Seppuku
*Rolando Karothy
El hombre depositó su simiente en la mujer. Comienza entonces su largo, largo e inenarrable viaje hacia el nihilismo.
Yukio Mishima, Han-Teijo Daigaku
(El libro de la sabiduría no casta, 1996) 


 En un breve relato de "humor negro" titulado "El mal vidriero"Charles Baudelaire escribió en torno a un sujeto que observa desde su balcón a un vendedor de cristales. Decide llamarlo, le pregunta si tiene vidrios de colores variados y, como consecuencia de no obtener lo que desea comprar, lo empuja por las escaleras, espera que llegue a la calle y desde el balcón le arroja una maceta que le produce la rotura de sus objetos. El texto culmina con esta frase que el protagonista se dirige a sí mismo: "Pero qué importa la eternidad de la condenación a quien ha encontrado en un segundo un goce infinito".

Ahora es pertinente preguntar: ¿qué sucede cuando ese instante de "goce infinito" es producido por una agresión aún más violenta y ejecutada sobre "la propia persona", es decir, lo que corrientemente llamamos suicidio?

Más aún: ¿qué podemos reflexionar en relación a ese instante tanático cuando es insistentemente dramatizado, escenificado, escrito, pensado en sus más íntimos detalles antes de concluir con ese momento último y definitivo del suicidio?

El 26 de noviembre de 1970 el escritor japonés Yukio Mishima, junto con cuatro jóvenes partidarios, secuestra en su despacho al general Mishita, comandante en jefe de las fuerzas de autodefensa japonesas. Desde el comienzo de esta operación se le informa que su secuestro duraría sólo dos horas y que no lo matarían si él cumplía con determinadas condiciones.

En un momento posterior tres de los secuestradores deciden desatar el torso y los brazos del general, dejándolo libre para que pueda efectuar las reverencias correspondientes a los dos jefes del grupo que lo había sometido al "humillante secuestro en su propio cartel".

El general Mishita efectúa las reverencias con sentida autenticidad ya que no van dirigidas a sus captores sino a sus cabezas, "cuidadosamente colocadas en posición vertical en el suelo, sobre la mancha de sangre, que manando lentamente de ellas se extiende por la alfombra, hasta confluir con los charcos mayores que rodean a los dos cadáveres decapitados y con una incisión transversal en el abdomen".

Los captores comienzan a llorar. El general Mishita les dice: "Llorad, llorad, desahogaos". Esa reacción parece necesaria ya que por obediencia al mandato de su jefe habían cumplido "el supremo sacrificio de renunciar a morir". Mishima se los había exigido para que en el juicio que les esperaba pudieran dar testimonio de lo acontecido como así también realizar la propaganda de sus concepciones.

Uno de los secuestradores, llamado Furu Koga, era el encargado de llevar a cabo la terrible ejecución de una parte del seppuku, la decapitación o kaishaku de su jefe y mejor amigo. Ahora sí desatan las piernas y pies del general. Él pide que le desaten las manos, promete que no va a suicidarse. Dice: "Les prometo que no voy a intentar nada, pero no me sometan a la vergüenza de comparecer maniatado ante mis subordinados".

Como lo recuerda uno de los biógrafos del escritor japonés, los tres jóvenes saben que la vergüenza es el máximo drama para un japonés. Le cortan las ligaduras, abren la puerta; uno de los discípulos de Mishima sostiene en alto la espada ensangrentada de su jefe y extienden los brazos para ser esposados. El "incidente", planificado por Mishima durante muchos meses, había concluido.

Unos pocos días antes de su muerte él mismo realizó un "homenaje póstumo en vida" en la ciudad de Tokio, homenaje que consistió en una muestra antológica de su vida y su obra, un catálogo lleno de fotografías del escritor y una exhibición de libros, manuscritos, fotos y objetos personales entre los cuales se destacaba sobre un pedestal una katana del siglo xvi, soberbia espada que su discípulo Masakatsu Morita usó veinte días después para decapitarlo.

Las fotos seleccionadas por Mishima para esa exposición giraban alrededor de un tema reiterado insistentemente, es decir, su muerte violenta y trágica: Mishima ahogándose en arenas movedizas, atropellado por un camión, con un hacha clavada en el cráneo, etcétera.

