LA POESÍA  COLOMBIANA FRENTE AL LETARGO
*Juan Manuel Roca
Jugué mi corazón al azar
y me lo ganó la violencia.

José Eustasio Rivera

Crear arte en Colombia, y tomo la poesía como nombre genérico para él, muchas veces nos remite a la divisa que René Char dejó registrada para hombres de diferentes entornos y sociedades: "la lucidez es la herida más cercana al sol".

Ejercer esa lucidez en medio de un país cruento donde la guerra siempre viene después de la posguerra, no resulta propicio cuando ese mismo país parece fijo; como una bicicleta estática lo está ante un paisaje de barbarie acrecentado por las diferentes fases de la violencia: la partidista, la guerrillera, la de la delincuencia común, la del terrorismo de Estado y sus eslabones paramilitares, la del narcotráfico... La masacre de hoy borra la masacre de ayer, pero anuncia la de mañana. 

El creador de poesía tendría que ser muy ciego para que todo ese entorno no se filtrara en su obra. Aunque hay quienes parecen habitantes del país de Catatonia. Son muchos los que operan a la inversa del hombre que come una alcachofa. Éste la deshoja hasta encontrar su centro, su corazón. Los poetas en mención, por el contrario, le agregan hojas y hojas a ese centro hasta ya nunca percibir su aliento, su respiración.

Por supuesto que la falsa y preconcebida poesía que quiere a todo trance hacer el registro sociológico de la vida del país, anclándose en una mirada puramente historicista, ha dejado momentos de precaria realización, en los que cuenta más el qué decir que el cómo hacerlo. 

La pregunta de Hölderlin, "¿Para qué la poesía en tiempos sombríos?", acá tiene unos matices particulares, porque todos "nuestros" tiempos han sido aciagos, lo que nos llevaría a un silogismo y a pensar que nunca tendría sentido la lírica en estos feudos.

No voy a intentar, ni lo quisiera, hacer una vez más el diagnóstico de nuestra violencia. Trato, mejor, de señalar esta escindida razón de ser de la poesía en tiempos en los cuales está en crisis la palabra.

Esta doble condición parece antípoda: por una parte, el deseo del canto en medio de la guerra; por otra, la expresión poética ahogada dentro del caos y la crisis que denuncian la falta de credibilidad en el lenguaje; cuando la palabra pan no reemplaza al pan; cuando la palabra libertad casi siempre está en boca de carceleros; cuando la palabra paz está deshabitada. Con la palabra paz, o con la idea de que impera la paz, nos estamos engañando "sólo porque todavía podemos salir a comprar el pan sin que nos acribille un tirador emboscado", dice Hans Magnus Enzensberger ante las guerras civiles posteriores a la guerra fría. Son palabras, ojalá globalizadas, que debían tener fuerte resonancia en un país como Colombia, donde, cada vez más, la guerra toca a nuestras puertas, cerca los reductos urbanos en los que nos creemos a resguardo de una mayor barbarie.

Palabra en crisis

Por esa suerte de vasos comunicantes —casi siempre paradójicos— que hay entre la realidad más inmediata y la poesía que intenta trasgredir y ampliar la realidad la crisis de la palabra resulta un difícil estímulo, riesgoso o delirante pero estímulo al fin, para buscar el habla justa y las esencias que hay bajo su piel. Se trata de intentar un lenguaje que no sea cortina de humo a la manera de los políticos de tribuna, gente de la contingencia inmediata que tienen el dudoso don de hacer espuria toda palabra. "El arte, como el Dios de los judíos, se alimenta de holocaustos", decía con trágica certeza Gustave Flaubert.

Si nos adentramos un poco en la poesía colombiana del pasado siglo, a partir de la llamada Generación del Centenario, podemos encontrar cambios estéticos en la manera de abordar uno de los temas más recurrentes en la vida republicana: la violencia. No en vano parece un leitmotiv, una divisa para el país, la frase de Rivera que encabeza este texto: "Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia" (La vorágine, 1924). Pero aun con los centenaristas se confundía la oratoria y la poesía. El tono altisonante de una y de otra retrasaron la entrada en la modernidad lírica de un país siempre a deshoras.

