Alejo Carpentier nos descubre
otra visión de América

* Gabriel Ríos

El farmacéutico valenciano Lucas Fernández Peña se interna en la selva, regresa a su casa, saca unos pocillos de aguada y dibuja mapas, realzados de colores, que se parecen sorprendentemente a los de los cartógrafos antiguos. Busca la Heliópolis, la utopía, el secreto de la transmutación, el vellocino de oro, pero nunca para sacar ventaja: sabe que corre el riesgo de perder su soberanía.

En ese sentido, la Visión de América de Alejo Carpentier es un eslabón de la ley de la lengua alquímica que traza en alguna noticia del ayer el endeudamiento eterno: toca la fibra que nos duele, la del fraude y la usura, la del número apoderándose de la política en un continente que pierde sus principios y da fe de la existencia, de la alteridad inaceptable, como uno de los grandes triunfos de la mentalidad moderna; pero también nos aproxima a la cultura libertaria. Desde las alturas del Orinoco, y a través de la ventanilla del avión, dejamos que en la memoria ocurra.

El Génesis, los gigantes, la gran sabana y el mundo primero del Popol Vuh, el metate curvado bajo las manos del hombre, las formas y el agua que cambia de color, los petroglifos, los mitos, El Dorado, los pasajes y las viviendas de paredes blancas y cobijas de palma, el diario de viaje de Richard y Robert Schomburgk, el icono de la oveja, la fundación de Santa Elena de Uairén y también, por qué no, la Revolución francesa que se planteó el problema de la relación entre dos géneros de derechos: los que eran previos a la constitución de la asociación política y los que son sus productos y necedades.

Podríamos apurar a Simón Bolívar, el poeta del continente, a que nos describiese esos grandes almacenes mencionados por Rómulo Gallegos, en los que se vendía de todo, al por mayor y al detalle: la sugerencia para leer el poema "Nocturno a Rosario", una miaja de belleza en el almacén de don Esteban que en la novela El siglo de las luces o las primeras páginas del libro Concierto barroco de Alejo Carpentier, son recurrencias a los bienes básicos.

La maravillosa idea de la muerte podría encontrarse en El siglo de las luces; a Sofía, Carlos, Esteban, Huges y otros les encantaría saber de la aventura, la felicísima puesta en escena y luego el pulir las habitaciones de toda la literatura latinoamericana facturada en los años sesenta. Claro, acompañados del singular personaje nativo de Port-au-Prince y la narración que cabe en media plana, pasando de la representación en la casa, al Baile de Embajadores, la ciencia y el conocimiento de las enfermedades propiciadas por las plantas, el sexo que causa repulsa en Sofía, y la historia que se revuelve en los garitos y lo que ella ve en Víctor Huges: vulgaridad y distinción: la francmasonería y la acción social, que es lo mismo a hacerse un poco el dueño del mundo y su circunstancia.

Luego de hallarse en una Francia ultramarina, la pareja realizaría, según Carpentier, un regreso furtivo a la inocencia primaria antes de la culpa. El espacio que conmueve, el tumulto de careyes, la intervención de los feroces tiburones y la rebelión que vino a conmover el mundo, la del 14 de julio de 1789: la historia cambiando de periplo y en lontananza a Esteban emparentado ya casi con Huges. La feria, eso es para Carpentier el arte: girar, distraer y aturdir.

El techo de este mundo que viene a comunicarse con nosotros; se permiten hablar de la moral jacobina. Alejo Carpentier y la Revolución cubana: Martínez de Ballesteros comenta de la pena pasada por guillotina o paredón.

 
 
Representémonos el sí mismo que puede cambiar según la mirada de los que interrogan desde los Andes, entre niños florecidos de pensamientos y montañeses fornidos, de blancas dentaduras, ojos profundos, habituados a luchar contra el frío y las tormentas de nuestra América: el mundo lunar o el páramo de Mucuchíes; esencia de la raza, apego a la tierra de nuestros antepasados, la herencia religiosa o el destino revelado.

En ese hurgar en la memoria: Chichen Itzá, Mitla, Bonampak, Monte Albán y Tikal. A Teotihuacán lo considera Alejo Carpentier como un diseño geométrico que proporciona un juego de ilusiones visuales que no dejan al espectador sino un expectante recurso: de la visita infinita a lo gaseiforme; de hecho, al estudio del clima en las montañas de México, como una contribución científica que se apropia de la imagen de la expedición francesa: el médico Jourdanet observa en masa, sobre la resistencia o vulnerabilidad del organismo humano.

