Una aventura en el bosque 
*Ariadna Surya Bucio
Siempre pensé que mi amiga Helen estaba algo loca, pero de alguna manera su locura era tan natural como la mía, nunca fue algo que me llevara a suponer que tenía problemas de algún tipo y, aunque me cueste reconocerlo, no hay otra razón para mí que explique lo que le sucedió. Simple y sencillamente, algo no anda bien en su cabeza.

Somos amigas desde la infancia. Casi no recuerdo haber hecho ninguna travesura donde ella no haya estado presente. 

Mi relato empieza en aquella ocasión en que Helen y yo fuimos al bosque solas, tal como salíamos hacer cada sábado o cuando podíamos, con el fin de platicar y alejarnos un poco de la civilización o, mejor dicho, de nuestros respectivos padres. Presumíamos de conocer totalmente el bosque, lo cual no era cierto del todo, ya que siempre hubo rumbos que solíamos evitar por advertencia paterna (además que el bosque es inmenso).

Nuestros respectivos padres siempre nos habían advertido de gente que habitaba en los lugares más recónditos del bosque, quienes —de acuerdo con esos relatos— realizaban prácticas extrañas, las cuales no nos incumbían y podían resultar peligrosas. 

Por nuestra parte, nunca les creímos. Pensábamos que era un cuento tonto para asustarnos y evitar que nos perdiéramos. Y, como cualquier adolescente que intenta retar lo establecido, ese sábado quisimos adentrarnos más en el bosque que de costumbre, con el fin de descubrir si lo que nos habían dicho era mentira. Así lo hicimos, cuidando de dejar los suficientes rastros (pedazos de hilo amarrados a ciertos árboles) para no perdernos. 

—¿Tú crees que de verdad haya alguien por aquí? —le pregunté a Helen, en tono valeroso, como queriendo ocultar mi miedo.

—Podría ser, pero si esa gente existe, no creo que hagan cosas fuera de lo común.

—Ya lo comprobaremos —añadí.

Empezamos a platicar de muchas cosas banales, que si mencionara de seguro dormiría al lector. Al final llegamos a un claro del bosque, desde donde se podía distinguir una casita blanca. Dedujimos que alguien la habitaba, ya que salía humo de la chimenea. Hasta el momento yo había sentido miedo de estar buscando personas a lo tonto, y ahora sentí un fuerte deseo por acercarme al lugar. 

—Vamos a espiar —sugerí.

—¿Cómo crees? ¿Y si de verdad hay gente mala? Yo no me arriesgaría… —contestó Helen dudosa.

—¡Tú eras la que más ganas tenía de venir, no salgas con cosas así!

—Bueno, pero conste… que si alguien nos ve, corremos hacia acá…

—…y no nos separamos —terminé.

Lentamente nos fuimos acercando a la casa. A través de las ventanas vimos que no tenía muebles. Pero alguien debía habitarla, por el humo de la chimenea. Mientras atisbábamos por los vidrios, escuchamos el crujir de una rama. Al instante, sin mirarnos, salimos corriendo del lugar lo más rápido que pudimos. 

Nos detuvimos bastante lejos de la casa; sin embargo, sabíamos que nadie nos había perseguido. Viendo nuestra suerte, nos reímos una de la otra por tan estrepitosa huida.

—Bien pudo haber sido un animal —dijo Helen.

Ya estaba oscureciendo y ambas teníamos que volver pronto a nuestros hogares. Decidimos separarnos para tomar cada quien el respectivo camino a su casa y poder llegar temprano con las familias.

Lo extraño del asunto empezó cuando la mamá de Helen llegó a mi casa preguntando por su hija, dos horas más tarde. Le indiqué el lugar en donde nos despedimos, aunque estaba segura de haberla visto perderse entre la maleza rumbo a su casa. También pensé en la posibilidad de que estuviera jugándonos a todos una broma, pero anulé esa posibilidad porque ella nunca haría algo así sin avisarme. La mamá de Helen volvió a su casa con la esperanza de encontrar a su hija. En efecto, ahí estaba. 

