Filosofía, eticidad y medio ambiente

*Francisco Piñón

Proemio

Hablar del medio ambiente es hablar del sentido de totalidad. Una totalidad que, en términos religiosos, en nuestro mundo occidental podría empezar con el relato bíblico de la Creación, o en términos científicos, con el modelo de la Gran Explosión, según la radiación cósmica, la más antigua que se conoce, descubierta por Penzias y Wilson, y que tiene una fecha de 300 mil años de antigüedad. Todo esto es, obviamente, el "medio ambiente" fundamental.

Pero de ese sentido de totalidad y universalidad no me voy a ocupar. No es mi campo. Aunque, ciertamente, la filosofía debe tenerlo en cuenta, por lo menos cuando se reflexiona el drama de la finitud del tiempo y se cuestiona el valor de las ideologías, en especial el problema del mal. El medio ambiente es, sobre todo, el hombre mismo, sus pensamientos, sus sueños, sus utopías, sus creencias y, desde luego, todo lo que él realiza en su mundo. Por tal motivo, el medio ambiente del que hablamos es nuestra propia obra humana. Hace mucho que, como dice Heidegger, "los dioses huyeron del mundo" y hace mucho que se conquistó, con la modernidad, la conciencia de la autonomía del hombre; de que este mundo es la casa del hombre.

Desde el Génesis, cuando el hombre-Adán, representante de la humanidad, al ser expulsado del Paraíso fue condenado a ganar el pan "con el sudor de su frente" y, como primera señal de autonomía, fue conminado a dominar la naturaleza. Dominar la naturaleza llamando a las cosas por su nombre; dominar, que significa re-crear un mundo para que el salmista prosiguiera cantando las glorias del Creador, al ver la magni-ficencia de la naturaleza.

Pero en esta historicidad concreta, en donde tenemos que ver la prosa y no sólo la poesía, lo que ha sido hecho y no únicamente lo que deberíamos hacer, ¿cuál es nuestra propia radiografía humana con relación a nuestro ambiente más natural, que es este mundo nuestro con esta historia nuestra hecha por el hombre? Sabemos que, como afirma Gramsci, la naturaleza (ésta) no se ha dado sin el hombre y viceversa. ¿Qué hemos hecho, pues, con esta autonomía? ¿Cuál ha sido nuestra historia? ¿En qué escenario ha quedado lo mejor de los sueños, de los ideales, de la ciencia, del arte, de la política, de la religión? ¿Podremos, en realidad, sentirnos orgullosos y satisfechos de esta nuestra totalidad histórica, sobre todo si hemos tenido genios de todo tipo, mentes lúcidas en todos los campos: poetas, sabios, científicos, héroes, santos, canallas, dictadores, las mejores creaciones del espíritu (como lo es la universidad) y los terribles instrumentos de muerte (como lo es la guerra y su lógica construcción armamentista)?

La pregunta fundamental y radical, la primera y la más acuciante, no es ¿qué ha pasado con la naturaleza?, sino ¿qué ha pasado y qué pasa con el hombre, con nosotros mismos? Por consiguiente, no se trata, en una reflexión del medio ambiente, de sólo describir el escenario (la naturaleza), sino de poner los reflectores sobre el actor (el hombre mismo, el que ha fabricado y sigue fabricando ese escenario). En estas preguntas sobre este autor (hombre) y su relación con su escenario natural (la naturaleza) es donde radica la filosofía y la eticidad. En realidad, nada nuevo nos pueden decir. Las preguntas y los porqués del hombre son ya demasiado viejos y repetidos. Pero son, inevitablemente, muy importantes.
 

 
 

El hombre es el único animal que parece que no tiene memoria. Pierde y olvida el camino fácilmente. Ya Dante, en el proemio general a su Divina Comedia, se preguntaba en pleno medievo: "¿cuándo y por qué hemos perdido el rumbo?" Veamos qué nos dice la filosofía y la ética, en especial.

El medio ambiente: un hecho de la ciencia-técnica

Ya hace tiempo que no vivimos con los dioses, con esos dioses griegos que se mezclaban con los hombres, como nos lo escribía Jenófanes. El hábitat humano era, al mismo tiempo, el lugar donde los dioses del Olimpo transitaban por el mundo. Hábitat que ya desde el siglo VI A.C. se detectaba en decadencia, tal y como Teognis lo describía a Cirno presagiando el homo homoni lupus. Por eso la racionalidad griega tuvo que inventar su ética para poder vencer la influencia maléfica de Iris y erigir la phronesis de las virtudes morales, especialmente la justicia para una paideia, en donde se pusiera por norma la más antigua formulación ético-ecológica que conoce la tradición occidental: que lo que es bueno por ley, sea también bueno por naturaleza.

