Palabras en la entrega de la XIII edición del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 
*Fernando Vallejo

En primera persona, mezclando ficción y autobiografía, Fernando Vallejo (Medellín, Colombia, 1942) narra el mundo que se derrumba, que no tiene remedio. Contrario a los moralistas del siglo XVIII, Vallejo no espera que el mundo mejore. Prefiere que sucumba, que desaparezca, que vuelva —si es que de ahí salió— a la nada.

Implacable contra todos (Cristo, el papa, los ecologistas, los guerrilleros, los comunistas, Fidel Castro, los enfermos de sida, los homosexuales, las prostitutas, los paramilitares, Mahoma), Vallejo defiende a los animales: "mis hermanas las ratas", señala. En ese extraño San Francisco, que escribe desde la colonia Condesa del Distrito Federal, se esconde un lúcido prosista que asiste —sin quererlo, en apariencia— al derrumbe de la realidad.

Algunos le llaman "poeta de la desazón", otros "cronista de la devastación". En su autoexilio mexicano, Vallejo se dio tiempo y maña para filmar tres películas (Crónica roja —1977—, En la tormenta —1980— y Barrio de campeones —1983), cuyos guiones escribió; y producir toda su obra narrativa y ensayística, gracias a que, dice, "México es un país aburridísimo".

Por El desbarrancadero (2001) Fernando Vallejo recibió el XIII Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, que se otorga en Venezuela. En ese libro cuenta la historia de un personaje que viaja a Colombia a cuidar a su hermano que se muere de sida. "La vida es una desgracia", sentencia Vallejo acerca de la trama de este volumen, quizás el último que escriba.

Los triunfadores del Rómulo Gallegos han sido Mario Vargas Llosa, La casa verde (1967); Gabriel García Márquez, Cien años de soledad (1972); Carlos Fuentes, Terra Nostra (1977); Fernando del Paso, Palinuro de México (1982); Abel Posse, Los perros del paraíso (1987); Manuel Mejía Vallejo, La casa de las dos palmas (1989); Arturo Uslar Pietri, La visita en el tiempo (1991); Mempo Giardinelli, Santo oficio de la memoria (1993); Julián Marías, Mañana en la batalla piensa en mí (1995); Ángeles Mastretta, Mal de amores (1997); Roberto Bolaño, Los detectives salvajes (1999); Enrique Vila Matas, El viaje vertical (2001); Fernando Vallejo, El desbarrancadero (2003). 

Luis Ignacio Sáinz

Caracas, 2 de agosto de 2003


Amigos que me acompañan en esta noche tan notable de mi vida:

Como ustedes, o la mayoría de ustedes, yo nací en la religión de Cristo y en ella me bautizaron, pero en ella no me pienso morir. Si Cristo es el paradigma de lo humano, la humanidad está perdida.

En el Evangelio de San Mateo está la parábola de los labradores del campo: en la cual el dueño de la tierra les paga al final del día igual a los que contrató al amanecer, que a los que contrató a mediodía o aquellos a los que contrato al anochecer. Y cuando los que llegaron al amanecer se quejan y le dicen: "patrón, ¿cómo nos vas a pagar igual a los que trabajamos diez horas que a los que no trabajaron ni una", el patrón les contesta: "los contraté por tanto y eso les estoy pagando, ¿de qué se quejan?"

Con lo viejo que estoy y lo mucho que he vivido nunca he podido entender esta parábola. La considero inconsistente, caprichosa y su personaje un arbitrario. A los que llegaron al final del día les tendría que haber pagado menos, ¿o no? O más a los que llegaron temprano. Pero como él era el dueño de la tierra y el que ponía las condiciones... Bien, ¿hay que trabajar, o no hay que trabajar? ¿O bien hay que contratar, o no hay que contratar? El mensaje de la parábola no está claro. ¿Qué dirán de ella los comunistas? Me hubiera gustado que Castro se la hubiera comentado al papa.

Yo, si les digo la verdad, no soy partidario de darles trabajo a los demás porque después dicen que uno los explota. Y me pongo siempre, por predisposición natural, del lado del patrón y no de los trabajadores. ¡Ay, los trabajadores! ¡Qué trabajadores! Viendo a todas horas futbol por televisión, sentados en sus traseros estos haraganes. ¡Que les dé trabajo el gobierno o sus madres! O la revolución, que es tan buena para eso. Y si no vean a Cuba, trabaje que trabaje que trabaje. En Cuba todo el mundo trabaja. ¡Pero con las cuerdas vocales!

