No para siempre en la tierra

*Maria Dulce de Mattos Alvarez
 

Desde la aurora de la humanidad el hombre ha intentado explicar las causas de los fenómenos naturales y de la vida misma. Tales procesos de búsqueda se van cristalizando en una cantidad significativa de costumbres, creencias, ritos, religiones, instituciones, manifestaciones artísticas y elaboración de objetos, que son los elementos conformadores de lo que se denominó posteriormente cultura.

Se puede evidenciar una cantidad significativa de culturas que han prevalecido a lo largo de la historia de la humanidad, porque cada pueblo ha tenido su forma particular de concebir al mundo en que estaba inmerso. Éstas han presentado también una infinidad de manifestaciones; la que se refiere al rito o culto a la muerte ocupa un lugar trascendental por la universalidad del fenómeno. En otras palabras, la muerte como un fenómeno universal ha presentado muchas manifestaciones que se llevan a cabo de acuerdo con la tradición y creencia de cada pueblo o sociedad, dejando, generación tras generación, su marca indeleble a través de las costumbres que las nuevas generaciones tienen que mantener o renovar.

Krings afirma que
 

la muerte, como un fenómeno que afecta en forma singular a la corporalidad y espiritualidad del hombre, se revela como un punto crucial donde se anudan preguntas ontológicas, antropológicas, éticas e histórico-filosóficas (Krings, 1974, p. 599).


Sin embargo, el cuestionamiento del hombre no se refiere sólo a la muerte en su propia esencia, lo que por sí mismo es complejo y profundo —por cuestionarse en su propia razón de ser y trascender—, sino de lo que sucede después de ella. Tales cuestionamientos han permitido al hombre tratar de
 

organizar buena parte de su vida a partir de algunas dicotomías esenciales. Una de ellas, por ejemplo, es la que diferencia lo natural de lo sobrenatural; una más, que considera lo material en contraposición con lo espiritual; y finalmente otra divide lo profano de lo sagrado. Todas ellas llegan a tocarse en algún momento y complementan el perfil que divide la vida de la muerte (Lira, 1995, p. 106).

Todas las voces sepultadas en el enorme panteón
del aire que lo rodea la tiera
revivirán de pronto para decir que el hombre es sólo eso,
un sonido extinguiéndose, una risa, un lamento,
penetrando en su muerte como en su crecimiento.

Jaime Sabines
 
 

En México las manifestaciones vinculadas a la muerte toman algunas características peculiares. Éstas son resultantes de la interrelación de dos culturas, en donde sus componentes tan opuestos entre sí tuvieron que pasar por profundos y complejos procesos de aculturación —amalgamándose o superponiéndose unos, perpetuándose o destruyéndose otros— y proporcionando como resultado una cultura en donde los rasgos prehispánicos conviven con elementos heredados de la Corona española.

Para poder analizar algunos elementos vinculados a la muerte y considerando que México, como muchos otros países, ha pasado por profundos cambios a lo largo de su historia, nos pareció pertinente elaborar un breve análisis de algunos momentos específicos de la historia de la cultura mexicana que, por su significación, enmarcaron y dieron sentido al momento actual. Por esto haremos un recorrido por el México prehispánico, contrastándolo con su momento inmediatamente posterior: la Conquista, que se efectuó a lo largo del siglo XVI y que orientó las culturas indígenas mesoamericanas hacia profundos
cambios, para finalizar con el México actual, en donde el proceso de modernización y occidentalización parece haber cambiado de manera radical los valores frente a la vida y la muerte.

El concepto de la muerte en el México prehispánico
 

¿Acaso de verdad se vive en la tierra?
No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí
Aunque sea jade se quiebra
aunque sea oro se rompe;
aunque sea plumaje de quetzal, se desgarra.
No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí.


Cantares mexicanos

El hombre mesoamericano tuvo la necesidad de buscar explicaciones al origen de la existencia, de la creación y formación del mundo y de la terminación de la vida, es decir, a lo relacionado con el binomio vida y muerte. Para esta elaboración conceptual y con el fin de aprehender y explicar la creación en su totalidad, el indígena prehispánico dio lugar a la existencia de varios dioses concebidos como fuente generadora.1

Para poder explicar la referida existencia de Dios o de los dioses, el hombre prehispánico —como también lo hiciera el de otras culturas— tuvo como fuente primigenia a las fuerzas naturales, a las cuales rindió culto, es decir, a los cuatro elementos de la naturaleza: tierra, agua, aire y fuego.

Así, en lo relacionado a su cosmovisión,2  se entremezclaban la concepción de Dios y de la naturaleza, dando lugar al principio de la dualidad, que algunos estudiosos han considerado como el principio fundamental del mundo prehispánico, "expresado en el choque de armas antagónicas que rigen la concepción de los dioses y de la naturaleza" (Matos, 1992, p. 279).

