Otro episodio del enemigo

* José Francisco Conde Ortega

Algunas de las líneas más hermosas de la historia de la civilización se deben a la pluma de Platón. No es gratuito. Grecia, la ordenadora del tiempo y de las apetencias terrenas, ofreció a Occidente la oportunidad de repensarse a cada momento; y sus sabios, la ineludible fortuna de aspirar al bien común, única medida de la convivencia humana. Por eso, cuando Sócrates persuade cariñosamente a Critón de que son inútiles los ruegos de éste para que aquél encuentre un lugar seguro fuera de Atenas, se engrandece una forma de pensar en la justicia. Mejor: se depura una manera de actuar siempre en consonancia con el bien común: las leyes como la única posibilidad de regir las voluntades a favor de todos.

Sócrates, así, le hace ver a Critón que las leyes no son injustas;1 que algunas personas aplican injustamente las leyes, pero que eso no es motivo para que un hombre justo renuncie a una vida dedicada a preservar las normas que rigen la vida en sociedad, ni aun a costa de su vida. Sócrates es condenado a muerte por los atenienses; no obstante, Atenas y sus principios son más importantes que una vida, así sea
—o por eso mismo— la de un inclaudicable luchador por la justicia. Las últimas palabras de Sócrates son realmente conmovedoras, cuando se hace escucha de la ley:

    Persuádete de los que se dicen tus amigos te prestarán los mismo servicios, si es cierto que puedes contar con ellos. En fin, Sócrates, ríndete a mis razones, sigue los consejos de la que te ha dado el sustento, y no te fijes ni en tus hijos, ni en tu vida, ni en ninguna otra cosa, sea lo que sea, más que en la justicia, y cuando vayas al Hades tendrás con qué defenderte delante de los jueces. Porque desengáñate, si haces lo que has resuelto, si faltas a las leyes, no harás tu causa ni la de ninguno de los tuyos ni mejor, ni más justa, ni más santa, sea durante tu vida, sea después de tu muerte. Pero si mueres, morirás víctima de la injusticia, no de las leyes, sino de los hombres, en lugar de que si sales de aquí vergonzosamente, volviendo injusticia por injusticia, mal por mal, faltarías al pacto que te liga a mí, dañarías a una porción de gentes que no debían esperar eso de ti; te dañarías a ti mismo, a mí, a tus amigos, a tu patria. Yo seré tu enemigo mientras vivas, y cuando hayas muerto, nuestras hermanas las leyes que rigen en los infiernos no te recibirán indudablemente con mucho favor, sabiendo que has hecho todos los esfuerzos posibles para arruinarme. No sigas, pues, los consejos de Critón, y sí los míos.

    Me parece, mi querido Critón, oír estos acentos como los coribantes creen oír las flautas sagradas. El sonido de estas palabras resuenan en mi alma, y me hacen insensible a cualquier otro discurso, y has de saber que, cuando menos en mi disposición presente, cuanto puedas decirme en contra será inútil. Sin embargo, si crees convencerme, habla.2

Evidentemente, Critón, con todo y su firme y cariñosa amistad, renuncia a todo intento de persuasión. La exposición ha sido clara y elocuente.

En el diálogo subyace un concepto que en nuestro tiempo ha sido más que manoseado: una palabra que ha servido para los actos más atroces y las justificaciones más inverosímiles. El concepto expresado en la palabra "democracia" fue, en Grecia, lo que señala su etimología: el poder en el pueblo. ¿No fue José Saramago —en días recientes— quien habló de ese concepto en los primitivos griegos? En efecto, en las muchas entrevistas que concedió el novelista portugués se refirió a los griegos en ese adjetivo en su acepción primigenia: primitivos con el sentido de primeros en su línea.

