Filosofía y nueva cultura
(reflexiones para una época en transición)

* Francisco Piñón

La filosofía de la cultura no es sinónimo, sin anotar las diferencias, de una filosofía del hombre o, en términos de Ernst Cassirer, de una antropología filosófica. La condición humana, término tan querido a los filósofos existencialistas, no es la misma en todas las personas. Ni siquiera en la angustia o en la muerte. Epicteto sentía las cadenas, aunque éstas no le impedían "hermanar" ciertas esferas con la filosofía de Marco Aurelio. Las crisis, inclusive, no son las mismas.

Nuestra sensación de ausencia de valores, y cierta decadencia en nuestra contemporaneidad, no tiene los mismos escenarios ni las mismas formas mentales con los que Dante, en su proemio general a La Divina Comedia, diagnosticaba las crisis medievales, sobre todo cuando se preguntaba en dónde y por qué la humanidad había perdido el rumbo.

En tiempos del medievo se sentía —y vivía en— una sensación de "comunidad". Era la "cristiandad", que proporcionaba "significados" y "seguridad" al habitante de los feudos. Pero la modernidad rompe la quietud de todos los esquemas: el Dios viejo del antiguo cristianismo empieza a dejar vacíos los cielos de Bruno, de Schelling, mientras Hegel comenzaba a llenar de nuevos contenidos la idea, ya milenaria, de divinizar al hombre. Mientras Galileo fracturaba la física y la filosofía aristotélico-tomista, que proponía una visión unitaria del universo, en términos religioso-cósmicos, en el campo de la política se empezaba a quebrantar, también, la nada idílica concepción de un fides, una communitas, una potestas, remembranzas de la vieja pax romana.

Desde el principio de la modernidad, con el nacimiento de los nuevos "humanismos" y el "ensanchamiento" de nuevas tierras y "culturas", empezamos a notar, al mismo tiempo, nuestras diferencias. Era el principio de esa mirada secular con la que el hombre se veía a sí mismo y con la cual, también, detectaba que el mundo ya no podía gobernarse, como dijera Guicciardini, "a base de padrenuestros". Tal vez Dante intuyó, ya desde aquella época, el principio de nuestro drama moderno: no saber compaginar nuestras diferencias.

Una filosofía de la cultura, por lo tanto, exigiría una lectura no monolítica, no una metafísica abstracta, fija, como si el ser no fuera, esencialmente, un devenir que es vivencia, determinación, diferencia, sueño y utopía, mitos y racionalidad. No podemos quedarnos en una filosofía de la cultura en los límites de Spencer, como si La decadencia de Occidente fuese, al mismo tiempo, la decadencia de toda cultura humana. En todo caso, la cultura que "moría", o que Spengler o Toynbee señalaban como decadente, no era todo lo que se podía considerar como "cultura de Occidente", sino, tal vez, sólo aquella cuya racionalidad se identificaba con los derechos de la "razón" o con el eterno continuum galileano, pero sin el espíritu con que Giordano Bruno incendiaba el cosmos.

Acordémonos que Weber pudo describir un mundo desencantado porque descubrió que el hombre había perdido el sentido del misterio. Ese mundo que ya desde el siglo XVII, y parte del XVII, era el ordo naturae y código de la naturaleza, pero cuya norma y criterio no era la natura naturans de la filosofía medieval, que por lo menos se inspiraba en la phoronesis griega, sino los números, figuras y movimientos del racionalismo cartesiano y la mecánica, aunque revestida de pasiones, de la filosofía de Hobbes.

Ese mundo desencantador, ciertamente, el mundo del hombre, el que nos descubrió Maquiavelo, sin misterios, el de puras "fuerzas", empezaba a ser poseído por una ciencia, racional y técnica, que intentaban desplazar al logos griego y en vez de paraíso en el más allá ofrecía efectividad, utilitarismo o, inclusive, libertad, en el aquí y ahora. La eticidad grecolatina y naturalista —de un Platón, de un Cicerón, de un Aquino— venía a ser suplantada por la ética del hombre nuevo —de un John Stuart Mill, un Adam Smith o un Bentham—. Es el hombre secular, inclusive con sus dioses controlados, con una religiosidad eminentemente pragmática, al estilo de William James o John Dewey.

 

 

 
 
   
Sabemos, por otra parte, que esa "cultura", admirable en muchos de sus rubros y, por lo demás, con tintes humanísticos y revolucionarios, también incluía o se prestó, según la interpretación de Heidegger y Marcuse, y antes de Kierkeggard, a una cultura del dominio y del poder como instrumentum mortis. Evidentemente fue una cultura que no tuvo en cuenta las "razones" de Pascal, la "persona moral" de Kant, la "eticidad" de Hegel, la "subjetividad" de Kierkeggard, la dimensión del arte y de lo infinito de los románticos Schlegel, Goethe o Novalis.

