como si tú también, Juanidir, vinieras de Benarés! La vida no es un baile de disfraces: la regla es jugar a lo que eres realmente. Por más que sólo lleves un paño de manta y empuñes tu bordón de noche y de día, seguirás siendo Juanidir. Tenías un carrito en la ladeira da praça donde vendías papiocas y jugo de mangaba. Omolu, que te odiaba, te pasó una buena tifoidea. ¡Regresa, Juanidir! Nadie te va a reclamar que hayas confundido una crisis de misticismo con una crisis de fiebre. Todos te conocemos aquí. Tenías la audacia de un verdadero hijo del barrio y ese magnífico sobrado en la colina de Federação. Juanidir Peri do Nascimento: tu corazón era tan bueno como el sabor de tus papiocas. Ahora, has cambiado mucho, ya ni siquiera abres la boca. Todos ustedes, Filhos de Gandhi, son como una flor en el hocico de un perro. Por más que sueñen con el Ganges, nunca irán más allá del nido de cangrejos del Río Vermelho. Te quiero, te quiero mucho, pero tú, ¿todavía nos quieres?: ¿a mí, al Carmo, al sabor del Pelourinho, a nuestra rica pinga regeneradora y ancestral?...

¿Has notado, Escritore, que siempre está solo, aun entre sus fieles? El día de su fiesta, se queda como a una legua de distancia de los otros para derramar en la plaza las ofrendas de leche, de pan de maíz y de tapioca. ¡Ay meu pai! Su silueta sobre las cabeças negras, delante de la iglesia de Nossa Senhora do Rosário dos Pretos... O tal vez a sus fieles les gusta dejarlo solo —como en este momento, que está pataleando delante de la casa dos Filhos de Gandhi—, pues el diablo —es una posibilidad— les ha robado la llave. Qué triste es todo esto, Escritore, sobre todo porque sigo de luto por ti, ¡sin contar que cargo también la culpa de tu asesinato! Y esa bestia de Juanidir, ¿de verdad es tan ajeno a lo que te pasó? Ya te lo he dicho, Escritore, ese hombre no tiene nada que ver con los alborotos de aquí abajo. Una lamia tal vez, aterradora, moldeada en la desgracia. No tengo ninguna razón para agobiarlo, sólo digo que andaba arrastrando su fantasma por aquí la primera vez que te vi: "no sale más que los días de infortunio". Ahora entiendo el porqué de ese rumor...

*

Todo sigue aquí en mi cabeza, tan plausible como la copa en la que bebo. Venía de regreso de Barra luchando a tal grado contra un insoportable presentimiento que tuve que dejar pasar uno o dos camiones para ir a interrogar al mar. Apreté amorosamente mi amuleto de hilo blanco, decidido, de una vez por todas, a aclarar las cosas con Yemayá. "Sobre todo, haga que sea una buena noticia. No le reclamo nada, pero me veo obligado a decírselo: ¡piense en mí también! Mire nada más cómo están vacíos los hoteles. ¡Otra mañana para nada! Nada más mire la semana pasada: no tuve más que tres gringos tacaños que pesqué en el largo de Mariquita. Y me costó mucho trabajo llevarlos al mercado Modelo. Deme, ahorita, en cuanto me voltee, un buen grupo de escandinavos. Si no, voy a terminar creyendo que usted es una diosa buena para nada. Estoy seguro de que algo hará para que no lleguemos a ese punto".