Decir que cada sociedad comporta su estética no es más que una tautología, una reiterada verdad. Acá la premisa de Walter Benjamin: "hay una esfera hasta tal punto no violenta de entendimiento humano que es por completo inaccesible a la violencia: la verdadera y propia esfera del entenderse, la lengua", se intuye poco practicable. Las palabras que no se cumplen, los falsos entendimientos y acuerdos en nuestra vida política, son otra forma de la violencia. De ahí la eterna pregunta sobre el quehacer de la poesía en un medio de tal naturaleza ilegítimo e intolerante. Parece ser que la pregunta canónica del poeta romántico, ¿para qué poesía en tiempos sombríos?, se respondiera a sí misma, como si fueran de la misma materia lo sombrío de todos los tiempos y la necesidad de oponerle, sin grandes ademanes optimistas o mesiánicos, el poema. 

La poesía que en Colombia se ha referido a la violencia resulta menos estudiada que su narrativa. Pero hay muestras claras de ese registro desde la Colonia, como en el poema "Santafe cautiva", de Torres y Peña, un tunjano nacido en 1767 que escribía versos contra Simón Bolívar, a quien llamaba "fiera que aborta Venezuela"; y en las Sextinas escritas por indígenas paeces, donde se registra la violencia española y se elogia al Libertador. Me remito a este paraje tan lejano con el fin de señalar las diferencias al mirar el tema de las luchas violentas que desde la fundación del país nos han asolado. Violenta fue la forma como Luis Vargas Tejada pedía descuartizar a Bolívar para encontrar la paz, durante los sucesos septembrinos de 1828. Vargas, poeta y autor de sainetes teatrales y políticos, participó con otros poetas en la conspiración contra Bolívar. Así trazó sus versos:

Improvisación

(En la última junta que precedió 
a la conjura del 25 de septiembre)

Si a Bolívar la letra con que empieza,
y aquella con que acaba le quitamos
oliva, de la paz símbolo hallamos.
Esto quiere decir que la cabeza
al tirano y los pies cortar debemos,
si es que una paz durable apetecemos.


La guerra toca a la puerta

Suenan muy lejos los perdigones de esas guerras frente a las nuevas violencias, luego del 9 de abril de 1948, cuando sube el calibre de las balas, pocas veces recogido en poemas. El poema de Jorge Artel, "El 9 de abril en Colombia", cuyo título de puro escueto parece noticioso, no resultaría particularmente memorable, de no ser uno de los pocos escritos a la muerte del caudillo liberal. La vehemencia de sus versos, que señalan lo que Luis Vidales llamó "la insurrección desplomada", esto es la falta de norte de la revuelta gaitanista, le otorgan a Artel una voz para ironizar sobre los líderes que, según su entender, "se cruzaban de brazos": Eduardo Santos, Darío Echandía, son sus blancos preferidos, y por supuesto Mariano Ospina Pérez, descritos con nombres propios en algo que podría llamarse poesía de emergencia, aquel mandato individual o colectivo cuando el poeta se siente obligado al habla y no median ni el reposo ni el rigor. Como si en su arrebato no recordara que casi siempre es más importante la mano que borra que la que escribe.

Entre los poetas que señalaron su hora de violencias, Darío Samper (Guateque, 1909), miembro de la generación de Piedra y Cielo, logró poemas de mayor fortuna, en ritmos cercanos a las coplas populares donde se rastrean duras huellas de la violencia. Y lo mismo ocurre con Eduardo Cote Lamus, de la generación de la revista Mito.
 

Como si todos los Rivera, Nicanor, Eustaquio, los Granados 
don Ignacio juntos se mataran sin por qué; 
como si todos los niños no nacidos 
y esparcidos en la imaginación de las muchachas 
comenzaran a llorar; como si los árboles 
de pronto se volvieran horcas. 