Hoy tendríamos que propugnar por una filosofía de la cultura que tenga en cuenta lo universal y lo particular, lo fáctico, lo fenomenológico, lo que está ahí en el mundo y se me aparece, en los términos de Dilthey, de Husserl, de Schlegel; de Heidegger. No una filosofía que encierre una sola definición de hombre, de cultura, de civilización, de humanismos, sino abierta a la "civilización de lo universal". Una cultura que no justifique todo lo mundano por ser racional-real en el sentido hegeliano de dejar que "aúllen los lobos", porque podemos caer en la fórmula de Spinoza del non ridere, non lugere, neque detestari (no llorar, no maldecir, sino comprender), porque entonces nuestra cultura será eminentemente positivista, a una sola dimensión, sin más ídolos que los de la racionalidad tecnocrática.

Hoy, es cierto, asistimos a la identificación, en el ámbito de las relaciones internacionales, entre cultura y civilización. Pero no debemos olvidar que cultura occidental no es sólo información, dominio de la técnica, imperio del hombre sobre la naturaleza, eficiencia en la administración, globalización de la economía, sino que el término cultura hereda la tradición griega de paideia, la cultura animi ciceroniana,
la racionalidad del bonus vir y del bien común de la filosofía tomista, los "ideales" de la humanistas de los renacentistas o el concepto de formación humana en el sentido de progreso de un Bacon, Puffendorf, Leibniz o Kant.

Solamente así evitaremos caer en el pesimismo de la razón ilustrada o, de plano, no caer en la desconfianza de la razón. Acordémonos que la racionalidad no es nada más
la que se mide por la eficiencia o la verificabilidad. Recordemos que la tradición europea renacentista, que también será la ilustrada, no puede ser encerrada en los marcos de una decadencia de una filosofía de la historia de Spengler, o en los tintes del pesimismo de Adorno o Horkheimer. Cultura, además, que en tierras americanas no es sólo los "experimentos" de Europa, al decir de O'Gorman, ni nada más los trasplantes de la escolástica, ni el credo secular de las revoluciones jacobinas, ni el concepto de "democracia" del Estado-nación del liberalismo decimonónico. Es también eso, pero incluyendo, además, todo lo que el hegeliano-vasconceliano espíritu ha manifestado en las razas y pueblos de América.
Y que está allí latente, escondido, marginado, esperando los tiempos para germinar.

II

Pero, ahora, qué decir de esas culturas que tienen ingredientes en donde la "modernidad" no ha llegado en plenitud o se ha falseado en experimentos alienantes del espíritu de los pueblos en aras de modelos que arrancan de las revoluciones industriales. Qué decir de esas simbiosis, extrañas y variadas, pletóricas de mitos y simbologías, porque en ellas laten infinidad de tradiciones que no pueden morir por el magister dixit de las políticas globales y que todavía sobreviven a pesar del intento de alineamiento cultural de quienes quisieran que el mundo no fuese sino una gran aldea dirigida por aquellas potencias que siguen emulando el Leviathan de Hobbes.

Qué decir de esas culturas en donde el sueño y la utopía no pueden, ciertamente, desterrar a la modernidad —ni deberían hacerlo— pero, de igual forma, no se resignan a que esa modernidad arrase sus "visiones del mundo", el modo en que ellas entienden la naturaleza y la manera en que sienten y viven su conveniencia y la manifiestan en ritos y costumbres que no están contemplados, formalmente, en los marcos de la jurisprudencia occidental.

Cuál sería la norma de moralidad para enjuiciar y valorar unas culturas que no supieron del Discurso del método de Descartes, ni del utilitarismo de Bentham o Stuart Mill, ni del juego de los mercados de la mano invisible de Adam Smith, pero tampoco de un concepto de nación, estilo Locke o Montesquieu, en donde el centro es el individuo —y se ensancha su libertad— y no se valora, suficientemente, la tradición comunitaria.

Por la necesidad de que la modernidad no pierda el sentido de la historia es conveniente reflexionar en nuestra vida americana. Es cierto, somos jóvenes en el escenario mundial. Pero no somos diásporas, no estamos en orfandad cultural. Nuestras tradiciones ya estaban antes de que otras "civilizaciones" llegaran a enseñarnos la técnica de la razón de Estado o los conflictos y contubernios entre trono y altar, o la racionalidad de la administración de la civitas Dei.

Hoy, como en tiempos del Renacimiento, nada de lo humano nos puede ser ajeno. No podemos construir el hombre universal, pero sí aprovechar los valores de una universalidad que es propiamente tal, porque se ha sabido nutrir de las particularidades culturales. La cultura que no se renueva está condenada a morir en el anquilosamiento, como el agua o el árbol. Los pueblos, igual que los individuos, necesitan los cambios y las novedades para no caer en el adocenamiento o en el aburrimiento espiritual. Las manos necesitan cambiar de espíritu para que puedan producir otros cuadros de Rafael o Leonardo. Y la misma técnica necesita de otras
intuiciones para no ser nada más una máquina manejada por hombres que son, a su vez, también simples máquinas.