Pero la escena más destacable era la que aparecía en una foto donde se observaba al escritor desnudo y arrodillado, intentando abrirse el vientre con una espada mientras que de pie, a su lado, se encontraba el fotógrafo Kishin Shinoyama "con una espada en alto, presto a cortarle el cuello".

En esa exposición también se podía observar una foto de Mishima que representaba a San Sebastián en la misma posición en que fue pintado por Guido Reni, con el torso desnudo, atravesado por flechas, posición y aspecto que tanto le había impresionado en el cuadro del pintor italiano y que había determinado su primera eyaculación, según nos cuenta en Confesiones de una máscara.

El escritor japonés había constituido un "ejército privado" denominado Tate-no-Kai (Sociedad del Escudo), un extraño ejército sin armas cuyo fin no era "matar lo mejor posible sin riesgo propio", como cualquier ejército se propone, sino "morir sin matar", morir por el emperador.

Todos los integrantes de ese ejército estaban dispuestos a la efectuación del kirijini, el suicidio colectivo, una antigua tradición que en el Japón de esa época de escasa estabilidad política y grandes manifestaciones callejeras podría ser el resultado del avance de la multitud que aplastaría a los miembros de ese ejército privado sin armas. Pero esto podría salvar la vida del emperador porque el ejército japonés oficial se vería obligado a intervenir ante la muerte de los ochenta integrantes de la Sociedad del Escudo.

Este ejército privado ofreció en una oportunidad un desfile en el Teatro Nacional de Tokio, el mismo lugar donde ensayaba su primer kabuki en cuatro actos que, como todos los kabuki de Mishima, tiene una escena de seppuku.

En esta escena de ese kabuki, llamado La luna como un arco tendido, debía verse, según exigía Mishima, el brillo de la sangre, "que lance destellos como una estrella de belleza refulgente".

La infancia de Mishima, que en realidad se llamaba Kimitake Hiraoka, fue muy triste: "...la vida me sirvió un banquete completo de sinsabores, cuando yo era demasiado joven para leer el menú..."

Era un niño débil y enfermizo, objeto de la burla y la marginación por parte de sus compañeros del colegio, de modo que intentó ahí desplegar lo que él llamaba una "máscara de normalidad".

Al terminar el bachillerato ya había escrito seis novelas, un libro de poemas y tres ensayos de literatura clásica.

Pero en una oportunidad le escribió a un amigo lo siguiente: 
 

[el poeta Kawaji] dice que no soy ni precoz ni un genio, sólo un engendro desagradable y puede que tenga razón... Cuando me contemplo en el espejo me detesto pensando: mirá este tipo pálido y enfermizo que sólo sabe hablar de literatura... por eso procuro tratar con personas que ignoran que escribo, y portarme con ellos como un estudiante de bachillerato cualquiera... pero lo cierto es que me he ido convirtiendo en un ser raro y despegado de todo y de todos, a quien sólo le importa escribir.


El padre de Mishima no veía con buenos ojos la vocación literaria de su hijo. No olvidemos que en Japón la profesión de escritor había tenido mala reputación social durante mucho tiempo.

Mishima había nacido en una época en que la familia había decaído en su posición económico-social. El padre y el abuelo maternos pertenecían a un clan de agricultores advenedizos que se enriquecieron en la época Meiji (1868-1912).

La abuela paterna Natsu fue un personaje clave para Mi-shima, perteneciente a una familia noble —los Nagai—. En las luchas que precedieron a la restauración imperial del periodo Meiji, en 1868, los Nagai —emparentados con los shogun Tokugawa que gobernaron Japón durante 250 años— tomaron el partido del grupo que fue derrotado. Los triunfadores decidieron europeizarse y también privaron de los títulos de nobleza a los vencidos, entre ellos la familia de la abuela de Mishima.

En 1944, el emperador —un dios al que no se podía mirar de frente— le entregó un reloj de plata en la ceremonia anual en la que se premiaba a quien ocupaba el primer lugar en la promoción.

Poco después tuvo el "honor" de ser seleccionado para morir como kamikase: suicidarse con su avión contra un barco norteamericano. Pero en un examen físico previo le comentó al médico que padecía una fiebre persistente desde tiempo atrás y a partir de ese argumento mentiroso supusieron que estaba afectado de tuberculosis, de modo que lo rechazaron y no le permitieron el acto heroico.