Media hora más tarde, estaba quebrándome la cabeza en esa Rua Alfredo de Brito, diciéndome: si acaso se le ocurriera ignorar mi advertencia estoy acabado. Tú me conoces, Escritore, no soy un mojigato, pero tengo que confesar que ese día más bien sentía vergüenza de mí mismo. No, no era yo el que me arrastraba sobre la pendiente de la Rua Alfredo de Brito, sino otra persona. O tal vez lo que pasaba es que ya no tenía la misma estatura ni los mismos pómulos en la cara. Sentía que me estaba convirtiendo en el juguete de una cábala socarrona cuyos detalles, desconocidos hasta entonces, se me revelaban poco a poco. Por más que frecuentara las iglesias o embaucara a Yemayá, en cuanto veía a uno, ya estaban ahí todos: diez cazadores tras un conejo, ¿dónde está la justicia divina? Sin embargo, comparado con ahora, ése me parece el tiempo de las vacas gordas. Aún venían algunos alemanes, aunque es cierto que sobre todo para esconderse en algún rincón de las islas y, decían esos cabrones, escapar de los ladrãos. Con los estadunidenses ni siquiera podías contar, se habían ido al Caribe desde que esos piojosos de Santo Amaro difundieron el cólera como si, por Dios, estuviéramos en Perú. Así es, Escritore, no veía venir nada. Seguía instalado en los fastos de antaño y de pronto me cayó enterita la desgracia, como lluvia fuera de temporada. Conmigo, los clientes rentaban barcos e íbamos a divertirnos al río Paraguaçú, ¡a Cachoeira, a Maragogipe! Podía durar días y días. Aquella banda de suecos, por ejemplo, que conocí en el Pituba Praia Hotel, los que llevé a Ilhéus, me regalaron una Polaroid nuevecita... Llegaste en mal momento por culpa de Juanidir. Habrías visto que yo no era la larva que conociste. Antes, me atiborraba de mariscos, me emborrachaba con champaña. No aceptaba nada que no fueran dólares o marcos, salvo para hacerles un favor. Lástima que sólo hayas conocido la época de los hoteles vacíos, las deudas y los falsos amigos. Aunque todas esas penas no tienen mayor importancia desde que Juanidir está de tan mal humor y Mãe Grande, tan enferma.

*

Juro que no hay nada peor para desnaturalizar a un ser que los problemas. Iba, entonces, cuesta abajo por la Rua Alfredo de Brito y nadie me saludaba. En ese momento, debía parecerme a ese pobre Hipócrates, cubierto de cáscaras y mierda de pájaros bajo los tamarindos de lo que fue, no hace tanto tiempo, la facultad de medicina más antigua de toda América Latina. Por supuesto, eso fue antes de que el doctor Martins llegara a joderme a mí y a las duras leyes de la medicina, meu pai, cuando la ruina cae sobre un lugar no perdona a nadie... Así, pues, estábamos Hipócrates y yo, el doctorcillo griego que trajeron para hacer reír a los loros y yo, la prole de los esclavos que sólo sabe reírse de todo. El tiempo es muy pérfido: puede en una mañana someter tu armadura al peso de un siglo de vida. Mira, por ejemplo, el pie de Mãe Grande se volvió en lo que se rezan dos padrenuestros dos veces más gordo que una bestia. Todo esto me venía yo diciendo, Escritore, bajando como un desecho la Rua Alfredo de Brito. No me gusta quejarme, pero como tengo que contarte todo, la verdad, prefiero pensar en el infierno que en esa experiencia. Mi corazón debía parecerse a ese Hipócrates tan desdichado, mientras atravesaba por las cabeças negras de la Rua Alfredo de Brito: todo cortado, lleno de musgo y con un nubarrón de luciérnagas muertas. Muy lejos estaba de suponer que, un poco más abajo, me esperaba el que la suerte había elegido para cambiar mi destino... Para ser honesto, lo único que lograste fue moverme el piso y ponerme de cabeza.

Me estabas esperando, por así decir, comiendo cocadas en la puerta del Novo Tempo, en la casa dos Filhos de Gandhi. Traía el estómago por los suelos, tenía vértigo al caminar. Te lo repito, Escritore, no era el mismo: forastero o djinn, no había nadie que me reconociera. En el terreiro de Jesus, a todo lo largo del Pelourinho, nada, ni los buenos días ni un regaño. Nada más que la sucia indiferencia de los muros. ¿Los hombres?, ¿los que consideraba mis hermanos, mis pilares, que eran mi brújula en este valle de lágrimas que nos vio nacer? Todos fríos y lejanos del otro lado de un muro hecho de egoísmo. Cuando estás en problemas, no hay nadie que cante tus alabanzas o te ponga, de pura casualidad, un pistachito en el pico, ni el barbero Paolino, ni siquiera el dulce maestro Careca. 