Nuestra modernidad necesita la savia de las antiguas tradiciones. Se supone de aquellas que pasen la mirada crítica de lo mejor de nuestra racionalidad ética, científica, humanística. Inclusive los grandes valores de la cultura occidental, en su literatura y filosofía, no se pueden perder en una "modernización" mal entendida. Detrás de todos los océanos y tradiciones siempre habrá un lugar que nos recuerde el valor de la utopía y nos evite caer en los marasmos de una racionalidad puramente tecnologizante. El mundo moderno necesita estar dispuesto a "entender" otro "lenguaje", otros "significados", para hacer revivir sus humanismos.

Por lo pronto, nuestra eticidad latinoamericana, dentro de los parámetros de una filosofía de la cultura, no puede ser sino histórico-filosófica, es decir, recoger —y sintetizar— la heredad de todos los filones culturales del pasado, europeo o americano, de todos los signos, con todas sus "visiones del mundo", aun aquellas que se esconden tras los fundamentalismos o los integralismos, ya que de ellas, también, se pueden originar las enseñanzas de la magistra vitae.

Inclusive de los nacionalismos, esos egoísmos en gran escala, podemos aprender a distinguir el oropel de la prosa política, aquella que sólo persigue el dominio y el poder tras la fachada de republicanismo democrático, y aquel fondo de identidad nacional, expresado en tradiciones culturales, por donde circulan los ethos de los pueblos, esos que no se pueden enclaustrar en los moldes jurídicos de una "razón de Estado" que ya hace mucho tiempo olvidó la maquiavelana lectura de cambiar cuando las circunstancias y los tiempos lo demandan.

Hoy, más que nunca, necesitamos una nueva epistemología para América Latina. Fenomenológicamente integral, en sentido de Husserl, con esa "hambre de realidad", de volver "a las cosas mismas" ( zu den Sachen selbst), a esa historia, hegelianamente entendida, que integra arte, religión y filosofía, en una dialéctica de sujeto-objeto que no deja aislados a los sujetos creadores, ni a la sola razón como única norma de verdad, pero también, al mismo tiempo, no se cae en un empirismo craso en donde el hombre se convierte en mero espectador de las fuerzas del mundo o en el hermeneuta que nada más "interpreta" su mundo pero no se decide, ni siquiera por una sola vez, a maldecirlo.

Hoy estamos más propensos a no ilusionarnos con los espejismos de los positivismos, pero no podemos afirmar que estamos fuera del peligro de ese "espíritu" positivista que se llama el encantamiento de la tecnociencia. No sólo esa "organización tecno-estructural" que nos encierra en permanentes círculos concéntricos, de la que hablaba John Kenneth Galbraith, sino también esos leviathanes de la modernidad cientificista, hedonista y globalizadora, ante los cuales el Leviathan de Hobbes palidecería, porque éste, mínimo, sería controlado por sus pasiones.

Tal vez por eso, hasta por la pérdida del sentido del misterio o del encantamiento del mundo, en palabras de Weber, necesitamos una nueva paideia y, por consiguiente, una nueva epistemología. Tal vez, una vez más, una recreación de la nobleza de los tiempos heroicos de Homero, de la sugestiva vida campesina de Los trabajos y los días de Hesiodo, la admiración de una tierra para labrar y modelar los viejos escritores romanos De re iustica, como Catón y Varrón, que combinaban ciencia y cotidianidad y que por algo serán admirados por Virgilio.

Tal vez convenga recordar que la racionalidad, aquella que nació entre los siglos xv y xvii, no fue a una sola dimensión. También gozaba de la intuición de Bruno en sus infinitos mundos con sus infinitas diferencias. Y Leonardo, uno de
los primeros enamorados de la experiencia, y cien años antes de Galileo, al darnos el concepto moderno de ciencia, ¿no enlazaba ciencia y fantasía, porque "la naturaleza", observa, "está plagada de infinitas razones que jamás se han encontrado en la experiencia"?

Evidentemente, no toda modernidad la debemos encerrar en paralelogramos cuantitavistas, ni toda racionalidad en los límites de la razón pura. Debemos importar, también, para nuestro continente, no sólo lo mejor de la cultura científica de la tradición anglosajona, incluyendo los ideales del hombre nuevo, con un pragmatismo renovado que no castre la fantasía o mutile la utopía, sino, al mismo tiempo, abrir para nuestros horizontes la gran tradición ética de la latinidad, esa que, al heredar el pensamiento griego, unía cosmos y hominidad, logos y mundo físico, y de manera concomitante no separaba política y virtudes éticas.