Lo anterior explica el porqué fijaron su atención en el ciclo eterno de los astros: transcurrido el día el Sol se esconde; al caer de la noche la Luna y las estrellas hacen su aparición, proporcionando un concierto repetitivo y eterno. Las estaciones del año se repiten en cada periodo con aspectos climatológicos diferenciados, proporcionando al entorno transformaciones constantes; tal renovación también se vincula a lo eterno.

Al observar las referidas estaciones el hombre se da cuenta de que puede sembrar cuando se acerca la época de lluvias, ya que en este momento la madre tierra se abre para recibir la semilla y después de un lapso previsible devuelve el fruto. Sin embargo, esta misma tierra toma otra función importante: su seno recibe también a los muertos que después de ser enterrados al paso del tiempo se desintegran; así, la tierra madre es también sepulcro y acoge en su seno a aquellos que la han sembrado.
 

Vivimos en la tierra prestada
Aquí nosotros los hombres…
¡Sólo un breve tiempo
y se ha de poner tierra de por medio!

Cantares mexicanos


Al referirse al ciclo antes mencionado, Paul Westheim afirma que
 

su observación le enseña que todo lo que es se halla sometido a un constante proceso de transformación. La transformación es lo eterno. La forma del fenómeno cambia, puede ser destruida y es destruida, y está sujeta como todo acaecer a aquel dinamismo que es uno de los principios rectores en la concepción del mundo americano; pero lo que se conserva es la fuerza vital a la cual el fenómeno debe su existencia; no puede perecer, tampoco puede desaparecer; una y otra vez vuelve a resurgir en forma distinta (Westheim, 1971, p. 30).


Otra concepción fundamental frente a los fenómenos cósmicos se refería a la idea de la indestructibilidad de la fuerza vital y de la subsistencia más allá de la muerte. Pero esta indestructibilidad, esta fortaleza del cosmos, debía ser preservada a través del sacrificio, el cual era necesario para que el Sol no detuviera su marcha y ocasionara el fin del universo. Así, alimentar al dios Sol a través de la propia vida del hombre le otorga al sacrificado el privilegio de comulgar con la eternidad.
 

Por fin los dioses han logrado dar vida al universo. Pero esto debe mantenerse por medio del sacrificio. Los dioses han muerto y se han sacrificado para dar vida al hombre y dotarlo de alimento, del fuego, del Sol. Ahora el hombre tiene que repetir la muerte de los dioses encarnados en los hombres. El sacrificio humano es la renovación de la vida a través de la muerte. El sacrificio reviste las características del dios al cual se inmola. Es el ciclo vida-muerte que debe ser repetido por el hombre (Matos, 1992, p. 287).


La religión era a la vez la ideología y la ciencia de la comunidad; su simbolismo, sus mandatos y sus profecías se hallaban profundamente unidas desde el nacimiento hasta la muerte, al orden individual y colectivo. En la opinión de Paul Westheim la religión prehispánica rigió la vida de la sociedad y únicamente brindó al mortal una promesa de felicidad: la muerte al servicio de los dioses. Por esta razón la muerte fue exaltada y morir pudo convertirse en un acto heroico que diferenciaba y premiaba a aquellos que murieran en condiciones distintas a las del deceso natural.3

 
 

Es importante señalar que la definición del lugar al cual dirigirse después de la muerte estaba determinado por la forma de la muerte. Los actos colectivos de la humanidad eran los esenciales, ya que la moralidad personal incidía poco en el proceso de la vida y la muerte. En este contexto, Mictlán, considerado como reino de los difuntos, era el lugar destinado a los que tuvieron muerte natural y nada tenía que ver con el infierno cristiano, lugar reservado a los castigos y torturas; era nada más el lugar a donde iban los muertos. Después de un largo recorrido en el cual estaban expuestos a una serie de pruebas mágicas, llegaban a su destino en calidad de huéspedes de Mictlantecutli, dios de la muerte.

Una manifestación religiosa importante que perdura hasta nuestros días como testimonio de la religiosidad mesoamericana se refiere a los numerosos monumentos destinados a rendir culto a los dioses. A diferencia de la vivienda para uso terrenal, las referidas construcciones, sólidas y magníficas, se dedicaban con un esfuerzo casi incontrolable hacia la exaltación mágica a las fuerzas cósmicas de la naturaleza o al poder milagroso de sus dioses.4
 

Si los dioses lo presiden y dominan todo, sus representaciones materiales deben colocarse por encima de la habitación humana. Éste fue el origen de la construcción de las pirámides, sobre las cuales se erigieron templos y la construcción piramidal es la característica mayor de la arquitectura religiosa en el México anterior a la Conquista (Pellicer, 1970, p. 12).


Así, tanto las pirámides con sus plataformas superpuestas como los templos trataron de hacer referencia a la intemporalidad de la vida en su eterno juego con la muerte. Vale la pena mencionar que son de las obras arquitectónicas que desde épocas más remotas han sobrevivido a los embates del tiempo.