Así veía Cote Lamus la violencia desde una aproximación goyesca, en un poema que además es una evocación del hombre del campo ("Bábega"). Cote Lamus era militante del partido conservador, como algún otro de los escritores de Mito; pero su poema no resulta sesgado ni partidista. Registra allí la violencia de los años cincuenta, tratada por la novela hasta el punto de convertirse, a veces, en un mal endémico de la literatura colombiana. Lo mismo hace Jorge Gaitán Durán cuando habla del guerrero: 
 

Lleva la muerte en su espalda quien por amor debe morir 
O matar lo que ama, magnánimo en su pena 
Pues no busca olvido sino infierno. 
Si el arma hunde en otro pecho, en su pecho la aloja, 
Mas la carroña no es suya sino definitivamente ajena. 


Héctor Rojas Herazo, el poeta que en su novela Respirando el verano traza una saga familiar con el telón de fondo de una de nuestras guerras civiles, decía alguna vez, en un gesto de hondo humanismo, que "ninguna gran idea merece un cadáver". Entre otras cosas porque los muertos no tienen ideología y pasan a ser militantes del vacío.

Ya Luis Vidales había denunciado el espejismo de la paz donde se esconde el cuchillo: "Lejos, en las ciudades populosas, la paloma de la paz ponía huevos de víbora y había hecho su nido sobre el techo de Tartufo". 

Sí, ocurre que contra las lenguas del terror la palabra poética, muchas veces sin pretenderlo, sin un acento programático, se opone al "empleo sin escrúpulos de la violencia"; aunque muchas veces sea ella misma, la poesía, una forma de la violencia transgresora de la realidad inmediata. Hablo, claro está, de la poesía insumisa, de la que está lejos de la hipnosis que sufren los poetas cortesanos; aquellos que siempre están alquilando la cabeza para comprarse un sombrero; aquellos que siempre están tras el mejor postor, que casi siempre es el mayor impostor. "Cadáveres aplazados", según el decir de Pessoa. Por algo el colombiano Samuel Vásquez dice que sobremuere "en este país que es paisaje, pero nunca patria". Y a veces, agregamos, ni siquiera es paisaje, ante la imposibilidad del viaje a zonas vedadas por la guerra.

Las diferentes formas de la violencia no tienen ese carácter puramente físico que hacen los largos empadronamientos de muertos desde el trasunto de la historia y de la sociología. No es ese su único registro. También la educación, esa empresa tantas veces deformadora, es un estadio larvado de la violencia institucional, aunque no deja huellas tan evidentes como las de la guerra. Tal como ocurre con la crítica sesgada y caprichosa, aquella cuya mayor carencia es su carácter "doctrinario". Esa supuesta crítica, a veces peor a la ausencia total de ella, es otra cara de la violencia. Desde Antonio Gómez Restrepo, quien señaló como clásica la modosa escritura de Marco Fidel Suárez, hasta mi coetáneo Cobo Borda, esa crítica tiene el acento paródico de la corte. De alguno de ellos, creo que del segundo, se afirma que hay una curiosa fotografía de su infancia: posa trepado en un triciclo con placas oficiales. Y a todas estas, "los disparos son la partitura del himno nacional", diría un poema de Mery Yolanda Sánchez.

La lectura de la poesía colombiana desde el ámbito de la violencia lleva a pensar que no es sencillo para el poeta realizar su obra, tan llena de intuiciones, de alumbramientos muchas veces dictados por la esfera de lo irracional, para, a un mismo tiempo, volcarse hacia el ejercicio de una reflexión sobre su época. En el corpus de esta poesía ocurre a veces, como sucede con la plástica, hay atmósferas abstractas de violencia, pero otras veces se establece en una suerte de figuración. Atmósferas veladas, como las de Carlos Obregón: 
 

Todo es la lucha, la violencia del sueño 
donde una fuerza ciega nos crece y nos integra 
en el rumor del bosque 
y en su lenta espesura hoy se escucha el viento 
venir desde más lejos, venir 
vivir la tierra, sus huesos siderales 
los héroes y los potros que marcaron las sendas. 


O descarnadas atmósferas figurativas en las que José Asunción Silva habla de un recluta muerto: 
 

destrozada la cabeza
por una bala de rémington; 
con la blusa de bayeta 
y la camisa de lienzo, 
un escapulario santo 
colgado al huesoso cuello 
los pantalones de manta 
manchados de barro fresco, 
y la sangre, ya viscosa 
pegándole los cabellos.