En Confesiones de una máscara dice: 
 

en cuanto me perdieron de vista desde la puerta del cuartel, salí corriendo... ¿Cómo es posible que yo diese una impresión tan sincera mientras mentía al médico?... ¿Por qué al sentenciarme a regresar a casa ese mismo día, sentí la presión de una sonrisa que quería asomar a mis labios y que me fue tan difícil ocultar?
Comprendí claramente que en mi vida jamás alcanzaría niveles de gloria que pudiesen justificar haber escapado a la muerte en el ejército.


Uno de los biógrafos de Mishima interpreta este párrafo desde una perspectiva que no puede objetarse aunque resulte insuficiente: la culpa por la traición al emperadordios encontrará en el seppuku el sustituto tardío como equivalente de aquella muerte gloriosa temida y deseada que esquivó de joven.

Cuando Mishima tenía treinta años decide dedicarse al fisicoculturismo. En uno de sus textos expresa: 

el lenguaje de la carne es la verdadera antítesis para las palabras... Los músculos son a la vez fuerza y forma y este concepto de una forma que envuelve a la fuerza es la síntesis perfecta de mi idea de lo que debe ser una obra de arte; así los músculos que iba desarrollando eran a la vez existencia y obras de arte.


Y agrega: 

...además de buscar la armonía de una mens sana in corpore sano... desde la infancia siento en mí un impulso romántico hacia la muerte: pero un tipo de muerte que requiere como su vehículo un cuerpo de perfección clásica... una figura trágica y poderosa con músculos esculturales es requisito indispensable para una muerte noble y romántica.


Es pertinente articular esta cita con otras palabras que aparecieron en el catálogo mencionado al comienzo de este trabajo: "El río del cuerpo brotó como un manantial en la mitad del cauce de mi vida". Se sentía profundamente amargado por el hecho de que sólo su espíritu tuviese la capacidad de "crear visiones tangibles de belleza".

A partir de esa irrupción del deseo de transformar su cuerpo en algo tan hermoso que justificase ser observado, el impulso continuó con la necesidad de exhibir sus músculos ante todas las miradas.

Pero como el cuerpo está destinado a deteriorarse él declara que no va a aceptar ese destino: "Esto significa que no me resigno a la marcha de la naturaleza... Sé que he empujado a mi cuerpo por un sendero mortífero".

Empieza ya a perfilarse un tema insistente en la obra de Mishima: la articulación, por la vía corporal, entre la belleza y la destrucción. Veremos esta relación paso a paso guiados por el hilo de la famosa expresión de Lacan: "la belleza es la última barrera frente al horror del goce". 

En 1959 escribió La casa de Kyoko, una novela que resultó un fracaso entre el público y también para los críticos. En el otoño de 1959, probablemente después del fracaso de aquella novela, decidió intervenir en una película de gangsters llamada Un pobre hombre (Karakase Yaro), donde hacía el papel de un pequeño rufián que era asesinado. Pero él no se conformó con esa actuación, decidió intervenir como reportero en los juegos olímpicos de Japón, apareció desnudo en una película que él dirigía, actuó en un cabaret cantando una tonada con música y letra compuesta por él (con el título "El marino asesinado con rosas de papel") en un dúo junto con un conocido travesti (Akihiro Maruyama), etcétera.

En su obra Caballos desbocados Mishima pone al protagonista en relación con un miembro de la familia imperial quien, al conocer su decisión de hacer seppuku por el emperador, le pregunta: "Suponiendo que el emperador rechace su oferta ¿qué haría usted?" El héroe responde que en ese caso se abriría el vientre y en un intento por explicar semejante actitud plantea que tiene que ver con la sinceridad: 

imaginemos que preparo unas bolas de arroz para ofrecerlas a su majestad imperial... Si su majestad las rechaza tendría que retirarme y abrirme de inmediato el vientre... si las acepta tendré que abrirme el vientre lleno de agradecimiento. ¿Por qué? Porque el atrevimiento de hacer bolas de arroz para su majestad con manos tan torpes como las mías es un pecado que merece mil muertes como castigo.


Resulta evidente que Mishima preparó así sus callejones sin salida de modo tal que el suicidio se le aparecía como una muestra de sinceridad.

"La belleza es un soberbio caballo desbocado", sostiene Mishima en Un bosque en flor, su primer libro publicado a los dieciséis años, donde el mar representa al erotismo, la belleza y la muerte, tres temas insistentemente reiterados en su estética romántica.