Otra manifestación cultural importante se refiere al culto a los muertos; para configurar y atestiguar el referido culto, una gama amplia de objetos fue utilizada. Cada uno de ellos representó diferentes símbolos, iconos o signos que buscaron dar a la muerte su justificación o trascendencia. Diversos estudios evidenciaron que desde tiempos inmemoriales en la cultura mexicana el culto funerario tuvo reservado un lugar de suma importancia entre los rituales; parece ser que desde el preclásico temprano, es decir, 1200 a.C., hay vestigios de esta manifestación. En épocas posteriores este culto se desarrolla de manera significativa.

Por esta razón en el México prehispánico las ofrendas mortuorias fueron parte de las ceremonias fúnebres y acompañaron a los muertos en sus tumbas. Su composición era diversificada: desde el agua y alimentos hasta objetos como máscaras, calaveras, joyas, vasijas, figurillas macizas y huecas, conchas, etcétera. El vasto campo de los objetos abarcó desde los más sencillos de barro hasta los lujosos y sofisticados hechos de piedras preciosas o semipreciosas y de metales, incluyendo el oro; se podían encontrar desde recipientes simples destinados a guardar la comida y el agua hasta elegantes vasijas profusamente ornamentadas. Gran parte de los referidos objetos disponía de una decoración simbólica, dejando perpetuados códigos complicados que aludían a dimensiones divinas y sobrenaturales. Parte de la representación de los objetos rituales se refirió también a las imágenes humanas y divinas, animales y plantas, las cuales señalaban la intención negadora de la muerte.
 

Las ofrendas mortuorias parecen manifestar en sus varias formas y contenidos un solo sentido esencial: el amor a la vida y la necesidad de su preservación. El arte de las ofrendas funerarias es un arte esencialmente biofílico, que niega a la muerte a través de múltiples expresiones de vida (De la Fuente, 1987, p. 45).


Como parte del culto funerario otro objeto importante se relaciona con la máscara.5 Ésta acompañaba al cadáver o a los directamente involucrados en la realización de las ceremonias fúnebres. Podían reproducir a las deidades o referirse a animales y seres irreales. En otras palabras, la máscara tenía un papel trascendental, ya que era usada no sólo en la inhumación sino también sobre el bulto mortuorio en los casos que se practicara la incineración.

La calavera fue también un símbolo muy utilizado. Se han encontrado objetos que presentan un rostro viviente de un lado y una calavera burlona del otro, sugiriendo que la muerte y la vida son en realidad dos aspectos de lo mismo (Tickell, 1992, p. 91). Una vez más parece indicar que fue una alusión a la inmortalidad y por esto no representó un papel angustiante o terrorífico.

El hecho de que la calavera, símbolo de la muerte, fuera una de las más populares formas ornamentales de Mesoamérica, que se encuentra hasta en objetos de uso diario, como las vasijas por ejemplo, permite la suposición de que la calavera haya sido precisamente un símbolo de la vida. No es de ningún modo exhortación a hacer examen de conciencia, a reflexionar sobre la caducidad de todo lo terrestre. Al tomar en cuenta que era alusión a la inmortalidad de la vida representaba un signo lleno de promesas de la resurrección (Westheim, 1971, p. 54).

 
 

Por lo tanto, los objetos que habiendo sido depositados en las tumbas conformaron las ofrendas mortuorias y los que fueron parte de su ceremonia, poseían un significado relacionado a la visión cosmogónica y mágica del mundo: la búsqueda de la vida humana en la vida divina.
 

¿Adónde iremos,
dónde la muerte no existe?
Mas, ¿por esto viviré llorando?
Que tu corazón se enderece:
aquí nadie vivirá para siempre.

Cantares mexicanos


La Conquista
 

La muerte no solamente limita la vida;
sino que la abarca;
no sólo la escolta, sino que la impregna;
no sólo la interrumpe, sino que la consuma;
no sólo la amenaza, sino le da sentido.


Cabodevilla

En el siglo XVI el mundo prehispánico construido a lo largo de varios siglos vio interrumpido su desarrollo de una manera drástica con la llegada de los españoles, que introdujeron, junto con otros europeos, la cultura occidental. La Conquista representó en sus inicios una lucha desigual, en donde los aztecas, y después las otras culturas, resultaron vencidos. En el periodo inmediatamente anterior el pueblo azteca había dominado, a través de sangrientas luchas, a los pueblos mesoamericanos. Éste fue un suceso más que utilizaron los españoles. Primero hicieron aliados a muchos de estos pueblos dominados; después, a algunos guerreros y dirigentes de Tenochtitlán y finalmente pudieron sojuzgar a todos, resultando un gran número de conquistados.

Concretada la conquista material a través de la posesión y dominio del territorio, era necesaria su consolidación; esto requería un paso tan o más importante que el primero: la dominación espiritual. Es decir, la visión de la conquista y colonización que traía el español llevaba implícita la necesidad de dominar material y espiritualmente al pueblo aquí existente.

Es evidente que todo proceso de dominio es complejo, razón por la cual ambos conquistadores, militares y espirituales —salvo escasas excepciones—, se dedicaron a la destrucción de los templos, de los monumentos públicos, de la organización social, económica, política y religiosa de los indígenas. En fin, el dominio y la colonización exigían, según la percepción española, la destrucción de todo aquello que representara la ideología, la concepción del mundo y de la vida, así como la organización social y política de los vencidos.