O sea que ella, la naturaleza (conservar su forma y equilibrio), se convierta en la razón-norma de las acciones humanas. Con esta norma, de acentos ecológicos, nacía el núcleo de lo que sería, posteriormente, el derecho natural. Sin este derecho natural, obra-reflexión crítica de la razón occidental, no podríamos oponernos a esa otra Racionalidad de Dominación, sobre todo la que nos llegó por medio de la ciencia-técnica e hizo posible el imperio del mal de que nos hablaba H. Arendt y que se ha convertido en instrumentum mortis. La ciencia, junto con la matemática y el álgebra, es cierto, hicieron posible la civilización del Nilo y allí, la hidráulica, moldear el bronce y elaborar sus aleaciones, con el carro tirado por el caballo y la invención de la rueda. Todo fue el inicio de la técnica. Pero a esa técnica de egipcios y mesopotamios, los griegos le pusieron su racionalidad.

De ahí salió el espíritu científico y, con él, la ciencia propiamente dicha, el arte, la política, la manera de comunicarnos, de trabajar el mundo… pero, al mismo tiempo, el arte de la guerra, la técnica del terror, la guillotina, la degradación de la naturaleza en pos de paraísos, de oasis, que muchas veces no eran sino los del moderno leviathán, aquel ogro bíblico, figura del Estado moderno, descrito por Hobbes y que engulle a los individuos concretos en nombre de la cientificidad. De ahí viene esa racionalidad-irracionalidad de la que nos habla Marcuse en su Hombre unidimensional.

El anterior horizonte histórico con sus luces y sombras, con su concreto devenir fenomenológico, en donde el hombre ha sido su creador, es en donde colocamos la reflexión ético-filosófica sobre una nueva palabra: el medio ambiente, pero que ya tiene una historia y una génesis muy antigua. Hace mucho tiempo, siglos para ser exactos, que ese medio ambiente comenzó a pintar sus coloridos, de vivir sus desequilibrios, a magnificar sus logros científicos y tecnológicos. Pero al mismo tiempo, en esa casa del hombre que es el medio ambiente asistimos azorados a más de alguna visión apocalíptica, en donde los cuatro jinetes retratan una realidad que supera la tradición mítica.

El estupor por las grandes conquistas técnicas y sus innumerables satisfactores, que son evidentes, se mezcla con el horror y la indignación por el creciente deterioro y desequilibrio ecológico que, si los hombres del planeta Tierra no le ponemos un remedio, terminaremos por convertir la naturaleza en un erial. De hecho, ya en muchos renglones, y del primer mundo, la vida cotidiana se ha vuelto mecánica y estandarizada, en donde ya no hay lugar entre nosotros para contemplar un rostro humano. Se cree, por desgracia, que la solución es eminentemente tecnocrática, en donde el sujeto central sea el elemento técnico-científico.

Se olvida lo principal: el sujeto creador, la subjetividad humana, que al fin de cuentas es el objetivo final, el más importante, de toda actividad tecnocrática. ¿Hacia dónde vamos? Pareciera que un continuum galileano nos condenara a proseguir abriendo puertas y ventanas, una tras otra, del proceso científico, y olvidamos la sala de la casa conquistada, aunque sea pequeña, por un prurito de inventar, de investigar, pero sin una planeación a corto plazo que preserve y salve lo conquistado. Por nosotros han pasado los teóricos de la luz: un Fizeau, Maxwell, Max Planck, Volta, Ampére, pero nos podemos preguntar en nuestra contemporaneidad, ¿qué ha pasado con nuestra industria eléctrica? Por estos cielos hemos admirado luminarias de Laplace, Le Vernier, los análisis de Newton, la física de Galileo, las hipótesis de Urbain le Verrier; con ellos hemos tenidos una admirable ciencia de la astronomía que facilitó la comunicación humana.
 