Justicia y democracia fueron para los griegos algo más que dos palabras. Y si crearon a sus dioses a su imagen y semejanza, fue por esa voluntad de ordenar al mundo bajo un principio de equilibrio: de armonía universal. Y aún seguimos pensando en las categorías con que se explicaron al mundo los griegos. Por eso, amén de la filosofía, la tragedia fue el género que expresó esa aspiración al equilibrio del mundo: a la armonía universal: una forma de vivir en relación con los demás.

No parece ocioso recordar que el héroe trágico al trastocar el equilibrio entre razón y pasión —siempre por excesos de ésta— rompía la armonía. Y tenía que pagar por ello. El ejemplo más acabado es la historia de Edipo rey. Por su soberbia, curiosidad y ambición hace que se cumpla el oráculo. Al matar a su padre y compartir el lecho de su madre, hace recaer los males sobre su reino. Y al descubrirse culpable, sabe que debe pagar su culpa. Y se revienta los ojos y se destierra. El expiar su culpa implica el restablecimiento del equilibrio: la armonía del universo: en última instancia, el bien común.

Sócrates y Edipo son, así, la culminación de un modo de entender la vida: la existencia en función de un todo orgánico que son las relaciones humanas. Sócrates acepta la pena de muerte porque no quiere que se debilite el entramado legal que da sentido a la sociedad ateniense; Edipo se castiga y se destierra porque por su culpa sufrían los ciudadanos de su reino. ¿Lección de vida? Tal vez las bases para una justa comprensión de la historia humana.

Después, los latinos aprenden parte de la organización mental de los griegos. Y rebautizan a las deidades helénicas adecuándolas a nuevos tiempos y a necesidades diferentes. Y crean el derecho romano, institución que sigue iluminando nuevos territorios de la razón y sembrando otras dudas en Occidente. Pero de eso deben hablar los que saben. Yo sólo me concreto a seguir algunos hitos de la historia de la civilización en las páginas que han expresado, mejor que nadie, ese sobresalto ante la realidad más atroz: la muerte. Pero no la muerte como el imperio de la naturaleza, sino como voluntad ajena debida a los intereses y circunstancias más disímbolos.

 
 
Porque, ¿qué otra cosa puede significar que alguien se arrogue el derecho de decidir sobre la vida de otro? En la historia azarosa de este mundo que habitamos ha habido gente, instituciones, asociaciones que se han sentido depositarios de la verdad. Y en nombre de tal despropósito se han creído con la obligación de defender su punto de vista con la muerte del otro. Condena y fatalidad. Fanatismo y una nebulosa idea de la justicia.

Cuando crece la población y se complican las relaciones sociales, la necesidad de establecer límites para la convivencia propicia sistemas de castigo y de culpa, nunca de recompensa. Y el castigo, inevitablemente, ha sido dirigido contra el débil. Por eso la justicia —aspiración natural de todo ser humano, valor de toda sociedad— se ha encerrado en vericuetos verbales y de aplicación: en puntos de vista

y en afanes interpretativos. ¿Es lo mismo legal que legítimo?, ¿lo legal necesariamente es lo esperable? La noción que todos tenemos de justicia parece estrellarse en el Dura lex, sed lex. En especial cuando sabemos que la dureza se dirige siempre contra el pobre.

Apenas si vale la pena mencionar cómo algunas instituciones religiosas han hecho de la muerte un negocio y un pretexto. No hace mucho tiempo el escritor Salman Rushdie fue condenado a muerte por presunta herejía. Es decir, la intolerancia como pervivencia de lo más oscuro de la naturaleza humana. Y no otra cosa fue la persecución de cristianos en las catacumbas; y las Cruzadas, el movimiento político que, en el nombre de Dios, tiñó de sangre buena parte de la Edad Media; y la Santa Inquisición, que de santa tenía muy poco. Y todo amparado por un aparato legal basado en la exclusión.