Por otro lado, con una cultura tan desarrollada como la mesoamericana, con valores tan arraigados a sus comunidades a lo largo de los siglos, no es difícil suponer que muchos de los valores impuestos por el conquistador no pudieron ser asimilados de una manera pura; tenían un largo pasado recorrido, lo que permitió que muchas de las enseñanzas propuestas fueran incorporadas a las anteriores y reinterpretadas a partir de su propio código vital, dándose, en muchos casos, un proceso de aculturación.

Sin embargo, la destrucción de los templos, aunado al obvio abandono que hubo de los centros ceremoniales prehispánicos, rompió la posibilidad de realización oficial del culto, pero esto por sí solo no cambió la ideología imperante. Fue necesaria una medida mucho más profunda; ésta se relacionó con la evangelización y conversión del pueblo indígena al cristianismo, lo que implicó un nuevo concepto religioso, de Estado, de organización social, de concepción de vida y muerte.

Por lo tanto, uno de los aspectos primordiales de la colonización estuvo vinculado a la catequización religiosa. Los evangelizadores rápidamente se percataron de la disposición de los nativos en participar en eventos colectivos que fueran atractivos y organizaron festividades que pudieran representar los actos bíblicos y ejemplos de la conversión de otros pueblos al cristianismo, entre otros eventos. Los nuevos conversos aprendieron los preceptos religiosos a través de puestas en escena en donde ellos mismos actuaban y la danza fue un vehículo ampliamente utilizado. Sin embargo,
 

los frailes tuvieron la visión de incorporar a las fiestas católicas danzas de carácter aparentemente recreativas y así llegaron hasta nuestros días las danzas relacionadas con la visión cósmica, danzas de animales, de viejitos y muchas otras. A lo largo de los años se forma una serie de sincretismos donde las creencias indígenas fueron incorporadas a muchas ceremonias de origen católico (Deutsch, 1991, p. 22).


Para tales eventos diferentes máscaras fueron elaboradas, a fin de simbolizar los misterios del nacimientos de Cristo, tales como la Virgen, los ángeles, el diablo, etcétera.7

En cuanto al concepto y sentido de la muerte se da una superposición de sentimientos que en el fondo son diferentes. Como hemos observado, para el hombre mesoamericano morir no implicaba la gloria eterna o la condenación definitiva, acorde con su comportamiento individual como ser viviente. Su concepción estaba vinculada a la idea de la indestructibilidad de la fuerza vital, que subsistía más allá de la muerte; era una ley natural que ni siquiera los dioses podían violar. Para el cristianismo, por el contrario, la muerte representa un momento crítico y que define la dualidad: perdición eterna o vida gloriosa, en función de su conducta individual en la vida terrenal.
 

¡Vivirán tus muertos,
los cadáveres se alzarán,
despertarán jubilosos
los que habitan en el polvo!
Porque tu rocío es rocío de luz
y la tierra de las sombras parirá.
Isaías, 26,19
 
 
   

Asimismo, el cristianismo introduce el símbolo del diablo8 como representante del espíritu del mal —concepto inexistente en la cultura prehispánica— y que tortura a las almas de los pecadores en el infierno; por incorporar todos los vicios y las culpas de la humanidad, encarna la lucha entre el bien y el mal. Esta visión maniqueísta del mundo también fue ajena al hombre prehispánico, una vez que sus deidades representaban la bondad y la maldad simultáneamente.

Lo antes expuesto nos permite observar que el nativo se encontró con un nuevo concepto de muerte, en donde se ponen en evidencia los cuatro fines últimos de la humanidad cristiana: muerte, juicio final, infierno y paraíso. Se añade la noción de pecado como un hecho individual, el cual puede llevar al infierno y a través de su redención le permitirá entrar al paraíso. Como nadie puede vencer a la muerte, y por desconocer el momento en que ésta puede ocurrir, es deber del cristiano estar siempre preparado para recibirla.

Al analizar el entorno en que se desarrolló la Nueva España en el siglo xvi se puede suponer que existió la amenaza permanente de una muerte repentina e inmediata por la cantidad catastrófica de epidemias virulentas que exterminaron a gran parte de la población. Basta mencionar la peste de 1576 o cocoliztli, que, según calculan algunos historiadores, exterminó a cerca de dos millones de indios, así como a un nutrido número de españoles que vivían en el territorio recién conquistado. Como afirma Elena de Gerlero, algunos evangelizadores consideraron estas muertes causadas por las "siete epidemias mayores" como posibles presagios de las profecías apocalípticas y permitieron la introducción de los temas derivados de la Danza Macabra9 y de la Danza de la Muerte en los murales de los conventos mexicanos.

Evidentemente la forma y el lugar para enterrar a los muertos también sufren cambios significativos. La costumbre indígena de incinerar a los cadáveres fue prohibida por la Iglesia católica.10  Dentro del espíritu cristiano se debía enterrar a los muertos en el camposanto.
 