Acá bien vale la pena preguntarse por el trato de lo social en el poema. ¿Cómo hacer para que esa irracionalidad a favor, que algunos llaman inspiración o rapto poético, pase por una suerte de aduana del pensamiento y se pueda mirar un entorno, un rastreo de lo que nos ocurre en el otro? ¿Cómo creer en las voces que le piden a la poesía una única utilidad pública y programática, si muchas veces la utilidad de la poesía es de otro orden, de un orden que hace tangible lo intangible? ¿Cómo andar al mismo tiempo en dos orillas de la realidad?, ¿cómo moverse en medio de lo que Simone Weil llama "una comunidad ciega", estando escindidos entre la realidad y el deseo? Se puede hacer una relación estrecha entre lo que la misma Weil señala: "cuando se sabe que es posible matar sin arriesgar castigo, ni censura, se mata; o por lo menos se rodea de sonrisas de invitación a hacerlo a los que matan", y un poema del colombiano Omar Ortiz titulado "El espejo": 
 

No es verdad que los ojos sean el espejo del alma.
Si tal ocurriera, los asesinos caerían fulminados
y nada sucede cuando el torturador cruza y se peina.


Es una clara alusión a esa "comunidad ciega" que no se reproduce en los espejos, que no es castigada por el reflejo de la culpa. 

Ya no se expulsa al poeta de la república de Platón, que en nuestro caso podría ser la república de Plutón. El disenso incomoda a los generadores de violencia, por una parte; y a los agentes de una supuesta paz, por el otro. El temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo comprobable, la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico que le enrrostran a la poesía, es otra forma de violencia cultural, es decir, de imposición.

Si se me apresurara a decir dónde radica el poder transformador de la poesía, diría que está en lo que queda por fuera de lo ya visto, en lo que suscita la duda. Hay un poema de Fernando Charry Lara, "Llanura de Tuluá", que es una larga pregunta sobre la muerte violenta vista desde un estadio amoroso. En su lenguaje hay una andadura entre dos orillas que crean una atmósfera de trágica belleza y la narración episódica de un hecho. Esas dos orillas se mezclan en una condición elusiva del lenguaje, en una sutil manera de pastorear silencios. Lo cito en su totalidad: 

Llanura de Tuluá

Al borde del camino, los dos cuerpos
uno junto al otro,
desde lejos parecen amarse.

Un hombre y una muchacha, delgadas
formas cálidas
tendidas en la hierba devorándose.

Estrechamente enlazando sus cinturas
aquellos brazos jóvenes,
se piensa: soñarán entregadas sus dos bocas,
sus silencios, sus manos, sus miradas.

Mas no hay beso, sino el viento,
sino el aire
seco del verano sin movimiento.

Uno junto del otro están caídos,
muertos,
al borde del camino, los dos cuerpos.

Debieron ser esbeltas sus dos sombras
de languidez
adorándose en la tarde.

Y debieron ser terribles sus dos rostros
frente a las
amenazas y los relámpagos.

Son cuerpos que son piedra, que son nada,
son cuerpos de mentira, mutilados,
de su suerte ignorantes, de su muerte,
y ahora, ya de cerca contemplados,
ocasión de voraces negras aves.


Es un cuadro de la violencia sin rostro y sin rastro. No se sabe quién los mató, por qué los mataron, a qué bando pertenecieron, si es que pertenecieron a alguno. Se trata de uno de los más intensos poemas de la violencia colombiana que no hace concesiones a lo tópico, al lugar común, a una simbología de fácil recibo que en poetas como Carlos Castro Saavedra se hace en exceso repetitiva: "fusiles y luceros". Y no hay en esto una repulsa a la memoria. La desmemoria histórica es una forma de la violencia. Mientras la memoria pone cimientos, la viga maestra, la techumbre a su casa, la desmemoria socava sus bases, pudre sus vigas, destecha lo que podría darle cobijo a una identidad.

Por eso el intenso poema de Emilia Ayarza, "A Cali ha llegado la muerte", sobrecoge. Hay allí una memoria de sangre y polvo, cuando el estallido de un camión de dinamita durante el régimen del general Gustavo Rojas Pinilla estremeció a la capital del Valle del Cauca: 
 

La ciudad era un racimo de plomo derretido 
y la muerte le salía a bocanadas. 