 
 

Pero, al mismo tiempo, alguien puede preguntar y cuestionar la actual informática enfocada al consumo de la mass-mediático, a la producción de lo que Sartori ha llamado el homo visivus (o televisius), incapaz de pensar los graves problemas del hombre, a no ser los del marketing. Hemos, ciertamente, aplaudido la invención de la máquina de James Watt y la locomotora de G. Stephenson y Marc-François Seguin, que propiciaron una revolución científica aplicada, pero, ¿en dónde están, hoy, estos adelantos cuando se abandona, por incosteable en términos neoliberales, la gran industria ferroviaria que gozaría, de entrada, de una mejor dimensión social? Cierto. Hemos tenido avances científicos espectaculares en los inicios de la teoría atómica, en el fundador de la química moderna, Antoine-Laurent Lavoisier, y con esto hemos asistido al auge de estudios de teorías moleculares, química orgánica, termo y fotoquímica.

Preguntémonos por nuestras instituciones médicas hoy en día: o son grandes consorcios industriales de investigación, sin capacidad humanística concreta, como en Estados Unidos, o, en todo caso, es una medicina de élite al servicio del moderno "becerro de oro". Parecería que la mayor parte de nuestras realizaciones científicas no están dirigidas a preservar o realzar la antigua norma de la dignitas hominis con que Pico della Mirandola empezara la modernidad. Creo que los innovadores científicos del pasado, un Bacon, un Newton, un Leibniz, un Alexis Carrel, un Lecomte du Noüy, un Marconi, nunca pudieron sospechar los derroteros que los hombres del siglo xx y principios del xxi hemos delineado para esta inmensa casa del hombre.

Por lo demás, no podemos pretender que la ciencia sea una investigación pura. Desde Galileo lo sabemos. Con el físico, matemático y astrónomo italiano el "trabajo del pensamiento" ha pasado a ser "una operación mecánica", como bien lo ha escrito el filósofo Husserl.1 Pero muchas veces ha sido una física-mecánica que se ha convertido en el solo paradigma de la racionalidad. Nuestra tekné ya no es la de los griegos, que la revestían con las virtudes éticas (por lo menos en teoría). Hoy es una mecánica cuántica que en gran escala ha racionalizado la vida, ha matematizado las conciencias y el hombre individual, sin subjetividad propia, muchas veces se torna él mismo en un número, un quantum, un ser-objeto medible, mesurable, cuantificable.

La estadística y la ciencia ingenieril de una modernidad que ya no goza de los atributos humanísticos con que la primera filosofía de la tecnología animaba con acentos humanísticos el espíritu técnico de sus primeros creadores, por ejemplo, en un P. K. Engelmeier y Friederich Dessauer. Nuestro medio ambiente científico-político ha proseguido abriendo más brecha entre ciencia y moral, entre ética y política. Proceso que nos viene desde el nacimiento de la modernidad por obra de las influencias de un mal entendido Maquiavelo o un perfectamente comprendido Thomas Hobbes. Se olvida que Poincaré, el científico, y Husserl, el filósofo, no contraponían ciencia y moral, paradigma del método científico y norma de moralidad. Por algo Hegel, antes que ellos, englobaba en su concepto de eticidad una visión unitaria de un medio ambiente global y estatal.
 

 
 

Por las consideraciones anteriores, es lógico que si hay una solución ecológica, ésta tiene que ser planeada, de entrada y en principio, a nivel planetario. O mejor, que las propuestas locales nos lleven a una puesta en marcha de un proyecto global. Cuestión, pues, de educación, de formación, de circulación de ideas, de creación de forma mentis que conlleven la conformación de una conciencia ética que valore la pregunta fundamental: ¿qué queremos hacer y a dónde queremos llegar con nuestro mundo actual? Nuestro primer problema, por lo tanto, somos nosotros mismos. Antes de preguntarnos por una ecología de la naturaleza, tendremos que preocuparnos por una ecología de las ideas. Como ha escrito Gregory Bateson: "Así como existe una ecología de las malas yerbas, existe una ecología de las malas ideas". Nosotros añadimos: y de las buenas ideas. No sólo debemos hablar del deterioro ecológico de la naturaleza, sino también del deterioro de las mentes frente al aparato de la televisión.