El cuerpo del difunto se abandonaba a la protección de la Iglesia: todo estaba bien si el cadáver quedaba cerca del templo… Así, el creyente, al ir a la iglesia "visitaba" a sus muertos. Se creaba una comunión entre vivos y muertos (Pérez Valera, 1996, p. 170).


Lo anterior nos permite afirmar que los cementerios se hallaban ligados a los templos o a las instituciones pías. Inclusive, era de uso común enterrar a los muertos importantes dentro del recinto del templo y a los demás en los atrios que estaban alrededor de éste. Un hecho que evidencia esta afirmación es el que se relaciona principalmente con las épocas de epidemias,
cuando los atrios, porterías, capillas posas y aun los conventos propiamente dichos, se volvían extensión de aquellos espacios que funcionaban como "hospital". Era condición indispensable para la admisión del enfermo recibir primero el sacramento de la confesión; como no se podía asegurar la cura a través de la ciencia médica, era fundamental la medicina espiritual que garantizara una muerte cristiana.11

Por esta razón el culto a la muerte dentro de la concepción cristiana se refería al ámbito de la parroquia, que incluía tanto a la iglesia como al cementerio, en donde la comparecencia física de la muerte tenía un profundo significado para la vida, pues permitía a los creyentes tener presente la fragilidad de la vida y la necesidad de una preparación constante hacia la muerte. Lo mismo sucedía en la vida cotidiana, en donde
 

la muerte se evidenciaba a través de oraciones referentes a la agonía, las peticiones de la buena muerte, y la celebración de honras fúnebres, lutos, duelos, exequias, ofrendas, entierros, octavarios y novenarios, misas, rosarios, procesiones, toques de campanas, sermones, la conmemoración de los fieles difuntos y mil ceremonias más que recordaban la muerte de algún santo o mártir, demandaban la atención de la sociedad en pleno: la muerte en la sociedad virreinal era presente, constante y masiva (Bazarte, 1991, p. 68).


Vemos así que la llegada de los españoles, con su diferente concepción de vida y muerte, trae consigo nuevos elementos simbólicos que poco a poco se fueron incorporando a la vida religiosa y cotidiana del nativo mexicano.
 

La muerte, entonces, presente en el espíritu, en la oración, en las conciencias y en los edificios que constituían la vida de los frailes, necesariamente impregnó también la vida de los evangelizados, que por sus ancestros prehispánicos y por su presencia hispana la incorporaron a su vida cotidiana y a su historia (Lira, 1995, p. 128).


Sin embargo, como hemos mencionado antes, una cultura tan estructurada, con rasgos vivenciados y desarrollados a lo largo de tantos siglos, encontró dificultades para desmembrarse y absorber otro marco conceptual tan opuesto de una forma pura. Por esta razón lo "viejo" y lo "nuevo", lo mágico y lo cristiano se amalgamaron, dando como resultado la coexistencia de ritos y ceremonias que se entrelazan o se complementan en el momento de rendir culto a los muertos.

La muerte y el México actual
 

Esta mañana imaginé mi muerte
despeñado en el coche o de un balazo.
Me tuve lástima. Lloré por mi cadáver un buen rato.
Hablé luego de vacas, del gobierno,
de lo caro que está la vida,
y me sentí mejor, un poco bueno.

Jaime Sabines


Referirse al México actual resulta una tarea muy parcializada si no tomamos en cuenta su diversidad cultural, la cual conforma diferentes realidades. A grandes rasgos mencionaremos dos. Una se refiere al México moderno, que se compone de los grandes centros urbanos, donde la influencia del proceso de modernidad y racionalización, con su avance tecnológico y científico, se deja sentir de manera inmediata en el desarrollo y conformación de su cultura urbana. Otra está vinculada con los pequeños y medianos pueblos y las comunidades rurales —las cuales abrigan un número significativo de mexicanos, cuya origen indígena es predominante—, que de alguna manera perpetúan muchos de los elementos heredados del pasado ancestral, amalgamados con otros oriundos del cristianismo.12 
 

En nuestros días aún se puede observar que los aspectos mágico-religiosos intervienen en la explicación del mundo y de su materialización; lo mismo sucede con la conceptualización de la vida y de la muerte. Tanto su vida cotidiana como sus actividades festivas están permeadas por muchos de los conceptos y manifestaciones vertidos a lo largo de este ensayo.

Al referirnos a la muerte, podemos detectar una cantidad importante de ritos y ceremonias en donde los elementos prehispánicos perviven: como enterrar a los muertos, ofrendarlos, recibirlos cada año por ocasión de su día y un sinnúmero más que encierran conceptos mágicos, mantenidos por la tradición, pero que difícilmente pueden compatibilizarse con el México moderno.