Durante el último año de su vida, el escritor había planificado su propia muerte según los preceptos del Hagakure, el código de ética samurai del siglo xviii. Si clamaba por "la muerte, la noche y la sangre", un impresionante éxtasis gozoso acompaña a la idea de la muerte: "ambas cosas parecían sobreponerse como si el objeto del deseo físico fuera la muerte misma".

A la vez el éxtasis de la muerte se conjuga con la belleza, tal como podemos encontrarlo en El pabellón de oro, donde el personaje principal, que está atrapado y obsesionado por la idea de la perfección, incendia y destruye el pabellón admirado.

Paul Mathis se pregunta, en un texto que gira en torno al suicidio, sobre lo real del cuerpo propio y conjetura que cuando se realiza el acto de dar o darse muerte se lo hace en función de una imagen investida más que el cuerpo propio o en el cuerpo del otro que así devienen los representantes de la imagen a destruir, pero en esta confusión "en lugar de destruir la imagen se destruye el cuerpo que la suscita".

Unas palabras de Cesare Pavese abren interrogantes valiosas: "No palabras. Un gesto. No escribiré más". Palabras finales y definitivas pronunciadas pocos días antes de morir, el 18 de agosto de 1950, que implican una fusión entre la muerte y la desaparición de la escritura misma. ¿De qué modo la escritura en Pavese, en Mishima y en tantos otros, no ha sido suficientemente investida como para impedir el suicidio dejando así que éste tome el lugar del goce?

Es cierto que lo escrito no es sólo el grafismo de las palabras sino 

todo lo que nos fuerza a dejar una huella: huellas pintadas, huellas musicales y quizás huellas sobre el cuerpo, que es el material privilegiado, permanente de la inscripción. El cuerpo es el primero y el último lugar del escrito, a través del nacimiento y de la muerte; en el intermedio, la enfermedad, el sufrimiento y el goce.


El descalabro se instala cuando la inscripción implica el cuerpo, cuando "la caligrafía toma al cuerpo como material en el lugar de la materia mineral". Una particularidad del escritor es trazar rasgos, trazos, signos sucesivos, demarcaciones. Siempre es posible una marca más. Cada falta llama a la palabra que sigue. Pero aunque es imposible borrar esa falta 

si la palabra se satisface sólo por la palabra que sigue, como una alhaja siempre faltante, vale más a veces para la operación. Tal es quizás el sentido de la caligrafía cortante del seppuku que representa probablemente la forma más insensata, más loca del desorden de la razón y al mismo tiempo el gesto más interrogativo, más provocativo, aquel que puede poner mayormente en cuestionamiento el sentido de la escritura frente a la muerte.


En otro texto señala que Mishima parece lamentar la importancia que para él tienen las palabras de modo que "reemplazó el metal de la pluma por el del sable".10 Así lo expresa Mishima en El sol y el acero: "En la mayoría de las personas, presumo, el cuerpo precede al lenguaje. En mi caso son las palabras las que vinieron en primer lugar; luego, tardíamente, aparentemente con repugnancia y ya vestida de conceptos, vino la carne. No es necesario decir que la carne ya estaba estropeada por las palabras".

En Confesiones de una máscara nos revela que en una oportunidad la cercanía de una mujer llamada Sonoko le producía un dolor intolerable que le hacía "socavar" los cimientos de su existencia. Decide amar a esa joven "sin experimentar el más mínimo deseo". La emergencia de un real relativo al cuerpo lo impulsa a la fantasía del suicidio como un modo de conjurar lo inconjurable. Cuando esa noche llega a su casa aparecen por primera vez ideas de suicidio. La descripción que sigue en relación a esta consideración más seria de su propia muerte refleja la cercanía, muy sostenida en su obra y en su vida, entre la belleza y la muerte. La belleza aparece, por ejemplo, transformada en el frío glacial de un puñal que corta: "el frío glacial de su mano contra mi piel me produjo el efecto de una puñalada y, sin embargo, era agradable".

Mishima denuncia el carácter de suplencia de toda suplencia de la falta de relación sexual. Pero esto lo conduce a la ilusión de reencontrarla en un punto de excepción: la articulación entre el dolor y el goce a partir de la belleza en general y también de la armonía que deriva de la fuerza y el desarrollo muscular. "A medida que mi cuerpo adquiere una musculatura y al mismo tiempo fuerza, poco a poco se producía en mí una tendencia a aceptar positivamente el dolor y aumentó el interés que yo sentía por el sufrimiento físico".