Entonces, sin querer, estaba delante de la casa de Manchinha, más valía eso que regresar a la casa sin un centavo partido por la mitad en la bolsa. Ése no era el tipo de medicina que curaría la gangrena de Mãe Grande ni la neurosis de Janaina. Y entonces, ¿qué hago? Como si fuera posible olvidar la pequeñez de alma de Manchinha. Y ahí me tienes diciéndole a ese viejo pecarí que dormita delante de su puerta:

—Manchinha, si valieras algo me darías un platito de lombo de boi, y yo te devolvería tu dinero cuando tenga mejores días.

Y él, que ni siquiera tiene la amabilidad de levantar la cabeza o abrir un ojo:

—No haré nada de eso. Nunca habrá nada mejor en lo que a ti respecta. Aunque si aprendieras a trabajar en vez de andar pescando gringos, que de por sí ya ni vienen. ¿Y quién los corrió? Tú mismo, tu mala suerte y tus aires demoniacos. ¿Quién ha atraído a las ratas, hundido a Janaina y transmitido a Mãe Grande esa enfermedad inédita de la que nunca se levantará? ¡Tú! No hay que esperar nada bueno mientras sigas entre los vivos y, ya que hablas de dinero, devuélveme el que me pediste prestado durante el carnaval del año pasado. 

—¿Ah sí? ¡Púdrete de una vez por todas, Manchinha, cara de tamanoa! Dinero tengo en mis bolsillos, pero es para comprar las hierbas de Juvenal y aliviar a Mãe Grande. En cuanto a Janaina, ni se te ocurra pensar en ella, se ha olvidado de ti, igual que de sus migrañas de infancia.

—Deberías irte. ¿Quieres que llame al comisario Bidica? Nunca se sabe, tal vez hasta estás involucrado en el lío de Engenho Velho de Brotas.

El perro se había puesto a gritar y yo veía en la ventana de las antigüedades a la imbécil de Iara; ésa cuyas mentiras arrasan por todos lados, hasta en la parte baja de la ciudad. Rápidamente me deslicé por la pendiente del callejón para volver a salir a la Rua Gregório de Matos. En la escalera de la entrada de la casa de Jorge Amado había mucha gente levantando una tarima y arreglando el sonido. En ese tiempo, no me atrevía a entrar al lugar de Preto Velho, sobre todo porque había entrevisto por el marco de la puerta su torso disuasivo y su pipa turca. Atravesé a grandes pasos y semiconsciente el largo del Pelourinho, fascinado por las brochetas del Kalundu y el sabroso humo del restaurante Sempac. El gentío apresuraba el paso, jovial; yo, no tenía nada más que hacer que aplastarme un pie en las cabeças negras. Dos o seis veces por minuto, echaba un ojo a la nave de la iglesia de Nossa Senhora do Rosário dos Pretos, diciéndome sin cesar: "¿Seguirá con vida? A medianoche, a medianoche". Según Juvenal, si sobrevivía hasta medianoche los días de la Benção, podía contar con otra semana de tregua, incluso veinte o más días, según su suerte, mi pobre Mãe Grande. Me persigné para creer mejor en cada uno de los latidos de mi corazón.

Por instinto, volví a tomar la Rua Gregório de Matos, seguramente con la intención de ir a husmear en los basureros del Maciel o, por el estado en que me encontraba, tirarme al vacío desde la vertiente del Elevador de Laceirda. Por tratar de evitar a Juanidir, que no puedo soportar desde que se volvió hinduista, te vi: buen porte, sonriente, atónito en medio del gentío. ¡Qué terribles fueron las consecuencias de que cayeras como un novato en mi trampa!:

¿Faze um favor, você conhece onde esta Rua do Alvo?

Aunque lo hubieras dicho tan bien como alguien de la Piedade, habría sabido de todas formas que no eras de aquí. Algo en el tono, en el sabor de las sílabas, algo extraño, nada local. Menos insufrible que la jerga de los yanquis, pero más gutural que si viniera de Aracaju o de São Paulo. Mala suerte, Escritore, no eras un gringo de verdad, pero un poquito sí:

Muito quente. ¿Uma cerveja? ¿Você quer beber uma cerveja?