Veamos el México urbano, el cual a lo largo del siglo XX ha pasado por profundas transformaciones. Insertas en una economía capitalista mucho más cristalizada, las ciudades crecen y con ellas las grandes aglomeraciones; el desarrollo tecnológico y científico se manifiesta, entre otras cosas, en la producción de una diversidad de objetos, aparatos y espacios nunca antes imaginados y propician el desarrollo de una sociedad de consumo en donde la posesión de bienes materiales pasa a ser uno de los grandes objetivos, ya que expresa la pertenencia a una u otra categoría de la estratificación social. En consecuencia, la materialidad pasa a ser uno de los ejes vitales y en función de ella se busca de una manera casi ilimitada la comodidad, el confort y la acumulación de bienes.

En la sociedad moderna los intereses económicos se disfrazan en una aparente búsqueda de la felicidad. Como resultado, y de manera constante, se invade el mercado de una serie ininterrumpida de satisfactores de la más diversa índole. El hombre contemporáneo se enfrenta ante la extraordinaria posibilidad de ejercer una "libertad absoluta" respecto de la selección de bienes de consumo. El conformarse con lo necesario o accesible parece una limitación de otras épocas. La moderna publicidad nos exige una pronta decisión, apoyada obviamente en el crédito. Sin miedo a exagerar, podemos decir que nos encontramos disfrutando una vez más una existencia paradisíaca: al edén del consumismo (De la Torre, 1987, p. 263).


Es evidente que lo relacionado a la muerte no podría estar fuera de este contexto.13  En coherencia con esta forma de vivir, en su búsqueda desenfrenada por "el bienestar económico", el mundo de los plásticos y de las tarjetas ocupa un lugar preponderante y permite al ser humano realizar el que será, dentro de este nuevo entorno, su último acto consumista, el cual, por cierto, puede resultar muy oneroso. "Para bien morir" se puede planear y concretar la compra del terreno o nicho, de la urna mortuoria, del derecho de uso de la funeraria encargada de proporcionar la capilla y preparar al cuerpo para su destino final: ser incinerado o enterrado en las criptas de los templos o en los panteones civiles.

Vemos así que las instituciones y los espacios asociados a los rituales de la muerte se han diversificado y son cada vez más especializados. Cada uno de ellos, dentro de este proceso de modernidad, busca racionalizar los diferentes momentos de tránsito a la muerte hasta su término.

El hospital pasa a tener un papel fundamental en el proceso de tránsito a la muerte. Desplaza de la casa el cuidado del enfermo, con una doble finalidad: prolongar la vida o permitir que individuos solitarios se deslicen discretamente hacia la muerte. Esta búsqueda de retención de la vida muchas veces se manifiesta en un inhumano tratamiento terapéutico que insiste en mantener la vida a toda costa y a todo costo, a través de recursos tecnológicos sofisticados, pareciendo pretender negar al ser humano la condición de mortal.14

Hospitales modernos, muchos de ellos compuestos por un mosaico de habitaciones individuales, alternadas con salas de terapia intensiva altamente equipadas, quirófanos, laboratorios con instrumentos complejos y sofisticados, salas de estar, restaurantes, etcétera, están destinados a desplazar el peso del cuidado del paciente —tanto el enfermo grave como el moribundo— de la casa al hospital, en el cual al ser atendido por fríos e indiferentes profesionales de la muerte, pretenden hacerla  menos visible.

Parece ser que el aislamiento del paciente, rodeado de aparatos, de oxígeno y de medicinas, a veces en las solitarias salas de terapia intensiva, lo priva del convivio con la familia y los amigos cercanos, en los momentos que separan la vida de la muerte. Sin embargo, como observa Carlos Lira, tal actitud permite conducir a los familiares a la aceptación de la muerte de una manera menos dolorosa, más "moderna", más "científica" y "humanizada" (Lira, 1995, p. 133).

Después de ser declarado clínicamente muerto, el cuerpo es trasladado a la agencia funeraria, la cual pasa a ser el espacio ritual previo al sepelio y se responsabiliza de propiciar el lugar adecuado e higiénico para que los familiares y amigos rindan el último culto al cadáver presente. Es notorio cómo cada vez con mayor rapidez se hace desaparecer el difunto, no sin antes embalsamarlo y maquillarlo, para luego destruirlo lo más posible, a través de la incineración. Aquí vale la pena mencionar la observación de Pérez Valera:
 

ante la muerte se pedía al estoico dominio de sí, dignidad; al cristiano, serenidad y esperanza; al hombre moderno, sólo discreción: ocultar y reprimir el dolor y el llanto bajo las gafas oscuras o el velo negro (Pérez Valera, 1996, p. 169).


Resultante de la presión económica y demográfica, la práctica de la incineración15 es recuperada y ampliamente utilizada en las grandes ciudades. Es a partir de 1957 y con vigencia desde 1964, con la anuencia del papa Juan XXIII, cuando la Iglesia católica concede el permiso de la incineración del cadáver. Con esta medida, los templos cristianos recuperan de manera importante su condición de sepulcro, al incentivar y permitir que se depositen las cenizas de los muertos en muchas de sus criptas. Parece ser que la Iglesia finalmente llegó a la conclusión de que su principio —tú eres polvo y al polvo retornarás— no se ve afectado con el hecho de la incineración, haciendo así posible no sólo la veneración de los difuntos sino también la resurrección del cuerpo en el juicio final.