La muerte violenta es cada vez más inevitable, cada vez más imaginada como un "goce magnífico" que lleva inclusive a anticiparla como un espectáculo, una exhibición de su castración ofrecida así al Otro al cual apela. "Se verá exhibiéndose; será mirado tal como él miraba a San Sebastián", dice Paul Mathis.

También es notorio su impulso a "soñar con efusiones de sangre". Mathis señala acertadamente que el cuchillo representa el falo ausente y el acto del seppuku, en su derramamiento de sangre, escenifica un acto sexual tal como se desprendería de este fragmento: 

La víctima comba su cuerpo profiriendo un grito de abandono, un grito lastimoso y un espasmo crispa los músculos alrededor de la herida. El cuchillo ha sido clavado en la carne estremecida con tanta tranquilidad como si hubiera sido introducido en una vaina. Un arroyo de sangre hierve, se derrama y comienza a correr sobre sus músculos lisos.


Según Marcel Ritter, Confesiones de una máscara nos ofrece una ilustración clínica del efecto de coerción que caracteriza la ebenbild.11  Este término de Freud, que puede traducirse como "imagen fija" referida al pasado y que implica cierto valor profético, aparece en el último párrafo de Die Traum-deutung. Sería la matriz y la fuente de la repetición de lo mismo que esa imagen encarna, promoviendo así lo que no cesa de ponerse en escena. Un ejemplo puede encontrarse cuando a los doce años Mishima describe la reproducción del San Sebastián de Guido Reni. Seguramente había leído este fragmento de Oscar Wilde, del que era lector asiduo: 

y en pie, junto a la mezquina tumba de aquel divino adolescente me lo imaginé como un sacerdote de la belleza inmolado prematuramente; y la visión del San Sebastián del Guido, apareció ante mis ojos, tal como lo vi en Génova: un adolescente hermoso y moreno, de cabellera espesa y rizosa, de labios rojos, a quien sus enemigos habían atado a un árbol y que, aún traspasado por las flechas, alzaba los ojos llenos de divina expresión apasionada hacia la eterna belleza de los cielos que se abrían.12 


Ritter afirma que la fascinación es por la desnudez blanca del cuerpo expuesto en la imagen de San Sebastián, cuerpo levemente cubierto por un reducido paño que indica la relación velo-falo. Pero lo que más importaría en esta imagen es el hecho de que funcione como la matriz de una serie de fantasmas sádicos, desde una fantasía masturbatoria de asesinar a un joven con un cuchillo hasta el sacrificio de un adolescente del cual está enamorado y que le es servido en un plato para ser destrozado y devorado.

Ya señalamos que Mishima describe su destino a la manera de un banquete: "Me sirvieron el menú completo de todas las dificultades de mi vida".

John Natan, uno de sus biógrafos, nos dice que los ancestros de Mishima del lado paterno eran campesinos de condición tan humilde que antes del siglo XIX no tenían un patronímico que los identificara. El apellido Hiraoka, verdadero nombre de Mishima, aparece por primera vez en la familia hacia 1820, en el registro de un templo de una pequeña ciudad del centro de Japón. El primer portador del apellido tuvo que abandonar su casa porque cayó en desgracia cuando su hijo mató con una flecha a un faisán que pertenecía al señor del lugar. Esta exclusión marca la vida de Mishima. Puede conjeturarse así que la imagen de San Sebastián, un guardia pretoriano condenado a muerte por el emperador romano, atravesado por flechas, imagen que estaba allí, según él mismo dijo, esperándolo, tiene íntima relación con "aquel episodio de la vida de sus ancestros".

Cuando a los dieciséis años tuvo que adoptar un nombre para la publicación de su primera obra él elige, de acuerdo con su profesor, Mishima, que es el nombre de la ciudad desde donde se observa con más nitidez la cumbre nevada del Fujiyama. Este apellido elegido está precedido por Yukio, relacionado con el término japonésYoki, que significa nieve.

Se nota entonces que la blancura que tanto le impresionaba en la imagen de San Sebastián "se encuentra desde entonces para siempre inscrita en su nombre prestado y perennizado por el sesgo de su obra". 