Me quedé helado. Normalmente soy yo el que hace ese tipo de propuestas. No teníamos más que arrastrarnos para llegar al barzinho de Preto Velho. Desde los corredores de la muerte, ¿te acuerdas con qué audacia lo empujé ese día?

—Deja pasar, Preto Velho, tengo un cliente de calidad.

Ello bastó para que su pipa se le cayera de la boca. Por un instante, pensé que iba a decidirse y echarme, pero no hizo nada; dio media vuelta suavemente, te miró y luego volteó a ver a Rosinha. Sin duda estaba implorando ayuda, a tal punto lo había desconcertado mi entrada. Hubiera querido que nos sentáramos cerca del billar; tú escogiste esa silla negra de madera de jacaranda, acomodada con las de mimbre, alrededor de la mesa extensible. Rosinha se acercó para disuadirnos por lo de los vapores del meadero. Ni siquiera la escuchaste, preferiste levantar la cabeza y silbar de admiración frente a la obra del maestro Careca. Y yo, en tales circunstancias, no le busco tres pies al gato, voy directo al punto:

—Un caldo de sururu y dos cervezas para empezar, dona Rosinha, y después, se lo aseguro, comeremos otra cosita.

Rosinha, cobarde, se había volteado hacia el viejo para recibir una orden.

—Sí, sí, Rosa, haz lo que te dice —masculló desde el vano de la puerta el mozambiqueño venerable y azulado de tan negro, ¡un verdadero icono de vitral!—. ¡Eh, Rosinha, minha! ¿Qué quieres que haga? Hoy es mi día: ni un solo hilo de cólera o de odio aquí, en este vientre de Preto Velho mientras estoy hablando. Sírveles a los dos mientras puedan. Ya sabes que no durará para siempre. Mañana, quién sabe, ya habré recuperado el vigor. Volveré a ser el que soy realmente, la antorcha de mala madera que la negra de Mozambique quiso traer al mundo. ¿Y por qué, Rosinha? Pues porque así me gusta.

Pero, ¡cuánto me hiciste esperar antes de ofrecerme, finalmente, esa xinxim de galinha por la que tanto suspiraba! A través del cristal, me divertía, como lo estoy haciendo ahora, con el ir y venir de Juanidir en la banqueta de enfrente. Pienso en todo eso, Escritore, y siento que una grieta se abre en mí, en ese mismo corazón al que tanto te gustaba llamar de madera muerta. Detesto someterme o entristecerme ante la amenaza de la existencia. Sin embargo, siento una grieta, más larga que un valle, nacer desde lo más recóndito de mi alma y devorar mi razón. Tendré que irme acostumbrando a olvidarte, hombre...

*

Ahí esta ese Juanidir al alcance de la mano, como cuando tú estabas aquí. Bastaría con atravesar el vidrio, espantar a las moscas y alejar, para lograrlo bien, algunos montones de basura, para tocar sus lentes. El mismo Juanidir, su bastón de iluminado y su estola de algodón, agazapado y repulsivo, como si fuera un absceso en el codo de la calle. Digo "el mismo Juanidir" para simplificar. Desde que te fuiste he dejado de contar el tiempo. Además, se compró unos lentes, iguales que su ilustre doble. El cuero de su cráneo se llena poco a poco de arrugas como Mahatma. Pues sí, hombre, por lo menos una temporada ha transcurrido y una nueva capa de polvo ha cubierto, desde entonces, la iglesia de São Francisco. Las inmundicias de la Rua do Alvo rebasan, hoy, la altura de dos plataneros. Ahora soy yo, pobre Escritore, quien hace de rey en la silla negra de madera de jacaranda. Pero aún sigo oyendo la rabia con que nos hablabas del misterio de la figa y de la extraña tribu de los hombres que el árbol mató.