No acabamos de aterrizar cuando nos llega lo que necesitamos: tambores africanos, vihuelas, rabeles y el mismo viejo del cuento del café, de barba blanca y bastón de rama de roble, tocando la zampoña, con cierta añoranza a León Felipe o a los personajes que habitan la crónica que escribe Silvestre de Balboa: "Espejo de paciencia" es un poema cuyo héroe es un negro y según Alejo Carpentier reúne todos los elementos sonoros que habrían de caracterizar las músicas del continente.

El alzamiento de las catedrales y la polifonía; los villancicos de Esteban Salas; es indiscutible la intervención de Cervantes, Góngora y Lope de Vega, relata Carpentier, y al mismo tiempo habla de la ópera Carmen de Bizet, en la cual se introduce una habanera, y de toda la historia de nuestra música, cuyo símbolo se encuentra en la entrada del santuario de Misiones en Argentina, donde un ángel criollo toca las maracas.


Garabatos en movimiento

El plato fuerte de la Visión de América de Alejo Carpentier es el Caribe y todo lo que se ha escrito del Triángulo de las Bermudas: el mensaje mortuorio o La tempestad de William Shakespeare. A ojo de pájaro, Trinidad, Tobago, Aruba y Curazao; en Barbados, escribe Carpentier, se escucha música de Haendel, en particular El Mesías, cuyo Aleluya sirve de tema a una de las radios locales.

De la inmortalidad del Ser Supremo, reminiscencias literarias de Augusto Roa Bastos, a la careta de Víctor Huges, quien en un momento es, por su posición política, investido y servidor de Dios. El escenario se llena de música autóctona y las transformaciones de un insecto mimético, los manejos nupciales de un escarabajo y la súbita multiplicación de mariposas; así como el mar y sus árboles metálicos. Mirar en tierra a los cerdos salvajes: del paladar a la boca: lo mejor para el cuerpo es la orgía, pero también los rezos a la Virgen para que se aplaquen las olas y el viento: el estado previo a la atmósfera de las Antillas.

En el recién clausurado siglo de las luces todavía se otea el Orinoco y se revuelve en las riberas del Amazonas. Como complemento de su narrativa, Alejo Carpentier conversa con el paisaje que se torna agresivo, impenetrable, enrevesado y duro. Sin dejar de lado la selva, entra de nuevo al terreno de los grandes monumentos, a la morada de las fuerzas primeras. Más que otra cosa es la mirada del escritor cubano que se posa en los enormes cangrejos que semejantes a montañas surgieron sobre las aguas; que algunas parecían dedos, naves negras sin mástiles; nombra los entreveros de la abolición de la esclavitud y el proceso de escritura se acompaña de grandes comidas y las comodidades de las casas que destilan perfumes a naranjas y especias.

 
 
Cuando Lucas Fernández Peña llegó a orillas del río Uairén y se comprendió con taurepanes, gente capaz de dibujar una rana, resaltada en rojo sobre la urdimbre de una cesta, y supo de otros, los más sabios que sabían hacer mapas en los que pudieran reconocerse los ríos que descienden de las perfectas mesas del Roraima y del Kukenán, no se contuvo, y escribió que la emoción viene sin lugar a dudas de esos admirables grabados de Theodor Koch-Grunberg, que se pueden admirar en la obra Von Roraima Zum Orinoco.

El cuento es que los grandes caribes habían construido un mundo con lo que tenían al alcance y Lucas Fernández Peña fue como el Adán de William Blake: el pequeño farmacéutico enseñó un día a los indpigenas un animal de buena mirada y ubres por hinchar, y les dijo que se llamaba vaca. Este hombre no se enriqueció con oro, porque lo consideraba inútil. Se dio cuenta de cuáles eran las verdaderas riquezas del hombre al gobernarse sabia y rectamente.