De alguna manera lo que más impregna la poesía de la violencia en el pasado de Colombia es la muerte provocada por segmentos partidistas, liberales y conservadores. Ya esto no ocurre, porque como bien lo señala Enzensberger en su lúcido ensayo "Perspectivas de guerra civil", "en las actuales guerras civiles ha desaparecido todo vestigio de civilización. La violencia se ha desligado totalmente de las justificaciones ideológicas". ¿No parece hablar del momento colombiano? Ahora, entreverados los conceptos de víctimas y victimarios, opresores y oprimidos, desvanecidas las orillas para la fundación de una tercera orilla del horror, la violencia nace de la lucha por un botín particular. Ante esto el escritor, aturdido y perplejo, opera como el hombre incongruente que al ver su casa sucia y sabiendo que la van a quemar, duda entre limpiarla o luchar. Pero una cosa es la duda saludable y otra la impotencia castradora. Tal vez por esto, en la poesía colombiana, repito, hay atmósferas que van desde un expresionismo abstracto —poetas que esconden el tema pero no lo ignoran— hasta poetas figurativos que se vuelcan de manera más explícita; esto es, de la elusiva carga de violencia interior ya señalada en Carlos Obregón, a la descripción violenta en poemas como el de Cote Lamus. 

En la más reciente poesía colombiana aparece la violencia al unísono con los cambios del tramado social. Así se filtra el tema de los sicarios; de esa forma pérfida de la guerra, ya no sólo en el campo, sino en las ciudades. Algo que me hace recordar el fragmento de un poema escrito por un niño de Medellín: "el mundo es grande para la guerra y pequeño para la vida".

Dice un poema de la poeta antioqueña Liana Mejía anunciando la abominable presencia de estos nuevos señores de vidas y de bienes:
 

Desde las alcantarillas
sicarios que se saben
cobradores de viejos
errores
asedian la ciudad.
Avanzan,
a pesar de los susurros
detrás de las persianas.
Al otro lado
de la calle
alguien cae.


En el poema de Liana Mejía, en su atmósfera que revela la muerte de un desconocido, un alguien que cae entre tantos, hay una suerte de elección previa, señal de aquel que abroga, como un dios maléfico, quién debe morir.

Lejos de la ya un tanto resabida fórmula de la novela de sicarios en Colombia, que en buena parte se ha vuelto —al igual que cierto cine— una especie de complejo de Eróstrato, de éxito asegurado para el voyeurismo de la violencia, los tratos del lenguaje, de la imagen y el distanciamiento de la crónica roja, hacen que el poema sacuda nuestra indiferencia sin un naturalismo de jergas y cuchillos. No le hace eco a aquello que señala Enzensberger: "la masacre se ha convertido en entretenimiento de masas. El cine y el video compiten por convertir al sicario, al secuestrador, al asesino, en héroe público". El perverso trato de héroes que se hace de los sicarios, la sociopatía apoyada por los medios de comunicación que valoran un filme por el número de actores muertos después de filmado (Rodrigo D no futuro o La vendedora de rosas), la mitología exacerbada del terrorista y del mafioso, hace diana en las mentes adolescentes que piensan con ironía que "tiene más futuro la semana pasada". Y que por ello cultivan de manera fundamentalista una pasión por la muerte. "La espera de lo que vendrá —señala Simone Weil— ya no es esperanza, sino angustia". Todo esto deviene en miedo. Ni qué decir del método facilista de la sicaresca antioqueña, la de los sicarios y sicarias de todos los tamaños y edades adosados a narraciones tan pueriles como Rosario Tijeras.

Ese mismo miedo, que es una especie de hijo bastardo de las violencias, aparece en una buena lonja de poemas recientes. "La ciudad por entonces ardía en los puñales/ y el miedo se quedaba tras los pasos" (Luis Aguilera). "Miradme; en mí habita el miedo" (María Mercedes Carranza). De la misma Carranza, un poema que registra la muerte del político liberal Luis Carlos Galán, resulta una suerte de pintura tenebrista. El poema, "Soacha", toma el título del pueblo donde fue el crimen. Dice en su dura parquedad:

Un pájaro 
negro husmea
las sobras de
la vida.