*

Estoy viendo a Juanidir. Se parece cada vez más a una estatua. Ha caducado, está más allá del tiempo, como ese pobre griego Hipócrates, luchando contra la eternidad bajo los tamarindos. Así que él también estaba ahí, cuando, por primera vez, me cortaste el aliento con tus extravagancias. Navidad o Reyes, siempre está ahí, ese Juanidir. Tú, un poco menos ese día, arrebatado como estabas por el mundo de caatinga, orisha y de los búfalos, es decir, en el mundo de Careca. Aproveché para apresurar a Rosinha. 

—Rosinha, si fueras tan amable de ponerme un hueso con tuétano para terminarme este xinxim. Y luego tráenos de beber y ve pensando desde ahora en el postre que voy a comerme. Mmm, combuscas de goiaba con mucho caramelo. Sin alegar, por favor, Rosinha. Después, déjanos tranquilos, tenemos cosas que hablar, entre hombres.

—Mãe Grande va a morir mientras tú estás aquí, exprimiendo a mis clientes. Vas a terminar como un renacuajo, en el desagüe del Carmo.

Más valía eso, que fuera Rosinha quien me presentara, que supieras de una vez por todas a qué atenerte en lo que a mí respecta... Luego te hablé del mercado São Joaquim, de la iglesia de Ajuda, de las islas, las favelas, la magia de Itapõa, te pedí que escogieras. No, no querías nada, no eras un turista.

—¿Quién eres, entonces? —te pregunté, un poco receloso por tus modales—. ¿Estados Unidos? ¿Cuba? ¿Jamaica?

Me respondiste, como si pudiera ser cierto, sin despegar los ojos de los garabatos de Careca:

—De África.

—¿De África?

—Sí, de África.

Todavía me desespera ese tono tuyo tan parejo, de quien pretende dominar todo, la cólera o el deseo de dinero, mujer o pleito.

—Y entonces, ¿por qué viniste?

—¡Ah! Vengo de África y punto.

—Sin ver Pituba, Bonfim, el Dique de Tororó, las muchachas de la ladeira da praça? ¡Estás loco, hombre!

Tenías un cuarto en la Pousada Hildalina, la de la española, hasta arriba de la Rua do Alvo. Pero pasabas el día en el largo del Pelourinho, no regresabas más que para dormir. Eso me ponía nervioso:

—Hay mucho más que ver. Podríamos dar una vuelta por Santo Antonio o por la iglesia de Bonfim.

—¡Não turisto! Tú, naciste aquí. Para ti esto es cotidiano, esos balcones de hierro forjado, el jaspeado de los azulejos, esa multitud de techos puntiagudos o en domo, el perfil de casas encimadas que me hacen pensar en el fuelle de un bandoneón. No tengo ganas de visitar sino de sentarme y saborear...

Me hacía bostezar que me contaras esas cosas, pero te dejaba en tu goce, pues estaba seguro de que contigo tendría, por lo menos, para cenar.

—Bonfim es mejor aún. La iglesia es magnífica y hay muchachas en la playa.