Pero volvamos a Cristo y a su parábola. ¿No está reflejada en ella la prepotencia de Dios, que da según se le antoja, según su real gana? ¿Que a mí me hace humano para que aspire a la presidencia y a la rata, la hace rata para que se arrastre por las alcantarillas y a la culebra, culebra para que se arrastre por los rastrojos? A ellas les está dando menos que a mí. ¿Por qué? ¿O no será que es al revés, que a mí da la carga, el horror de la conciencia? Si es éste el caso, entonces la injusticia la está cometiendo conmigo y no con ellas.

También está en los evangelios el episodio de los mercaderes del templo a quienes Cristo expulsó furioso a fuetazos porque estaban vendiendo adentro sus baratijas. Si Cristo no quería que los mercaderes comerciaran en el templo, ¿por qué no los hizo ricos para que no tuvieran que trabajar? ¿O por qué no les dio un local propio, una tienda? ¿No era pues el hijo del Todopoderoso? ¡Le habría podido mover el corazón a su papá! ¿Y cómo es eso de que el paradigma de lo humano pierde los estribos y se deja llevar por la rabia? En México dicen que el que se enoja pierde. Yo no sé.

¿Y por qué resucitó a Lázaro y sólo a él y no también a los demás muertos? ¿Y cómo supo que Lázaro quería volver a la vida? A lo mejor ya estaba tranquilo, por fin, en la paz de la tumba. ¿Y para qué lo resucitó si tarde que temprano Lázaro se tenía que volver a morir? Porque no me vengan ahora con el cuento de que Lázaro está vivo. Un viejito como de dos mil años. No, Lázaro se volvió a morir y Cristo no lo volvió a resucitar. ¿Por qué esas inconsecuencias? ¡Una sola resurrección no sirve! Si nos ponemos en plan de dar, demos; y en plan de resucitar, resucitemos. Y si resucitamos a uno, resucitémoslos a todos y para siempre. Así a los seis mil millones de homo sapiens que hoy poblamos la tierra les sumamos otros tantos por lo bajito. ¿Con 12 mil millones no se contentará este papa? ¿O querrá más? ¿Doce mil millones copulando sin condón cuántos producen al año? A ver, saque cuentas, su santidad. ¿Dónde los va a meter? ¿En el Vaticano?

Pero esto en realidad a mí no me importa. Que se hacinen, que se amontonen, que copulen, que se jodan. A mí los que me duelen son los animales. A ver, ¿cuántos hay en los evangelios? Hay una piara de cerdos donde dizque se metió el demonio. Un camello que no pasará por el ojo de una aguja. Una culebra símbolo del mal. Y un burrito, en el que venía Jesús montado el Domingo de Ramos cuando entró en triunfo a Jerusalén. ¿Y qué palabra de amor tuvo Jesucristo para estos animales? Ni una. No le dio el alma para tanto. ¡Cómo va a estar metido el demonio en un cerdo, que es un animal inocente! A los cerdos, en Colombia, en navidad, los acuchillamos para celebrar el nacimiento del Niño Dios. Todavía me siguen resonando en los oídos sus aullidos de dolor que oí de niño. El demonio sólo cabe en el alma del hombre. ¿No se dio cuenta Cristo de que él tenía dos ojos como los cerdos, como los camellos, como las culebras y como los burros? Pues detrás de esos dos ojos de los cerdos, de los camellos, de las culebras y de los burros también hay un alma.

Cristo viene de la religión judía, una de las tres semíticas, la cual más mala. Las otras son el cristianismo, que él fundó; y el mahometismo, la cual fundó Mahoma. A estas dos religiones o plagas pertenece hoy la mitad de la humanidad: tres mil millones. Tres mil millones que se niegan a entender que los animales también son nuestro prójimo, que sienten el dolor y tienen alma, y no son cosas. Dos mil años llevamos de civilización cristiana sin querer ver ni oír, haciéndonos los desentendidos; atropellando a los animales; cazándolos por sus colmillos o sus pieles; experimentando con ellos, inoculándoles virus y bacterias; rajándolos vivos para ver cómo funcionan sus órganos y sus cerebros; maltratándolos; torturándolos; vejándolos; enjaulándolos; asesinándolos; abusando de su estado de indefensión; todo esto con la conciencia tranquila y la alcahuetería de la Iglesia y la indiferencia de Dios. Por algo está la Biblia llena de corderos que el hombre sacrifica en el altar de Dios regándolo con su sangre. ¿En qué cabeza cabe sacrificar a un cordero, que es un animal inocente, que siente y sufre como nosotros, en el altar de Dios quien no existe? Y si existe, ¿para qué querrá la sangre de un pobre animal el Todopoderoso?