Puede ser Dios
o el asesino:
da lo mismo ya.


Es el sobresalto, la irrupción del victimario que en Jaime Jaramillo Escobar, creador del único gran libro salvado del narcisismo nadaista —Los poemas de la ofensa—, asalta sus palabras: 
 

voy a dar la vuelta cuando ¡zas!, el hombre, 
me lo encuentro a boca de jarro, detrás de una columna, me está esperando para matarme, tiene el cuchillo 
en la mano 
me coje por la cabeza, 
en la ventanilla de los tiquetes no hay nadie, 
el asesino, tranquilo, me mira. 
Se trata de la violencia urbana del extramuro, la de los nuevos asentamientos de gentes desplazadas cuyo temor es el otro. Es la atmósfera de terror que se recoge en La balada de los pájaros de Mario Rivero y que en uno de sus fragmentos habla de la 
 
Medianoche de toque a muerto 
del tañido a sangre 
del hombre turbado en su sueño.


O la violencia registrada en los números fríos de las estadísticas, a los que Piedad Bonnett quita hibridez para hacerlos materia poética:

Cuestión de estadísticas

 
Fueron veintidós, dice la crónica.
Diecisiete varones, tres mujeres,
dos niños de miradas aleladas,
sesenta y tres disparos, cuatro credos,
tres maldiciones hondas, apagadas,
cuarenta y cuatro pies con sus zapatos,
cuarenta y cuatro manos desarmadas,
un solo miedo, un odio que crepita,
y un millar de silencios extendiendo
sus vendas sobre el alma mutilada.


En todo esto parecen hacer acto de presencia los vasos comunicantes que existen entre la realidad (no necesariamente como una forma de servil naturalismo) y el sentir individual que a fuerza de necesidad se hace colectivo. "A la lectura de tanteo y falansterio" de que hablaba José Martí le han salido autores que intentan no escamotear lo que tiene ocurrencia en sus conglomerados sociales. Si bien en Colombia siempre está en vilo la vida, como en pocas partes; si es una aventura descabellada intentar una cultura orgánica en un país inorgánico, y a sabiendas de lo expresado por Borges acerca de cómo "la realidad no es verbal", hay zonas jamás nominadas por la palabra a las que aspira a llegar la poesía.

La vertiginosa violencia que en los últimos años ha cambiado el perfil de esta nación nos obliga a algo casi siempre desdeñado en el medio, a una permanente reflexión. Si Hegel señalaba que el primer paso en la comprensión de algo está en negarlo, en verlo desde su negación crítica, la violencia, que ya hemos empezado a llamar como una forma de cultura, es posible negarla desde la afirmación del arte. Decía César Fernández Moreno que "la poesía se politiza en vez de poetizarse la política". Algo que como hecho programático podría resultar lamentable. Como lamentable resulta —valga la digresión— que se satanice la poesía política —adiós Ritsos, Hikmet, Char, Cesaire, Brecht, Vallejo y hasta Rimbaud— desde la orilla de los satisfechos. No se entiende por qué se estigmatiza y rotula como ideología la poesía de Juan Gelman cuando habla de Argentina y sus procesos de desapariciones y secuestros, y no se considera de la misma manera a Álvaro Mutis cuando loa a los reyes. ¿No es eso, también, una actitud política?

Más allá de la anterior digresión, ocurre que la violencia en la poesía muchas veces está más bajo la piel del lenguaje, en las atmósferas y en los silencios, que en los enunciados directos, propagandísticos, de quienes adhieren a la idea de ser boca de partido. Pero es rastreable la violencia en la poesía no partidista ni panfletaria; como en los versos de un poema de Samuel Jaramillo que dan cuenta de la geografía de un país en acoso: 

Muerte dos veces

 
Nosotros hablamos de la muerte
llamándola con el nombre de una vieja compañera
de la cual no podemos librarnos.
La sabemos habitando cada latido de la sangre,
paralizando la alarma
de nuestra mirada de conejos aterrorizados.
Ella se nutre de nuestro tiempo, nos arrincona
en habitaciones cada vez más estrechas
dándole un sentido a cada palabra que decimos: 
nos convierte en gigantes.
Pero también sabemos que ayer aparecieron
dos muertos en la carretera, que cuerpos parecidos
engordan nuestros árboles
con su madurez irrespirable.
Su sangre negra derramada en la tierra
no tiene nada de bello.
Odiamos a quienes nos regalan
con esta cosecha siniestra.
Nosotros nombramos la muerte dos veces.