No hay comparación, escribe Alejo Carpentier, entre una ciudad, Madrid, triste, dividida y pobre, después de haber crecido su personaje entre las platas y tezontle de México, platillos de huachinango o guajolote en mole; y al partir hacia Italia el amo-personaje basado en la figura de Cristóbal Martínez Corres, el primer compositor cubano que escribió partituras destinadas al escenario lírico, que le cuenta al criado cubano alguna línea del Quijote, el de los molinos de viento; los mismos personajes que pronto veremos disfrazados para el Carnaval de Venecia: Moctezuma, la ópera y la música de Antonio Vivaldi.

Resabios de teatro inglés, el desatino inteligente, como si leyéramos el Ulises de James Joyce, en voz alta, frente a la tumba de Igor Stravinsky. Moctezuma por su lado se deja seducir por el español y en ese engarce de tonos, Carpentier nos devuelve la América, donde todo es fábula y cuentos de los Dorados y Potosíes. En esos recuerdos nos entretenemos cuando en la claridad de un ancho rayo de sol aparece el Orinoco en su descripción más tierna, y en seguida los santuarios edificados en el siglo xviii, en el confín de la novela de la revolución.

La insistencia en referirnos a El siglo de las luces, sin otro asidero que la crónica de lector, se debe a que dejamos olvidado un boleto de autobús del México profundo en algún tomo de las obras completas de Alejo Carpentier y en cuya piel habita una rúbrica de La Habana: el cuento "Viaje a la semilla".

Se remoza el cuerpo a través del juego y el erotismo, dice el poeta cubano Orlando González Esteva, quien considera a la imaginación como el don más preciado y por efecto escribe con esa fuerza proporcionada por un halo, en donde la reflexión y la teoría se desmoronan al chocar con las nubes del cielo antillano, lleno de elogios de garabatos: entre cielos rasos, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos y una Ceres con la nariz rota.

El duque de Alba reaparece después de haber pasado por un arco triunfal de papel picado en algún lugar de la ciudad de México; ahora viene solo, sin séquito, vestido de negro: aparición propicia para quien sigue El Camino de Santiago, poblado que cuenta con un pequeño arroyo lleno de peces, pájaros y frutos. Como escribe José Lezama Lima, parecían ecos no descifrables, que no se pierden un ápice del Concierto barroco.

 
 
 
   
Un apetito que se queda en el desmesuramiento de la boca o como se lee en el envés que podría ser la misma historia, un personaje real-maravilloso. En la breve novela El acoso, Alejo Carpentier comparte su fundamento del hombre que ensimismado se parece al biografiado Ludwig van Beethoven; fluido que se va dando y justo se derrama cuando la angustia amplía el vértigo por alcanzar la sensualidad divina: despacharse a lo grande sin escribir nada, por la apremiante necesidad de fijarse nobles tareas, como la de observar su cuerpo que se mueve a despecho del mensaje que muy pocas veces llega, anidado en la Cruz de Calatrava o en la secuencia del impudor con la putísima Estrella.

Del sonido a la piedra

De la burocracia del horror a las infames denuncias de la verdad exquisita: la revuelta tan necesaria en su muestra insigne de dar a conocer a histriones sectarios, los iluminados de todos los tiempos, quienes piden paz y buena voluntad a una chusma que escucha atónita. En el intermedio de esa función una negra cabalga a un negro y la Victoria se impone a la Muerte: entonces se vive la experiencia de lo otro y nos devolvemos la libertad, despojándonos de lo moderno como un todo, sin repudio, tal como lo concibe Luis Villoro en "La mezquita azul"; como lo enseña Alejo Carpentier, así definimos nuestro amor a Dios.

Los entresueños del corazón; la complejidad de líneas que quedan atrapadas en su geometría de signos que arremeten en silencio y suben en espiral; el tam-tam que es la voz y la belleza transparente y absoluta que indica lo extinto del yo, y al sobrevolar las montañas, de la vertiente atlántica se suelta la suave luz y directa del corpus que incide con delicada flama desde la sombra, donde las aves del paraíso rompen el vuelo y el deseo registra ciervos cruzando por los linderos.

Ese instante no se recupera nunca, pero se queda el ejerci-cio de nuestro pensamiento y el don nos permite entender que de la locuacidad se pasa al silencio y a la contemplación del sentimiento estético y de plenitud donde no se advierte la falta: estamos hablando de la realidad que nos urge analizar como lo hace Villoro, mediante experiencias que se interconectan, y si alguna fe tenemos, la expresamos en la lectura de doble banda que hacemos de la obra de Alejo Carpentier.