En los centros urbanos los panteones civiles y comerciales son construidos de acuerdo con los lineamientos modernos y sus parcelas son vendidas con el mismo criterio que se explota un fraccionamiento.

Están compuestos por circulaciones peatonales y vehiculares organizadas, lotes de distintas categorías y precios, numerados y organizados en manzanas, mausoleos de distintos estilos y dimensiones. Una ciudad para los muertos que no puede escapar de la costumbre de los vivos. Zonificación espacial, evidente estratificación social, manifestación de estatus, de abolengo burgués y aristócrata. Y ahí, sus cenizas o su cuerpo será contenido o colocado en un nicho convirtiéndose con esto en un habitante más de esta sobrepoblada ciudad de cuerpos muertos (Lira, 1995, pp. 133-134).


Así, como resultado del proceso de racionalización, el panteón pierde parte de su connotación simbólica. Antes era visitado periódicamente, por representar el reposo del alma y se acompañaba de flores y oraciones. Representaba un símbolo cargado de emociones, de melancolía, nostalgia, tristeza y evidenciaba al hombre su precariedad ante la vida. Actualmente, "no hay tiempo" en la gran ciudad para hacer visitas cotidianas y sistemáticas a los cementerios. Si acaso, una vez al año, probablemente en los días 1 y 2 de noviembre, días dedicados a los muertos.

Hasta las manifestaciones y el culto a la muerte parecen haber encontrado en las fuentes tecnológicas y científicas su perfecta integración con este concepto de sociedad moderna y racional:
 

La procesión en las calles de la ciudad es ominosamente patética. Detrás del carro que lleva el cadáver, va el autobús, o los autobuses negros, con los dolientes, familiares y amigos. Las dos o tres personas llorosas, a quienes de verdad les duele, son ultrajadas por los cláxones vecinos, por los gritos de los voceadores, por las risas de los transeúntes, por la terrible indiferencia del mundo. La carroza avanza, se detiene, acelera de nuevo, y uno piensa que hasta los muertos tienen que respetar las señales del tránsito. Es un entierro urbano, decente y expedito.

Jaime Sabines 

*Maria Dulce de Mattos Alvarez, de nacionalidad brasileña, es profesora-investigadora del Departamento de Evaluación del Diseño en el Tiempo, de la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco. Maestra en ciencias sociales por la Universidad de São Paulo, Brasil. Cuenta con un diplomado en política social por el Instituto de Estudios Sociales de La Haya, Holanda. Este artículo es parte de su proyecto de investigación sobre la muerte en México, con el cual ha participado en diversos libros, exposiciones y conferencias.

Notas

1"Quetzacóatl acude al lugar de los muertos para recoger los huesos de los antepasados. Varios elementos de fertilidad y muerte, como ejemplos… por un lado de las oposiciones, en este caso vida-muerte, y por el otro de la relación que ambos tienen con el nacimiento y el retorno al lugar de origen después de la muerte. Estos elementos de fertilidad son: el caracol, que el señor del inframundo tiene en su poder, el cual es fertilizado por los gusanos que lo perforan y las abejas que penetran y hacen que tenga vida en su interior. Esto es indicativo del acto sexual, como también lo es el momento en que el dios lleva estos huesos a Tamoanchán, en donde la diosa Quilaztli los muele y los coloca en su lebrillo, que interpretamos como su matriz, y Quetzacóatl sangra su miembro, semen divino, para mezclarlo con los huesos, elemento muerto. Así nacen los hombres, por obra del sacrificio de los dioses", Matos, 1992, p. 283.

2E. Matos define la cosmovisión como el conjunto de ideas y pensamientos, al orden estructurado de concebir el lugar que los dioses, los astros, la tierra y el hombre ocupan en el universo y la aplicación que de ello se deriva. Afirma también que los nahuas en general y los mexicas en particular tuvieron una forma específica de explicarse el orden universal a partir de la observación de la naturaleza, del movimiento de los astros, en fin, del conocimiento acumulado durante más de dos mil quinientos años y del cual el mexica era el heredero en el centro de México. Matos, 1992, p. 279.

3Tonacalli, o el Sol, era el lugar destinado a los guerreros muertos en batalla y los sacrificados en los altares del templo, así como las mujeres muertas durante el parto. Tlalocan era el lugar destinado a los escogidos por Tláloc, es decir, los que habían muerto ahogados, fulminados por el rayo o por enfermedades asociadas con el agua. Tickell, 1992, pp. 92-93.

 4"El ser humano crea la arquitectura como uno de sus primeros símbolos de permanencia en la tierra, dado éste a través de la intemporalidad e inmortalidad de los dioses. Dioses paganos o cristianos, dioses de la naturaleza ya sean animales o humanos, su divinización hizo la primera estructura material que el ser humano creó para su exaltación", Flores, 1987, p. 273. Es interesante mencionar también que la cueva, con su arquitectura natural —considerada como refugio ideal del hombre primitivo—, parece haber sido también el primer sitio final del hombre.