Los animales no son cosas, tienen alma y no son negociables ni manipulables. Hay una jerarquía en ellos que se establece según la complejidad de sus sistemas nerviosos, por los cuales sufren y sienten como nosotros: la jerarquía del dolor. En esta jerarquía los mamíferos, la clase linneana a la que pertenecemos nosotros, está arriba. Mientras más arriba esté un animal en esta jerarquía del dolor, más obligación tenemos de respetarlo. Los caballos, las vacas, los perros, los delfines, las ballenas y las ratas son mamíferos como nosotros, y tienen dos ojos como nosotros, nariz como nosotros, intestinos como nosotros, músculos como nosotros, nervios como nosotros, sangre como nosotros, sienten y sufren como nosotros, son como nosotros, son nuestros compañeros en el horror de la vida, tenemos que respetarlos, son nuestro prójimo. Y que no me vengan los listos y los ingeniosos, que nunca faltan, a decirme ahora para justificar su forma de pensar y proceder, que entonces no hay que matar un zancudo. Entre un zancudo y un perro o una ballena hay un abismo: el de sus sistemas nerviosos.

Varias veces al año las playas de las Islas Faröe (al norte de Dinamarca) se transforman en campos de matanza de ballenas. Grandes grupos de ballenas son guiados hacia aquellas playas y son atacadas desde las embarcaciones balleneras para sacrificarlas sin misericordia. Primero, les entierran un garfio metálico de cinco libras de peso; luego, les cortan la médula espinal con un cuchillo ballenero de seis pulgadas. El gancho se lo entierran varias veces hasta que las pueden enganchar bien para empezar a cortar. Como por instinto las ballenas luchan violentamente en medio de su agonía, es casi imposible matarlas con un solo corte. Deben soportar y sufrir varios antes de morir. A los nórdicos ahora se les han venido a sumar los japoneses. ¡Los japoneses! Los de Pearl Harbor, los que en la segunda guerra mundial les hicieron ver su suerte a los chinos y a los coreanos. Ahora cazando ballenas. ¡Cómo vamos a comparar a un japonés —que es un hombrecito bajito, feíto, amarillo, cruel— con una ballena que es un animal grande y hermoso!

Y los delfines, los otros mamíferos acuáticos, que protegen a los náufragos de los tiburones: en los últimos cuarenta años hemos matado setenta millones.

El dolor es un estado de conciencia, un fenómeno mental y como tal nunca puede ser observado en los demás, se trate de seres humanos o de animales. Cada quien sabe cuándo lo siente, pero nadie se puede meter en el cerebro ajeno para saber si lo está sintiendo el prójimo. Que los demás lo sienten lo deducimos de los signos externos: retorcimientos, contorsiones faciales, pupilas dilatadas, transpiración, pulso agitado, caída de la presión sanguínea, quejas, alaridos, gritos. Pues estos signos externos los observamos tanto en el hombre como en los mamíferos y en las aves. Aunque la corteza cerebral está más desarrollada en nosotros, y este mayor desarrollo es el que nos permite el uso del lenguaje; el resto del cerebro en esencia es el mismo en todos los vertebrados, pues todos procedemos de un antepasado común. Así las estructuras cerebrales por las que sentimos el hambre, la angustia, el miedo, el dolor y las emociones son iguales tanto en nosotros como en el simio, en el perro o en la rata. ¿Cuántos millones de simios, de perros y de ratas hemos rajado vivos para llegar a estas conclusiones?