Pero no. Te quedabas en el mismo lugar hasta que la sed se apoderaba de ti y regresábamos aquí para pasarles lista a tus leyendas. No puedo decir en dónde, por vez primera, me hablaste de eso, del misterio de la figa y de los bultos que vinieron después. ¿En casa de Moreno o de Nilza? O en esa maldita noche en el Banzo, cuando bailabas de la misma manera reggae y forö, una pieza con Gerova y otra con la Reinha. Estabas tan borracho que andabas buscando cochinillas bajo los faldones de la Reinha. Luego, te sentaste en la mecedora para hablar el resto de la noche. No entendí mucho, salvo que no eras el tipo que haría funcionar mi business. Los gringos, si todavía venían, no exigían nada especial: un joint, una negrinha, una vuelta por Itapõa y la partida estaba ganada. Esa noche en el Banzo, estuve a punto de darte una golpiza, a tal punto excedían mis fuerzas tus aires de pensador elevado. Pero, al mismo tiempo, me daba mucha risa ver que alguien tomara el bar por una residencia estudiantil. Sin duda, ésa es la razón que me hizo abstenerme de romperte la nariz aquella noche en el Banzo o en casa de Nilza o de Dinha, no me acuerdo bien, habíamos bebido mucho. Pues bien, mi desafortunado Escritore, cuando uno bebe tanto, no hay que perder el tiempo arreglando la historia. En ese caso, créeme, vale más hacer como Palito: buscar acción en la plaza, tirarse a una negrinha y pasársela bien. En cambio a ti, te encantaba exaltar la diferencia, con aires de quien vive en la Tierra sólo para rescatar el alma de los demás, como ese pobre Samuel, pero más insoportable aún. Estabas tan convencido de ello que la gente te dejaba seguir, persuadida de que repetías un chiste. Y, para decirte todo, Escritore, te las arreglabas bastante bien en el arte de hacerte el payaso. Nunca había visto a nadie que manejara las ideas con tanta fantasía. Al principio te admiraba por eso (y por el dinero, y los bocados que me dabas sin pedir nada a cambio). Tenías el don de desesperarme, pero frente a ti me volvía un poco tímido; yo que nunca me he reprimido para decirle sus cosas al mundo. Por eso, dejé pasar un buen rato antes de que me decidiera a sacarte la sopa en serio. Fue en la hurrascaria del Nissei, en la ladeira da praça:

—¿Você, jornalisto?, ¿profesor? —(No me atreví a agregar "payaso")—. ¿Qué haces aquí?

—Tengo familia aquí. Vengo a buscarlos.

—¿Abuelos?, ¿sobrinos?

—Primos.

—¿En qué barrio viven?

—¡Ah, eso, amigo mío, te toca a ti decírmelo!

Y volviste a poner sobre la mesa el misterio de la figa y la extraña tribu de los hombres que el árbol mató. Luego, miraste la calle:

—¿Quiénes son esas personas?

—Sólo unos pobres idiotas que esperan el camión para ir a la fiesta de Berimbepe. Berimbepe es la fiesta más bonita después de la São João de Cachoeira y el carnaval, claro.

¡Ve a saber qué fue lo que dije! Te pusiste de pie y levantaste tu copa para decirle a todo el público:

—¡Aquí todo es carnaval: las iglesias, las conversaciones, el culo de las muchachas!

Y yo te dije: "¿También conoces Río?", para desactivar la bomba.

—Conozco Río y Belém y un poco Manaos. Pero guardé todo mi entusiasmo para poder llegar aquí.

Al principio, te habías dejado atrapar por el encanto de otros mundos. Pero rápidamente agregaste que ello no era más que una estrategia para hacer más duradero el placer, en vista de que desde tu más tierna juventud habías consagrado tu alma a la conquista de esta ciudad. Era como un ardor en el vientre que habías paseado por muchos caminos. Al final te volviste a poner serio y empezaste a despotricar, como si pronunciaras las últimas frases de tu vida. Hablaste de Cotonou, de Lomé, de Saint-Georges de Mina, de Dakar en donde estudiaste. Te dije:

—¡París! ¿Conoces París?

—Sí, estuve vagando entre Nation y Belleville.

Y yo, soñado:

—¡París, Yakarta, Bombay!

Pero tú contestaste:

—¡Río! ¡Riou dou Janeirou —(para sentirte local)—! ¡Leblon, Catete Lapa!

Me hablaste de Judith, la "girl de Tasmania", que salvaste de unos ladrones de Lapa, que había llegado ahí hacía lustros para "unir las antípodas", misma que se quedó al borde de las lágrimas cuando la dejaste por ir a Belém. Ahí habías estado vagando entre el puerto y la Praça Don Pedro II para revivir la leyenda de la ciudad del caucho que había hecho soñar a todos los aventureros, mucho antes de que aparecieran los presidiarios de Cayena y los legionarios de Saint-Georges del Moroni. Habías pasado por todos los barzinhos, en donde la voz de los seringueiros no se calla jamás. Para seguir el ritual habías ido al mercado Ver-O-Peso a beber una caipirinha con frutos de mari-mari y pedido, con la rudeza necesaria, un gran plato de asayi a una pobre vieja cabocla que tenía un ligero temblor en los labios. Y habías visto el río, más exactamente los relucientes tentáculos que va desplegando por millares y que se apretujan entre las islas. "Lagos, Ibadan, Takoradi, Non, Manaos, Goiana, Ibarera, São Paolo, la italiana que tiene Bõa Vista por corazón, su sabor de guayaba unido a la magia de Nápoles".