 

 
 
 
 
 
 
 
 
   
La poesía nos aproxima a esa pulsión entre la palabra y el morir. Aldo Pellegrini decía que "como organismo vivo, toda cultura está expuesta a la ley de la evolución y de la muerte". Si acá lo está a causa de los múltiples factores sociales que generan la violencia, resulta cierto que ella intenta crear sus defensas, su estado de alerta o de emergencia para vigorizarse e interpretar la realidad. La poesía ha dado cuenta de esto, quizá de manera no menos explícita que a través de quienes realizan una escritura testimonial o novelar, y como respuesta a una sociedad de viejo cuño. Y no por adentrarse en temas que para algunos aparecen como vedados a la lírica, es decir, por quienes creen ver en ella un aparato verbal distante de lo cotidiano, deja, en los casos que he citado y en otros momentos que se me escapan, de tener un rigor formal.

Nadie, desde la poética, querría señalar la violencia como si fuese un prontuario. No imagino a alguien pensando: voy a escribir un poema sobre la violencia en la lucha de clases o sobre la violencia del poder, uno más sobre las insurrecciones populares y la violencia revolucionaria, acá alguno sobre las guerras civiles, la delincuencia o el crimen organizado del narcotráfico. Sin embargo, es difícil que una de esas formas —o varias— no golpeen y se filtren en las preocupaciones de quien intenta una expresión artística. La crítica política sólo considera un balance de los contenidos, de sus fines. La poética piensa que una verdad mal dicha puede volverse mentira. Piensa, con Raúl Gustavo Aguirre, que "lo inexpresable también forma parte de la realidad del hombre". 

Pero no puede negarse que en la poesía colombiana se refleje el campo minado de nuestra violenta realidad. Como ocurre en el poema "Los que tienen por oficio lavar las calles", de José Manuel Arango:
 

Los que tienen por oficio lavar las calles
(madrugan Dios les ayuda)
encuentran en las piedras, un día y otro,
regueros de sangre. 

Y la lavan también: es su oficio
aprisa
no sea que los primeros transeúntes la pisoteen.


El poeta, como los lavadores de calles del poema de Arango, ha madrugado en una visión franca del país y lo registra como una memoria en tiempos del olvido. El inxilio, el exilio interior, es posible que lo asedie, pero aún le queda el exorcismo del poema.

Es un tiempo en que resulta aterrador estar vivo, cuando es difícil pensar en los seres humanos como racionales. Donde quiera que dirijamos la mirada veremos brutalidad y estupidez, tal parece que no hay otra cosa que ver: por todas partes un descenso a la barbarie, que somos incapaces de contener. 
Dice Doris Lessing en Las cárceles elegidas, en el capítulo "Cuando en el futuro se acuerden de nosotros". 

Habría que agregar que si hay futuro, si hay quien se acuerde, si merecemos llamarnos nosotros, a lo mejor alguien pensará que a pesar de todo, y de ser tan inútil como el intento de descarrilar un tren atravesándole una rosa en la carrilera, la poesía se dio en tiempos aciagos, en tiempos de muerte y de letargo.•

*Juan Manuel Roca (Medellín, Colombia, 1946) es uno de los poetas más reconocidos en su país. Entre sus libros publicados destacan Memoria del agua (1973), Luna de ciegos (1975), Los ladrones nocturnos (1977), Señal de cuervos (1979), Fabulario real (1980), Antología poética (1983), País secreto (1987), Ciudadano de la noche (1989), Luna de ciegos (antología, 1990), Pavana con el diablo (1990), Prosa reunida (1993) y La farmacia del ángel (1995).