Los genomas del gorila y del orangután coinciden en 98% con el humano, y el del chimpancé en 99%. Y el ciclo menstrual de la hembra del chimpancé es exacto al de la mujer. Ya lo sabemos, somos iguales a ellos, ¿cuánto tiempo más nos vamos a seguir haciendo los tontos? Y los que duden de que los simios son como nosotros, mírenles las manos y mírenlos a la cara y a los ojos. No hay que saber biología molecular ni evolutiva ni neurociencias para descubrir el parentesco. Sólo hay que abrir el alma. Y sin embargo, médicos y científicos generosos, candidatos altruistas al premio Nobel de medicina, siguen experimentando con ellos, con los chimpancés, los mandriles y los macacos; inoculándoles el virus del sida dizque para producir una vacuna dizque para salvar dizque a la humanidad. ¡Mentirosos! ¡Pendejos! La humanidad no tiene salvación, siempre ha estado perdida. Que se jodan los drogadictos de jeringa y los maricas si se infectaron de sida, suya es la culpa. Y dejen tranquilos a los simios. En la medida en que nos parezcamos a ellos no podemos tocarlos, y en la medida en que no, ¿para qué experimentar con ellos? ¿Para qué si no sienten, si son objetos, si son cosas inertes sin alma?

En el siglo XUX Pío IX (el que convocó un concilio vaticano para elevar a dogma su infalibilidad, la infalibilidad del papa) prohibió que se abriera en Roma una sociedad protectora de animales, arguyendo que los animales no tienen valor intrínseco y que lo que hacemos con ellos no tiene que ser gobernado por consideraciones morales. Desde entonces esta inmoralidad es la norma en los países católicos. Con la conciencia tranquila, sin poner en riesgo nuestra salvación eterna, podemos cazar impunemente a los animales para hacer teclas de piano con sus colmillos, adornos con sus caparazones y abrigos con sus pieles; experimentar con ellos e inocularles cuantas bacterias y virus se nos antoje; encerrarlos de por vida en jaulas, practicar la vivisección en ellos; torturarlos en las galleras, en las plazas de toros y en los circos; transportarlos como bultos de cosas bajo el sol ardiendo sin importarnos su sed y acuchillarlos en los mataderos; porque ellos no son como nosotros ni sienten el dolor. ¿En qué círculo del infierno te estarás quemando, Pío IX, cura bellaco? ¿Me alcanzarás a oír desde abajo? En las vacas acuchilladas en los mataderos de este mundo se revive día a día la pasión de tu Cristo. El mismo dolor, la misma angustia, el mismo miedo que él sintió colgado de una cruz lo sienten ellas cuando las acuchillan, así las pobres, las humildes, no se digan hijas de Dios. Y su sangre es igual a la suya: hemoglobina roja. Todo es cuestión de bioética, un sentido que no han desarrollado en lo más mínimo, lo mismo papas, cardenales, curas y obispos. ¿Cómo pueden ser los guías de una sociedad estos inmorales?

Los que cazan animales para quitarles las pieles, los "tramperos", capturan sus presas mediante trampas metálicas las cuales destrozan las patas de estos inmisericordes animales. En seguida, les introducen un palo en el hocico, abierto por la angustia de la agonía; una vez que ha sido herido el animal es inmovilizado pisándole las patas traseras, para asfixiarlo por presión en el cuello y en la caja torácica. Toda la paciencia y la calma para producirles la muerte sin ir a maltratar la mercancía.

¡Y los musulmanes, estos devotos de Alá! Hoy andan los iraquíes muy ofendidos con los gringos porque irrumpen en sus casas con perros a buscar armas. ¡Con perros, qué ofensa, qué horror! Si un perro toca a un iraquí con el hocico, lo saló de por vida porque el perro es un animal sucio, impuro. ¡Ay, tan puros ellos, tan inodoros, tan limpiecitos! Arrodillados rumbo a la Meca con los zapatos apestosos de fuera y los traseros al aire. Si supieran estos asquerosos que mis dos perras me despiertan todos los días con besos...

¡Y los indómitos afganos con los que no pudo ni Alejandro Magno, pero que cayeron en veinte días hace un año y se pusieron de moda! También son de los que ponen a pelear a los perros. ¿Por qué no pondrán más bien a pelear a sus madres estos esbirros de Alá? Que les quiten los velos y el bozal a esas viejas paridoras y que se saquen el alma a dentelladas.

Mahoma es un infame. Un sanguinario, un lujurioso. Tuvo quince mujeres: catorce concubinas y una viuda rica con quien se casó para explotarla. Y este mantenido lúbrico que ni siquiera hacía milagros, que despreciaba a los animales pero que se reproducía como ellos, propagó su religión con la sangre y con la espada. Hoy esa espada pesa sobre medio mundo. Los ayatolas, los imanes y demás clérigos rabiosos del Islam ladran desde sus mezquitas. Ladran, pero dizque no son perros. 