Séame permitida una digresión. Hablaré de un asunto personal. Hace algunos años, cuando era estudiante del tercer año de secundaria, la maestra de español, un día levemente aciago, revisaba la lectura del Cantar de Mío Cid. Yo, orgulloso de haber leído con mucha anticipación el libro, me apresuré a declararlo. Y a contárselo al grupo. Emocionado con la historia del héroe español por antonomasia, en algún momento hablé de la trampa que el Cid hizo a los judíos Raquel y Vidas: les empeñó dos arcones, supuestamente llenos de oro, plata y piedras preciosas, repletos de piedras. No pude decir más. La maestra me reprendió; y me dijo, iracunda, que el Cid nunca había hecho trampa. Y me expulsó de la clase todo el año.

Dos cosas me quedan claras de aquel acontecimiento. Una, que si la maestra me (nos) hubiera explicado que, en ese momento, dada la circunstancia religiosa no se consideraba trampa que un cristiano engañara a un judío o a un infiel, todo era lícito en tanto que la lucha por el territorio físico y espiritual así lo determinaban. Dos, que esa circunstancia vuelve más ominoso el problema de la concepción de la justicia. Presenté examen extraordinario, persistí en la lectura, ahora doy clases de literatura —sin intolerancia— y he publicado algunos libros. Pero las cosas han cambiado poco, a partir de la historia del Cid y de la de algunos maestros.

Lucha eterna: justicia contra injusticia. Dónde queda aquélla y dónde ésta. ¿Su punto de resolución está en la pena de muerte? De muchos modos, muy lejos de las razones que tuvo Sócrates para beber la cicuta,
3 la exacerbación de las ideas particulares de la justicia han prohijado la pena de muerte. Alguien —gente, instituciones, asociaciones— se ha arrogado, siempre, el derecho de decidir sobre la vida de los otros. En nombre de la verdad revelada se ha hecho abuso de la legislación que legitima la muerte, que la hace legal de acuerdo con criterios que sobrepasan la ley natural. Y en ese tenor, en ese ambiguo territorio en el que transitan lo legal y lo legítimo, abundan los ejemplos en las páginas de las historias que conforman la lucha del hombre contra el hombre.

Todos recordamos el conflicto ético de Rodion Romanovich Raskolnikof por haber matado a la usurera. Él sentía que no había hecho mal al asesinarla; que le había hecho un bien a la sociedad. Ella, finalmente, era una persona no productiva: un parásito. En todos los tiempos han existido los agiotistas; y han sido tan solicitados como despreciados. Sin embargo, para una sociedad que estaba cerca de un cambio en los modos de producción, ese ser era completamente pernicioso. Raskolnikof toma en sus manos la justicia natural. Ella debía morir en aras del bien común. Condenada a muerte sin gloria y sin historia de lucha por la justicia, la usurera era un pretexto necesario. Pero las leyes eran las leyes. También las naturales. Por eso el conflicto ético. Por eso, al final de la novela, encontrado el hilo del drama personal, el castigo de las leyes —el destierro a Siberia de Raskolnikof— es sólo el principio de la expiación.

Ya en nuestro siglo —y casi en nuestro territorio— otro personaje entrañable nos da su versión de los hechos de la justicia. Juan Pablo Castel, protagonista de El túnel, del argentino Ernesto Sábato, convierte el conflicto ético de Raskolnikof en una suerte de desamparo por estar preso. Castel también mató. Y mató para dar un final a una historia de amor desesperado. Esa es la historia que va a contar desde la cárcel. Sólo que, como el protagonista de Crimen y castigo, también cree que algunas muertes son en beneficio de la sociedad. Otros motivos —y otra sociedad, desde luego— lo llevan a estas conclusiones. Dice desde la cárcel:

 
 

    Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Tribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.

    Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente hechos malos y, así, casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección policial! Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso? Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco.

    Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva.4

Si bien distintas, las posiciones de Juan Pablo Castel y Raskolnikof se parecen en algo. Muy cerca de lo que el sentido común definiría como una idea natural de la justicia, los dos personajes se arrogan el derecho de decidir sobre la vida y la muerte. Y exponen sus argumentos. Claro que el conflicto ético de Raskolnikof nada tiene que ver con el pragmatismo furioso de Castel. Pero ambos piensan en el bien común. Después, el personaje de Dostoievski acabará de purgar la pena física en Siberia, pero en camino de expiar la culpa espiritual; en cambio, Castel, en la cárcel, se lamentará de no haber matado a otros "seis o siete". Justicia y sociedad. Nada legal, pero un deseo, para ellos legítimo, de procurar el bien social con un deseo elemental de la aplicación de la justicia.

Otra forma de la tragedia se da en, por ejemplo, dos cuentos de Jorge Luis Borges. En ellos también se advierte una ruptura del equilibrio y una búsqueda desesperada por restituirlo. Sólo que en este caso el universo de referencia es infinitamente reducido, la armonía por encontrar se remite a unas cuantas apetencias particulares: a otra forma de la experiencia personal que muy poco tiene que ver, en estricto sentido, con el entramado social. No obstante, también se decide sobre la vida y la muerte.

Uno de los cuentos es "La intrusa". En éste, un par de hermanos ven alterado su modo de vida por la irrupción de una mujer. Ellos buscan tenazmente que el cambio no los afecte. Llegan, inclusive a compartirla. Es inútil. El único remedio es la muerte de ella. Rompió un equilibrio precario y debe ser condenada. Al final del cuento, uno de los hermanos dice:

"Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas, ya no hará más perjuicios".5

El otro cuento de Borges se titula "Episodio del enemigo". Es un sueño del escritor en la medida de repensar la historia. Una historia llena de venganzas: de la justicia elemental concebida en la venganza. Obsesiones escriturales aparte, el cuento de Borges incide en una herencia de la civilización: la necesidad de hacerse justicia por propia mano. Aun a pesar del tiempo. En el relato, la escena se centra en que un tipo va a matar a otro porque este último lo golpeó de niño. El condenado a morir se defiende con un endeble argumento: "la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón".6 Pero está condenado a muerte. Y se lo hacen saber: "No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia".7

El artificio del escritor le da una vuelta a la historia: el condenado se salva porque el personaje es el mismo Borges, que está soñando. Con sólo despertar se salva. Y no importa. La enunciación está hecha: la justicia toma la forma de la venganza porque el equilibrio precario que la resguardaba es dolorosamente ínfimo: una historia personal que a nadie importa.

En este momento nos damos cuenta de una cosa: la organización del mundo centrada en el bien común ya no tiene sentido. La tragedia de los griegos —búsqueda del equilibrio, aspiración a la armonía universal— ha visto constreñido su marco de referencia: los conflictos personales se imponen a la necesidad de la convivencia social. Y no es que no hayan existido los problemas individuales desde siempre. Lo que ocurre es que éstos eran considerados en la medida en la que respondían a necesidades de grupo: convivencia en sociedad.

La historia de la humanidad se ha centrado en aspiraciones más que válidas. Una de ellas es una noción natural, elemental, de justicia. Parece ser que las normas fijadas en códigos, decretos, libros, han buscado concentrar los deseos de la mayoría para regular la vida en sociedad. Esto es, enunciar las leyes porque éstas significan la concreción del crecimiento histórico del ser humano. Si las concentraciones humanas se hacen más numerosas, las leyes deben establecer límites: derechos y obligaciones. Pero, ¿en qué momento las leyes —quizás únicamente su aplicación— se distancian de los ciudadanos?, ¿de qué manera se vuelven un mecanismo que descarga su rigor sobre los débiles?, ¿por qué el ciudadano común siente que los aparatos de justicia se vuelven un negocio? La historia es pródiga en ejemplos.