Así se erige la literatura del escritor cubano, distinguiendo su música, entre montañas caladas, coloreadas de verde y más verdes, como preámbulo del gran tumulto, de la exasperación de la tierra en la voz del autor de El arpa y la sombra y El recurso del método. Alejo Carpentier habla con un perro en ese cuento inolvidable titulado "Fugitivos": el mejor amigo del negro revitaliza lo mejor de la narrativa latinoamericana.

Es ahí donde una rana-toro mide perfectamente el camino que no sabemos a dónde nos lleva. Seguramente a la Gran Serpiente Generadora, que recostada sobre los montes recibe el diluvio en la versión del Orinoco, el único lugar donde se salvan los animales y la gente. Una paloma reconoce el fantasma de Alfred Clerec Carpentier, bisabuelo de nuestro relator, quien necesitaba saber del mar, a bordo del Oyapox, construido con sus manos en un astillero francés.

El Orinoco se asemeja en su descripción a "La mezquita azul", por la profusión de las cúpulas de distintos tamaños, en ritmos regulares, que se escalan y suceden en planos ascendentes, hasta alcanzar los amplios semicírculos que
encuadran y parecen sostener la gran cúpula del centro, la forma plana perfecta, en lo más alto o bajo de las aguas, a orillas del continente, entre dos montañas.

 
 
Si se nos permite un descanso en el altiplano que se cruza con el pensamiento cotidiano de Stéphane Mallarmé, en el contexto de fin de milenio xix y su texto Oro, en el cual considera el humo de los mil millones, algo que tiene que ver con el despojo ininterrumpido. Dialogamos con Alejo Carpentier de la visión arqueológica de Monte Albán y la entrada de la Tumba 104. Nos dice que es el más hermoso símbolo que se puede colocar en la boca de una sepultura: el Dios de la Lluvia montado en los hombros del Dios Maíz, dejando gotear sus dedos sobre él.

También nos habla de Paul Rivet, el investigador de la cultura maya y su sencilla explicación sobre la decadencia de ese imperio, iniciada hacia el año 830 de nuestra era, debida simplemente al sistema de quemas que promovió un pobre crecimiento de la tierra; de los templos de Teotihuacán y su aparente solidez, como si fueran de metal. De Mitla y su expresión mixteca más pura: el Templo de las Columnas, un auténtico tema: del dintel y la reacción de lo abstracto contra lo barroco.

Desde mediados de este siglo escuchamos a Kirsten Flagstad, la magnífica intérprete de Isolda de Wagner, de la pluma de Carpentier; acudimos a las salas de cine sonoro para gozar de conjuntos sinfónicos; sabemos de instrumentos como el cembalo húngaro, imprescindible en el filme El tercer hombre. Comenta Carpentier la grabación de los Gurrelieder de Schoenberg y el Sócrates de Satie; considera a René Leibowitz el hombre más inteligente de la época y habla oblicuamente de La consagración de la primavera de Stravinski, obviamente de su novela con ese título y de la composición libre.

No deja de hablar de Cuba y del sonido a la piedra: del reino de este mundo y de los indígenas cantándole a una estampa de una señora muy hermosa, benigna y rica: María, madre de Dios; de Ortiz el acompañante de Hernán Cortés y Miguel Velázquez, el canónigo de la Catedral de Santiago, el tañedor de órganos. No hubo más remedio que dialogar sobre los instrumentos aborígenes y de la canción "Delgadina".

Es cierto lo que sugiere La música en Cuba. El texto sigue siendo material de consulta obligado para entender la contradanza, el género cultivado por todos los compositores criollos del siglo XIX, de donde se desprenden y desarrollan la danza, la habanera y el danzón. Nos descubre lo afrocubano, así como a Amadeo Roldán, Eduardo Sánchez Fuentes y Alejandro García Cartula, quien le dio supremacía a Manita en el suelo de Alejo Carpentier. Otra visión de América. •

Alejo Carpentier, Visión de América, Barcelona, Seix Barral, 1999.

* Gabriel Ríos es escritor. Sus colaboraciones han aparecido en los suplementos La Jornada Semanal (La Jornada) y El Ángel (Reforma), así como en la revista Equis.