El psicoanálisis enseña que es posible amar el nombre propio pero lo que no se tolera es que el inconciente está tejido a partir de su olvido. "Por eso se rechaza el inconciente creyendo elegir el nombre pero no puede así quedarse ni con aquel con el que se consuela el neurótico: `yo'. Por supuesto, no puede trascender el velo sin el cual no hay sujeto salvo realizándolo en lo real como imposible".13 Es por ello que el nombre puro, en su propia blancura, como versión fantasmática del padre "es un encuentro imposible incluso cuando se logre atravesar el marco creyendo poder acceder a Aque que dice: `soy lo que yo es'".14 

"Seré un gran muerto...", expresó Jacques Rigaut antes de suicidarse. La pasión de ser es lo que se deriva como pretensión en la elección de la muerte y no la supuesta extinción de la existencia.

Se trata de la "fascinación por un gesto irremediable" para declarar así la propia inmortalidad como si se siguiera el ejemplo de Empédocles, quien, según la leyenda, se arrojó al Etna, es decir, exterminó su cuerpo para sobrevivir eternamente en el prestigio y lograr la existencia en la conmemoración que la palabra produce.

 
 
 
 
 
 
 
 
   
El texto de Mishima muestra a la muerte 
albergada en el misterio de los objetos cotidianos, en los rincones melancólicos y furtivos de una infancia que se adelanta, experimental en las infracciones, humillada en las renuncias, pero primero huraña a las formas sociales del duelo y luego aprendiendo a pretextarse a sí mismo en el comercio con el mundo.15 


Vivir eternamente o pasión de ser, pretensión del suicida que es la versión del goce de Dios en el sacrificio de Cristo, a partir de ese Otro que el neurótico imagina siempre pidiendo su castración.

Uno de los nombres de Cristo es el Cordero, es decir el sacrificio, y es por ello que la pareja sadomasoquista tiene lugar sólo en la escena del fantasma en la medida en que nombra la relación padre-hijo como "el único modo de imaginar una relación —dar una versión— si lo real es la ausencia de relación y lo simbólico nombra un muerto".

El último grito de Mishima agonizante: "Tenno heikai Banzai" ("Larga vida al emperador"), muestra la carta que el escritor poseía, es decir el emperador, el baluarte salvador de la "serpiente verde", maldición bíblica que muerde al Japón moderno al que ofrenda sus restos como "restos de un naufragio arrastrados por el Río de la Acción, que la inmensa ola ha dejado por un momento en seco, sobre la arena, para volver a llevárselos después".16

*Rolando Karothy es doctor en medicina y psicoanalista. Es profesor en la Universidad Nacional de La Plata. Entre sus libros destacan Los tonos de la verdad. Ensayo psicoanalítico (1996) y Vagamos en la inconsistencia. Los fundamentos del psicoanálisis (2001). Ha colaborado en otros volúmenes colectivos. Es director de la revista Contexto en psicoanálisis
Notas

1Charles Baudelaire, "El mal vidriero", en André Breton, Antología del humor negro, Barcelona, Anagrama, 1991, p. 114.

2Juan Antonio Vallejo-Nágera, Mishima o el placer de morir, Barcelona, Planeta, 1985, p. 16.

3John Nathan, Mishima, a biography, Boston, Little Brown and Co., 1974, p. 38.

4Yukio Mishima, Confesions of a mask, Nueva York, New Directions, 1958, pp. 136-138.

5Yukio Mishima, Sun and Steal, Nueva York, Secker and Warburg, 1971, pp. 27-28.

6Yukio Mishima, Caballos desbocados, Barcelona, Caralt, 1976, pp. 181-182.

7Paul Mathis, "Suicidio, escritura y locura", en Psiché, núm. 36, julio-agosto, 1990, p. 8.

8Ibid., p. 9.

9Ibid.

10Paul Mathis, "Ética y sexuación", en Actas de la Escuela Freudiana de París, Barcelona, Petrel, 1980, p. 140. 

11Marcel Ritter, "La contraite de l´Ebenbild. A propos de Confession d´un masque de Mishima", en Apertura, vol. 5, 1991, p. 9.

12Oscar Wilde, "La tumba de Keats", en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1979, pp. 1122-1124.

13Sara Glasman, "El fantasma del suicidio", en Conjetural,25, Buenos Aires, Sitio, p. 44.

14Ibid.

15Jorge Jinkis, "Interpretación psicoanalítica del suicidio", en Conjetural, 10, Buenos Aires, Sitio, p. 24.

16Margueritte Yourcenar, Mishima o la visión del vacío, Barcelona, Seix Barral, 1985, p. 141.