 
 
Por citar otro de los momentos cimeros de la literatura —pulso y termómetro del pensamiento humano— vale la pena recordar la historia de Hamlet, el pesaroso príncipe de Dinamarca. En el monólogo de la primera escena del tercer acto,8 a partir del multicitado testimonio del "ser o no ser",9 en el delirio de sus afanes de venganza —otro acto de justicia personal— por el asesinato de su padre, el príncipe triste y atormentado señala claramente esa indefensión ante la justicia de los hombres:

    ¡Morir... dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños nos pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida. ¡He aquí la reflexión que da existencia tan larga al infortunio! Porque ¿quién aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo, la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las congojas del amor desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del poder y las vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo con un simple estilete?10

"Tardanzas de la justicia", "insolencias del poder", frases que dice un príncipe. Por eso emite su condena de muerte. Por eso hará representar el asesinato de su padre, para escudriñar en las expresiones de los sospechosos signos que comprueben su culpa: proceso y condena naturales. Y no porque sea un heredero del trono, sino porque, también, ha sufrido la tardanza de la justicia.

Estamos hablando —hay que insistir en la obviedad— de un problema viejo. Si no, ¿por qué las recomendaciones de Don Quijote a Sancho?:

    Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente;11 que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.12

Sancho habría de gobernar la ínsula Barataria. Y debía estar preparado para ello. Pero con una preparación ética, basada en el buen juicio y en las reflexiones acerca de las condiciones de la ley natural. Respeto y apropiación de un criterio. Sabiduría templada en la contemplación de la historia. Sin hipérboles de ningún tipo, ¿no debieran ser estas palabras un verdadero principio para la norma jurídica? Y Cervantes conocía mucho de los otros vicios de las instituciones de impartición de justicia. Por eso, Don Quijote comienza sus consejos diciéndole a Sancho: "Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden".13

¿Conocía el generoso hidalgo nuestra realidad institucional, centrada muchas veces en la búsqueda desesperada del hueso? Conocía, antes que todo, la naturaleza humana y, en consecuencia, la fragilidad de las instituciones.

Tal vez por eso en otros momentos de la historia, ante la "tardanza de la justicia", la suma de conflictos personales se vuelve descontento generalizado. Así han comenzado las luchas por la independencia de los pueblos; o las resistencias ante las invasiones. Bastaría con recordar a Vercingetorizx y el cerco de Numancia; o la resistencia española a la llegada de los árabes. O la conmovedora gesta de Guillermo Tell, cantada por la pluma de Federico Schiller. Y, un poco en el ámbito de la reclamación más inmediata, debiera recordarse la aleccionadora decisión de Fuente Ovejuna: matar al comendador. Otra vez justicia natural y decisión colectiva. Otra vez la "tardanza de la justicia" que Shakespeare había padecido, y que expresó inigualablemente en el monólogo de Hamlet.14

En nuestro país, en nuestro rigurosamente amado México, muy pocos hemos aprendido de la historia. En este azaroso fin de siglo que nos está tocando vivir, nosotros, seres vigesémicos,15 parece que no queremos darnos la oportunidad de repensar una noción elemental de justicia. No la que se inscribe en actos desmesurados de revancha personal, ante la tardanza de los organismos encargados de procurarla, sino en aquella que procura el bien común, la sana convivencia social.

Desde el sistema tributario de los antiguos mexicanos, pasando por la Conquista española, la Inquisición, la guerra de Independencia, las invasiones extranjeras, la Revolución mexicana, la guerra cristera y los gobiernos "emanados de la Revolución", la procuración de justicia se ha cebado en el débil. Idealistas de todos los tiempos han empeñado sus mejores esfuerzos para proponer códigos jurídicos que normen la conducta social. Intereses, luchas por el poder y corruptelas han acabado por vencer casi todo esfuerzo razonable.