5"La máscara es un instrumento y puente mágico entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y la divinidad, entre el hombre y los hombres; la máscara en el devenir de la historia le ha permitido al hombre la construcción de su mundo místico, la comunicación con las fuerzas de la naturaleza, la edificación de su cosmogonía, la interpretación de los deseos de sus deidades", Álvarez del Castillo,1991, p. 7. Conviene mencionar que la máscara fue ampliamente utilizada en muchas otras ceremonias y no sólo en las referidas a la muerte.

6Los misioneros tomaron como marco de referencia la Danza de Moros y Cristianos, la cual fue utilizada como ejemplo de victoria de la fe cristiana sobre los paganos. La misma se fue diversificando y dio origen a la Danza de la Conquista de México. Véase Deutsch, 1991, p. 21.

 7Estos eventos fueron transformados en México en las pastorelas, que son representadas hasta nuestros días.

 8Es interesante el análisis de Ruth Deutsch cuando afirma que "al adicionar cuernos a sus dioses antiguos, los indígenas no demonizaron a sus deidades, puesto que esta noción les resultó extraña, sino que disimularon su culto autóctono. A lo largo de los siglos, a fuerza de esconder ciertos conceptos bajo la máscara del diablo se olvidó el significado de la deidad encubierta, para llegar a nuestros días simplemente como diablo", Deutsch, 1991, p. 69.

 9Las danzas macabras son introducidas en México por los evangelizadores que aún están cargados de resabios medievales. Estas pinturas o grabados sobre madera evidencian cómo diferentes personajes, fueran ellos representantes de la monarquía o del clero, burgueses o campesinos, tenían que aceptar el rasero que impone la inevitable muerte igualadora. Véase Manrique, 1970, p. 43.

 10La incineración de los cadáveres en las piras funerarias fue un ritual utilizado por casi todas la culturas paganas. Tenía como objetivo liberar a los espíritus para reintegrarlos a la naturaleza y a los dioses. En el cristianismo el fuego fue sustituido por la vela encendida ante un cadáver, para significar simbólicamente que las almas viven y que lo fieles difuntos son hijos de luz y por eso sus cuerpos han de resucitar. Véase Alicia Bazarte, pp. 69-79.

11Sería hasta la segunda mitad del siglo xix cuando casi todos los cementerios de origen eclesiástico fueron destruidos y en su lugar serían construidos panteones civiles en las ciudades mexicanas.

12Guillermo Bonfil afirma que este fenómeno se da a partir de la implantación del régimen colonial, una vez que "la ciudad fue el asiento del poder colonial y la geografía limitada del conquistador; el campo, en cambio, fue el espacio del colonizado, del indio. Esta separación permitió la persistencia de formas de organización social propia del indo-rural que, a su vez, hicieron posible la continuidad dinámica de las configuraciones culturales mesoamericanas… Esta identificación perdura hasta hoy, tanto en sectores urbanos como entre la población india y rural tradicional. Es una identificación respaldada por el dominio que ejerce el México urbano sobre el México rural", Bonfil, 1994, p. 81.

 13"Ya Max Scheler, a principios del siglo, denunciaba que el hombre del siglo XX comenzaba a desterrar la muerte, a ya no vivir de cara hacia su trance final. La muerte empezaba a ser enterrada, olvidada, banalizada en el torbellino de los negocios, en el aturdimiento del ruido. Se busca la felicidad en la diversión, en la extroversión… y ante una felicidad vacía se teme, en cambio, el silencio y la reflexión. Así, el hombre queda reducido a sus `relaciones', a su rol profesional, a sus actividades y se olvida de su yo profundo", Pérez Valera, 1996, p. 170.

 14En relación con este aspecto es interesante la reflexión que hace Gérard Vincent, al afirmar que "a partir del momento en que la historia vivida se convierte en algo añadido, a partir del instante en que la evolución de las ciencias y las técnicas expresan la dominación creciente del hombre sobre la naturaleza y que éste puede doblar la acumulación de bienes a su disposición y la duración de su disfrute mediante el alargamiento de su existencia, su incapacidad para suprimir la muerte es vivida como un fracaso de su saber y de su poder: la muerte es la gran obscenidad", Vincent, 1991, p. 347.

 15Louis Tomas afirma que la incineración sustituye a la combustión lenta en el suelo por la combustión rápida por el fuego. Pero, en su opinión, más que los cambios técnicos lo que afecta a estas prácticas es su cambio de sentido: no se han conservado la idea de sanción ni la de purificación. Se llama más bien un medio rápido, eficaz, científico de desembarazarse del cadáver en las condiciones óptimas de higiene y seguridad, evitándose así el horror de las tanatamorfosis. Además, la cremación resuelve el problema de los cementerios sobresaturados de las grandes ciudades, una vez que la urna que contiene las cenizas ocupa un lugar muy reducido. Tomas, 1983, p. 319.• 


Bibliografía

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