Por ejemplo, ¿nuestro ideal, ya desde la revolución industrial, seguirá siendo el desarrollo a ultranza, ininterrumpido, con contenido eminentemente eficientista, de nuestras fuerzas productivas? ¿Un solo país lo puede lograr? Y si es afirmativo, ¿qué pasará con las muchedumbres marginadas, de dentro y de fuera de los contornos nacionales? ¿Qué hábitat mental producirá nuestra informática actual, nuestros medios de comunicación, nuestra industria computarizada? ¿Qué será de nuestro arte, de nuestros valores familiares, de lo mejor de nuestras culturas cívicas y religiosas? Si el maquinismo sigue su curso actual, ¿qué harán nuestros miles de despedidos? ¿Cuál será el papel del Estado tradicional, aquél configurado dentro de unos marcos territoriales, pero que hoy se ve fragmentado? ¿Cómo será dentro de pocos años éste nuestro mundo, éste nuestro Estado, con un "mercado mundial" que intenta engullirlo y uniformarlo todo: máquinas y mente, bienes materiales y riquezas espirituales en una idea de mundo en donde el eficientismo y utilitarismo hedonista se erigen como supremo valor? ¿Qué peligros se ciernen sobre nuestra identidad nacional, esa que lleva en sus entrañas el valor milenario de nuestras culturas indígenas?

¿Qué queremos hacer con nuestra modernidad? ¿Nos conviene una globalización unidimensional, que todos tengamos los mismos gustos, sigamos la misma moda, hablemos el mismo lenguaje, el mismo tipo de música, de arte, el mismo Dios? ¿Nos conviene agrandar los reales cinturones de miseria del capitalismo mundial y seguiremos unas naciones siendo el "traspatio" de otras? Ciertamente, las fronteras han cambiado, el concepto de soberanía es evidente que no se circunscribe a los límites territoriales. Pero, ¿ya cambió la confrontación Norte-Sur, Este-Oeste, tercer mundo y mundo desarrollado? ¿En realidad gozamos, todos o la mayoría, de la globalización, y ésta es, en verdad, una política de libre comercio equitativo para todos?

Y con este supuesto exitoso comercio, ¿dónde quedan los sujetos reales? ¿En solo tipos ideales weberianos, en estadísticas macroeconómicas? ¿O la subjetividad humana, expresada como el calor de la persona humana, la hemos perdido en una especie de súper-ego cientificista, en análisis funcionalistas y estructuralistas, en donde una pretendida racionalidad esconde, camufla (porque se avergüenza) el valor concreto e individual de las personas que nacen en un país concreto, en una comunidad concreta y con unos valores específicos?

Por supuesto, la ecología y el medio ambiente deben tener un diagnóstico tecnocrático. Pero no basta si el conductor o el creador o el actor (que es el hombre) tiene contaminada su mente con "malas yerbas". Se necesita, por consiguiente, una nueva ética de nuestra posmodernidad. Después del horror de los campos nazis de exterminio, después de las continuas guerras de conquista y expansión, después de Chernobil, del sida, del problema de racismos, de migraciones forzadas y de inmigraciones combatidas, es necesario preocuparnos por una nueva idea humanista. La sola ciencia-técnica, sola ella, como lo pensara Heidegger, se queda mirándose a sí misma.

 
 
   

Lo ético, pues, se impone. Se exige una nueva cultura que no separe hombre y naturaleza, ecosistema y estructuras mentales, mecanosfera y relaciones sociales, el problema técnico ecológico del problema histórico y cultural, el paisaje de los ojos del paisaje de las ideas, la desaparición de los ecosistemas y el deterioro de las especies, pero también, al mismo tiempo, el deterioro de la palabra humana y el olvido de un concepto muy antiguo: la palabra Educación para la Vida.

Necesario para poder formular una teoría de ecología social auténticamente humana que pueda confrontarse con un deterioro ambiental que lleva encerrado en sus mismas entrañas los viejos dioses o demonios de los que hace mucho tiempo nos hablara Francis Bacon: los ídolos mentales, esos que nos convierten en esclavos, desde dentro, aunque por fuera nos ufanemos de llevar la máscara de la formalidad democrática. La crítica a la ciencia moderna, ya desde Kierkegaard, y después de Hiedegger y Marcuse, tendrá para las teorías ecológicas un horizonte que, creo, conviene no olvidar. Creo que el grito de los antiguos románticos, incluido Walter Benjamin, de "volver a casa", hoy debería ser: "recobrar la casa", ésa que intentaron muchas mentes lúcidas, nuestra casa, la del hombre.• 

*Francisco Piñón estudió las licenciaturas en filosofía en la Universidad Gregoriana, en Roma, y en filosofía y letras en Montezuma College, usa. Es doctor en ciencias sociales, con especialidad en filosofía política, por la Universidad Internacional de Santo Tomás, de Roma. Es presidente del Centro de Estudios Sociales Antonio Gramsci de México.


Notas

1E. Husserl, "La crise des sciences européennes et la phénoménologie trascendentale", en Les Etudes Philosophiques, núm. 47, París, puf, 1949, p. 250.