Por citar sólo algunos ejemplos de todos conocidos, ¿qué fue realmente la Revolución? Una revancha desesperada: una condena de muerte contra el orden opresor. Mariano Azuela pudo expresarlo mejor que nadie en la figura noble, pero guiada nada más por la intuición, de Demetrio Macías. Y Rafael F. Muñoz, en "El feroz cabecilla", ya vislumbra los manejos de la información en la rabiosa lucha por el poder.16

Por eso, poco después, la pena de muerte se "legaliza", sin que deje de ser revancha, en "Diles que no me maten", ese cuento más que doloroso de Juan Rulfo. El militar, con el poder y la justicia en las manos, condena a muerte a Juvencio Nava por una venganza personal. La condena se cumple y es legal. Él tenía la justicia escrita de su lado.

 
 
Por eso, también, nuestra propia versión de Fuente Ovejuna. Edmundo Valadés escribe "La muerte tiene permiso". En este relato los lugareños hacen todo lo posible por legalizar una muerte consumada. La condena se había cumplido. Y habían apelado, como en la obra de Lope de Vega, a la justicia natural. Sólo quisieron que todo fuera legal, acaso legítimo.

Así, cuando en nuestro tiempo se han endurecido las relaciones sociales; cuando observamos que las instituciones encargadas de procurar justicia se ven rebasadas por sus mismas limitaciones y vicios; cuando la desesperación llega a límites insospechados, se tiende a buscar una "solución" cómoda y fácil: endurecer las leyes. Sólo que se olvida un detalle elemental: en esencia, las leyes no son el problema, sino su aplicación: quién las aplica. Y ya no se puede pensar como Sócrates. La red de complicaciones se ha enmarañado hasta el infinito. Y existen muchas razones.

Vamos a centrarnos en nuestro tiempo. Finalmente, éste es el resultado de la suma de acontecimientos en la historia. Nuestro peculiar sistema de gobierno ha determinado una forma de ser. Un partido político ha acaparado el poder durante casi 70 años. Esto ha conseguido que el ciudadano común acepte este hecho como algo inevitable. Sólo en fechas recientes ciertos sectores de la sociedad están intentando otra relación de fuerzas. Pero siete décadas son mucho tiempo. Tiempo en el que hemos visto un empobrecimiento paulatino del país. Promesas anteriores y discursos justificarios actuales no pueden ocultar una realidad evidente: el país está en un momento clave de su historia: empobrecimiento, desempleo, inseguridad, marginación... debilitan, cada vez más, la credibilidad en las instituciones, sobre todo en los asuntos de justicia.

Tantos años de ver a políticos enriquecidos después de sus periodos de "servicio al pueblo", pero, sobre todo, luego de verlos en la más absurda impunidad, han hecho que los ciudadanos adopten, también, el camino más fácil: "si éste roba yo por qué no", parece ser la divisa. Por eso el relajamiento de una ética social. La costumbre de la corrupción ha permeado en todas las capas de la sociedad. Todo el mundo sabe —sabemos— que con una "mordida" cualquier problema, legal o administrativo, puede resolverse.

Y también sabemos, por experiencia personal o por testigos dignos de fe, que cualquier asunto en delegaciones, ministerios públicos, rejillas de prácticas o, incluso, con policías o agentes judiciales, es resuelto, invariablemente, a favor del que tenga más dinero o más relaciones. Lo sabemos: las cárceles y los reclusorios preventivos están llenos de pobres, de gente que no tiene recursos para hacer, aunque sea un poco, expedita la justicia. Lo sé porque he dado lecturas en diferentes penales. Y muchos de mis amigos dan talleres literarios en esos lugares.

 
 
   
Haré otra, breve, digresión. Una vez fui requerido como testigo, para declarar a propósito de un despido injustificado. Allá, en la colonia de los Doctores, vi personalmente el modo de impartir justicia en nuestro país. La juez —tal vez agente del Ministerio Público—, atrás de la rejilla de prácticas, mientras escuchaba los testimonios y los alegatos de las partes, estaba ocupadísima en pintarse los labios, enchinarse las pestañas y saborear una torta. Entre tanto, los testigos éramos tratados como culpables. ¿La razón? El abogado del patrón era un tipo por demás hábil y experimentado; el del empleado, joven, inexperto e idealista. Huelga decir quién ganó.