Mi memoria retuvo todo, todos los hechos, todos los gestos, pues me parecía completamente absurdo. Cuando te callaste, uno o dos chistosos fingieron aplaudir, como si tuvieran ante sus ojos a Castro Alves en persona. Hubiera podido ser muy molesto en un restaurante de jap pero, tengo que reconocerlo, actuaste muy bien. Como te salió bien, volví a preguntarte:

—¿Professor?, ¿jornalisto?

Acho que actor ou escritore —respondió en tu lugar el señor de la mesa de al lado. 

—¿Africano? ¡Brasil y África tienen tantas cosas en común! Somos como gemelos en los dos extremos del océano. Nada más que nunca nos volteamos a ver. ¿Por qué?

Respondiste a bocajarro, era justamente la pregunta que querías que te hicieran:

—Por eso vine. ¡Hay que reparar esa anomalía!

Al día siguiente, me confesé con Preto Velho para tratar de saber más. Creo que fue mejor esconderte lo que dijo entonces de ti ese puerco mozambiqueño:

—¿Sigues persiguiendo todavía a ese fantasma con lentes? ¿Por qué no mejor le bajas el dinero mientras está bobeando con la mierda de Careca? 

Preto Velho me estaba haciendo una pregunta que yo mismo me había planteado más o menos, pero que no podía confesarme. ¡Un ratero como yo, alerta, según dicen los que me enseñaron! Sí, de pronto me parecía curioso que nunca te robé ni un penny, ni te arranqué un botón, ni siquiera le eché el ojo a tu reloj. Más bien, mi presencia a tu lado disuadía a los colegas. Pero tú nunca dijiste gracias... Detesté a Preto Velho por lo que me dijo de ti. Estaba a punto de buscar una o dos cosas para contestarle cuando esa Rosinha salió de entre sus cazuelas:

—Yo sé todo. Vino a escribir un libro. Es lo que la gente cuenta en el museo afrobrasileño. No pongas esa cara. Cuando yo, Rosa, te digo algo, ten por seguro que primero lo verifico. ¿Quién vende los boletos en la entrada del museo afrobrasileño? Mi hermana Graçu, obviamente. Pregúntale a ella si quieres.

 

 
 
 
 
 
 
 
 
   
Preto Velho ya se había enojado.

—Escritor y estúpido, ¿por qué no maricón? Basta verlo de lejos para hacerse una idea. Para mí es de la misma calaña que ese bueno para nada de Careca. Anda, lárgate de aquí, espéralo afuera. Puedes entrar cuando llegue. Él, al menos, es un pendejo con el bolsillo repleto. ¡Róbale el dinero en vez de estarte muriendo de hambre!

Al verte llegar, te dije, para probar:

—¡Buenos días, Escritore! ¿Sigues sin querer dar la vuelta por las islas?

—Vine, primero que nada, para buscar a mis primos. Sólo te tengo a ti para ayudarme. ¿Quieres?, ¿me lo prometes?

Jugamos billar y volviste a jeringarme con tu historia de la figa y de Ndindi Gran Tormenta que creía poder vencer la robustez del baobab. Noté, sin embargo, que no te desagradó que te llamara "Escritore".

Entonces, te seguí diciendo así, sin nunca saber cómo te

llamabas en realidad.• 

*Tierno Monénembo es doctor en bioquímica, originario de Guinea. Aparte de su país, ha vivido en Costa de Marfil, Senegal, Nigeria, Argelia, Marruecos y Brasil. Ha publicado siete novelas, escritas en francés. Pelourinho fue editada en 1995. En español apareció el año anterior, bajo el sello de SIC/Secretaría de Cultura de Puebla/UAM, en la colección Los Insospechables. Este es el primer capítulo.