 
 
   
Pero para no caer en fundamentalismos, nuestra epistemología, convertida en paideia, y anclada en la modernidad, no puede encerrarse en una sola tradición cultural. Por fortuna, hoy la historia ya no es inocente, ni lineal, ni dicotómica. Es urgente preguntarnos cómo y en dónde hemos nacido, qué dioses nos cobijaron, para fundamentar nuestra identidad, pero también preguntarnos el porqué y el cómo no han florecido los árboles europeos de la centralidad del hombre, de la dignidad de la persona, de la eticidad política comunitaria. Es decir, ¿por qué se nos ha olvidado la lección política de un Pico della Mirandola, de un Kant, de un Hegel? ¿Será que los "racionalismos" se han llevado mejor con los centauros del poder y los "positivismos" con una tecnociencia que alimente los ogros económicos globalizadores, pero que deja al individuo solo y desnudo, frente a la maquinaria de la moderna administración?

Por lo tanto, nuestra "modernidad" latinoamericana, esa que aprendió a "aullar entre lobos", y no sólo la del "hierro y el acero" de nuestras revoluciones, tiene mucho que aprender, todavía, de las viejas utopías, de los antiguos mitos, de los por algunos llamados "decadentes" relatos, pero que para muchos individuos ofrecen sentido a la existencia y empujan, como lo decía Sorel, a la lucha por la vida en una historia que ha perdido, en buena medida, el vértigo por la aventura de la libertad y de la dignidad. Tal vez por eso nuestra filosofía
—y nuestra ciencia política— debe volver una vez más a la historia y a la literatura: a esas experiencias y a esas savias con las cuales el hombre puede, además de interpretar un mundo, intentar cambiarlo.

Por consiguiente, deberemos luchar por una filosofía de la cultura que no se encierre en el Destino Manifiesto de aquellos que, como Thomas Jefferson, en 1786, intentaban una "Confederación", con dominio anglosajón, para "toda América",1 o como aquellos políticos norteamericanos que en 1848 pensaban, y ejercían, políticas de ocupación, soñaban un canal en Tehuantepec que fuese "prolongación del Mississipi"
y que formase "un gran lago americano".2

Hoy no nos podemos permitir una cultura de una sola fides, de una sola nación, de una sola potestas, al estilo de las tres instituciones de Justiniano. Ni siquiera la "idea" del moderno Estado-nación, cuando éste se encierra exclusivamente en los derechos naturales de los individuos, marginando —o a veces suprimiendo— los derechos sociales o colectivos de los pueblos originarios, esos que, tal vez, no supieron de Ilíadas o de Odiseas, ni de efectividad maquiaveliana o verificabilidad comtiana, pero sí tuvieron —y todavía lo gozan— el sentido de "comunidad", de solidaridad efectiva, de raigambre a una tierra y a unas tradiciones.

Si de "culturas" se trata, la palabra pueblos tiene todavía3 más de un significado. La globalización no ha uniformado ni eliminado, por fortuna, las culturas. La utopía, la vieja, aquella inclusive que Platón soñara, se niega a ser enterrada. La "cientificidad", se ha visto, en apenas una parte —y tal vez no la mejor— de nuestros humanismos. Todavía existen
esos pueblos en donde mandar es obedecer y en donde las razones no se miden con los exclusivos paradigmas de la racionalidad cartesiana-hobsiana o humiana-comtiana.

Tenemos que combatir esa modernidad que en nombre de la razón cientificista nos orilla, una vez más, al dominio del capital. Los personajes de Madame la Terre y Monsieur Le Capital no son los personajes, tan sólo, de los Grundrisse del siglo pasado, sino de esa moderna Stoa griega de los organismos internacionales que combina mercadeo e ideología, mercancías y diálogos científicos, altar de dioses y foros democráticos, en una racionalidad instrumental que es el nuevo dios Moloch de los tiempos modernos.

Cuidémonos de importar a los pueblos subalternos o a las periferías esos "compendios sin sentido" o "fetiches completos" con los que Marx designaba la adoración del capital y que es el maquillaje con el cual se reviste el espíritu moderno de "progreso", de globalización, de transculturación, pero que olvida que no son sino otros "becerros de oro" de la "cultura" moderna.

* Francisco Piñón estudió las licenciaturas en filosofía en la Universidad Gregoriana, en Roma, y en filosofía y letras en Montezuma College, USA. Es doctor en ciencias sociales, con especialidad en filosofía política, por la Universidad Internacional de SantoTomás, de Roma. Es presidente del Centro de Estudios Sociales Antonio Gramsci de México.
Notas

1Jurgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, I, Madrid, Taurus, 1987, p. 213.

2 Idem.

3 Koch y Peden, The Life and Selected Writings of Thomas Jefferson, Nueva York, 1994, p. 391.