No vi a Helen hasta el día siguiente, en la iglesia. La observé muy extraña, ni siquiera me comentó la razón por la que había llegado tan tarde a su casa.

—No te importa —me contestó fríamente, como si no me conociera. 

Su respuesta me causó coraje, por lo que decidí no volverle a hablar durante el periodo que antecede a la misa. Por mí le pasaba su falta de respeto, como cualquier otra cosa; sin embargo, de verdad empecé a preocuparme cuando en pleno sermón gritó:

—¡Maldito sea su dios de mierda! ¡Ustedes no tienen un creador! ¡No tienen nada! ¡Nada! —dijo fuera de sí, señalando al sacerdote.

Enseguida se hizo en la iglesia un silencio de muerte. Helen salió corriendo y pisando fuerte, como si nada le importara.

La concurrencia tardó demasiado en recobrar la normalidad, incluso el padre parecía trastornado. Lo más seguro es que nunca alguien le hubiera dicho algo así, y mucho menos enfrente de tanta gente.

No vi a nadie platicar del incidente después de la misa, ni siquiera a los padres de Helen ni a sus familiares, los cuales parecían más trastornados que el sacerdote.

A mí, en lo personal, todo se me hacía patético. Lo que ella había dicho se me hizo tonto y sin sentido, y en especial incoherente, por el hecho de que no sabía de dónde había sacado ideas tan extrañas. Me harté de hacer hipótesis en la cabeza sobre su comportamiento; decidí irla a ver a su casa. 

Eran cerca de las cuatro cuando llegué a casa de Helen. Encontré algo que no esperaba: afuera la mamá lloraba desconsoladamente, junto con el hermano menor de mi amiga. Abracé a la señora y le pregunté qué sucedía. Como no obtuve respuesta, le dije si podía pasar a la casa. Tampoco respondió, por lo que decidí entrar. 

Me dirigí al cuarto de Helen. Vi a dos personas, que parecían doctores de manicomio, agarrando a mi amiga por los brazos. Ella se resistía con una fuerza impresionante. El sacerdote —el mismo que hacía rato quedó trastornado por el comportamiento de una de sus devotas— estaba gritando en latín un montón de cosas que no se distinguían entre los gritos de mi amiga. Al fondo del cuarto había un bulto, que no pude distinguir.

 
 
 
 
 
 
   
Retrocedí casi sin pensarlo. Era muy difícil aceptar lo que mis ojos veían. Era un sueño estúpido. Todo había sucedido muy rápido, como si lo que viviera fuera un ensueño. En ese momento algo pasó: dejé de escuchar los gritos de mi amiga, sólo escuchaba lo que decía el religioso. Ocurrió algo que me sobresaltó y escuché cómo mi amiga me hablaba.

—¿Por qué no entras? ¿Acaso me tienes miedo?

Entré, empujando la puerta con fuerza, enojada porque una persona tan extrañamente desconocida me dijera algo así.

—¿Qué es lo que te sucede? ¡Tú no eres Helen! ¡Eres cualquiera otra persona! —grité fuerte. 

—No soy una persona —dijo, casi susurrando.

—¿Entonces qué eres? —pregunté, volteando a ver al padre, buscando ayuda.

Al verlo tan absorto, concentrada la mirada en el cuerpo que sostenían los doctores, opté por voltear hacia ellos. También miraban el rostro de quien sostenían con fuerza, aunque parecía a punto de escapárseles. Horrorizada, vi que el bulto en realidad era la cabeza de mi amiga, tirada en el fondo del cuarto. Tenía la boca abierta en expresión de terror. Volteé a ver al ser que ellos estaban deteniendo. Dentro de su fealdad, era idéntico a Helen. Sonreía, como si mis náuseas le divirtieran.• 

*Ariadna Surya Bucio cursa el tercer nivel de secundaria. Desde los ocho años —hace seis— estudia arpa clásica en la Escuela Superior de Música. Ésta es su primera publicación.