 
 
 
 
 
 
 
 
   
Las corridas de toros, las peleas de perros, las peleas de gallos, el tráfico con los animales, las tortugas de la Amazonas convertidas en objetos decorativos de carey; y los zorros y los caimanes cazados para hacerles abrigos con sus pieles a las putas, y cinturones y zapatos a los maricas, y a las respetables señoras de la más alta sociedad que van a misa los domingos. ¿Y qué dice de todo esto el papa? ¿Por qué no excomulga a los que participan en esos espectáculos infames? ¿Y a los maestros de biología que practican la vivisección y rajan sapos vivos en las escuelas dizque para enseñarles a los niños el funcionamiento del sistema nervioso? ¿Y a los que torturan animales en los circos? ¿Por qué no dice nada de las vacas, los toros, los terneros o los cerdos acuchillados en los mataderos? El que viaja en jet privado, y habita en palacios y castillos atendido como un rey con guardia suiza, no dice una palabra. No levanta su voz. Calla. Este papa besapisos es un alcahuete de la infamia. Y se entiende, es el derecho canónico, es su Iglesia, su tradición, la de Pío IX, el infalible. Hoy le pide perdón a Galileo, al que iban a quemar vivo en una hoguera, porque la tierra siempre sí resultó girando en torno al sol, a los protestantes, a los musulmanes y a cuantos combatió y masacró su Iglesia. Ya vendrá otro como él, cuando el actual se muera a pedir perdón por las iniquidades y las irresponsabilidades de éste.

Dios no existe. Dios es un pretexto, una abstracción brumosa que cada quien utiliza para sus fines y acomoda a la medida de su conveniencia y de sus intereses. La religión cristiana: caprichosa, contradictoria, arbitraria e inmoral no tiene perdón del cielo, si es que el cielo es algo más que el atmosférico. Una religión que no considera a los animales entre nuestro prójimo es inmoral. Por inmoral hay que dejarla. A los que están en ella no les pido, sin embargo, que la dejen porque ya sé lo que es el vacío de la vida, y el espejismo del cielo y la fuerza de la costumbre. Pero entonces sean consecuentes y aprendan de Cristo: no se reproduzcan, así como él no se reprodujo; y absténganse de la cópula con mujer, así como él se abstuvo.

El 1º de septiembre de 1914 a las cinco de la tarde murió la última paloma migratoria en el zoológico de Cincinnati. Ya acabamos con las palomas migratorias, con el tejón rayado, con la musaraña marsupial, con el potoro de Gaimard, con el canguro-rata achatado, con el balabí de Toalach, con el lobo de Tasmania, el bisonte oriental, el bisonte de Oregón, el carnero de Canadá, el puma oriental, el lobo de la Florida, el zorro de orejas largas, los osos Grizzli, el asno salvaje del Atlas, el león de Berbería, el león de Caba y el león de Cuaga, la cebra de Burchell y el blesbok. Ya no existen más, a todos los exterminamos. ¡Qué bueno, benditos sean! ¡Qué bueno que se murieron y se acabaron! Especie que se extingue, especie que deja de sufrir, especie que no vuelve a atropellar el hombre. ¡Y que se jodan los ecologistas que ya no van a tener bandera para que los elijan al parlamento europeo! Al ritmo a que vamos dentro de unos años este planeta estará habitado sólo por humanos. Entonces no tendremos qué comer, y en cumplimiento de nuestra más íntima vocación nos comeremos los unos a los otros. ¿Y el papa, qué va a comer? ¡Que coma obispo!

El hombre no es el rey de la creación. Es una especie más entre millones que comparten con nosotros un pasado común de cuatro mil millones de años. Cristo es muy reciente, sólo tiene dos mil. Al excluir a los animales de nuestro prójimo Cristo se equivocó. Los animales, compañeros nuestros en la aventura dolorosa de la vida sobre este planeta loco que gira sin ton ni son en el vacío viajando rumbo a ninguna parte, también son nuestro prójimo y merecen nuestro respeto y compasión. Todo el que tenga un sistema nervioso para sentir y sufrir es nuestro prójimo.

Gracias a Venezuela por el premio que me da, y por haberme escuchado y concedido el privilegio de hablar desde esta tribuna, una de las más altas de América.•