Ante estas circunstancias ¿vale la pensa pensar en endurecer las leyes? ¿Es necesario que, en ese endurecimiento, se llegue al clímax, es decir, la pena capital legalizada? Es cierto, quien ha sufrido actos desmesurados de violencia no puede menos que desear el máximo castigo para el que abusa. Pienso en las mujeres violadas o en los secuestrados; en los asaltados que mueren o quedan inválidos; en los que sufren el robo de su patrimonio o son estafados. Pero creo que no se debe buscar la razón en la sinrazón.

Como bien lo sabemos todos, en el momento de legalizarse la pena de muerte, ésta recaería inevitablemente en los más débiles. Los poderosos seguirían evadiendo la justicia. Ya han escapado de la cárcel. Qué les puede costar otro acto de impunidad. A mí me horroriza pensar en la cantidad de inocentes que podrían morir.

Y es que, pese a todo, la civilización sí ha avanzado. Las leyes, imperfectas y por lo mismo perfectibles, sólo necesitan que su aplicación se ciña a su espíritu. Que los encargados de ellas actúen con ética social y con decoro. Esto parece una ingenuidad —de hecho lo es—, pero quiere ser una necesidad de pensar en lo más valioso del género humano. Esa condición que ha permitido que exista el arte y la historia; la búsqueda de normas jurídicas con base en un deber ser social; la desmesura generosa de Cervantes —en boca del Quijote inmortal— que aconsejaba a Sancho no cargar el rigor de la ley al delincuente cuando se pudiera;17 la esforzada voluntad humanitaria de John Donne, quien pensaba que, ante la muerte de cualquier ser humano, nadie debe preguntar por quién doblan las campanas: siempre doblan por uno mismo: nada humano nos puede ser ajeno: la muerte es, siempre, otro episodio con el enemigo.•

*José Francisco Conde Ortega (Atlixco, Puebla, 1951) es poeta, crítico y ensayista. Es profesor - investigador de la UAM - Azcapotzalco. Estudió letras en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es autor, entre otros libros, de Vocación de silencio (1985), La sed del marinero que regresa (1988) y Los lobos sobreviven del viento (1992).
Notas

1 Platón, Critón o del deber, en Diálogos, p. 137 y ss.

2 Ibid., pp. 159-160.

3 Véase supra.

4 Ernesto Sábato, El túnel, pp. 11-12.

5 Jorge Luis Borges, "La intrusa", en Nueva antología personal, p. 194.

6 Id., "Episodio del enemigo", en id., p. 76.

7 Loc. cit.

8 William Shakespeare, Hamlet, en Obras, p. 400.

9Loc. cit.

10 Ibid., p. 401.

11 El subrayado es mío.

12 Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, t. 2, cap. 42, p. 935.

13 Ibid., p. 933.

14 Véase supra.

15 El término se debe a José Emilio Pacheco.

16 Véase José Francisco Conde Ortega, "Rafael F. Muñoz: la retórica del poder", en Diálogo de octubre, p. 103 y ss.

17 Véase supra, nota 12.

Bibliografía

    Jorge Luis Borges, Nueva antología personal, Barcelona, Bruguera, 1980 (Club Bruguera, 2), 282 pp.

    Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, 2 t. Barcelona, rbi, 1994 (Historia de la literatura, 2), 1204 pp.

    José Francisco Conde Ortega, Diálogo de octubre, México, ihc, 1993 (Ingenioso Hidalgo), 142 pp.

    Esquilo, Tragedias completas, Barcelona, rbi, 1995 (Historia de la Literatura, 78), 252 pp.

    Ernesto Sábato, El túnel, México, Origen/Planeta (Literatura Contemporánea, 36), 138 pp.

    William Shakespeare, Obras, Barcelona, Argos Vergara, 1979, 590 pp.

    Platón, Diálogos, México, SEP/UNAM, 1988, 444 pp.