VEINTICINCO AÑOS DE
HISTORIA TEATRAL

Héctor Azar*

Parafraseo a Saint-Exupéry y empiezo diciendo: “Cuando tenía cinco años…” vi nacer el Centro de Arte Dramá-tico, A.C. (CADAC), y yo, en las indecencias de cualquier infancia, lo veía como un inmenso jardín capaz de satisfacer en mí los deseos frenéticos de convertirme en Pelé, Garrincha, Babe Ruth, Frank Tarketon o simplemente Carlos Reynoso, y así, con toda la destreza de mis piernas infantiles, lanzaba fuertes derechazos a los arbustos que, estoicamente, resistían los aplastantes triunfos de la Selección Mexicana sobre Alemania, o la fuente, siendo testigo mudo como incansables receptores abiertos en el Super Tazón que le gané a Terry Bradshaw.

Y así es; desde ese momento he vivido al CADAC como algo resistente, fuerte, sólido, incapaz de ser derrumbado por actitudes o palabras enconadas y absurdas, tan presentes en nuestro medio o tercio artístico.

Pues sí, cada quien sabe que vivimos por el espíritu; el resto, como dijera Verlaine, es Literatura.

Carlos Azar

El CADAC entra a su año vigésimoquinto por el portón amplio de la aspiración realizada, con la satisfacción de lo que trasciende los límites del desconcierto reprochable de aquellos a los que no les fue dado participar de su génesis o de su desarrollo armónico. Con estas premisas, CADAC convoca ahora a las celebraciones del XXV Aniversario de su fundación, animado por la buena estrella que iluminó su nacimiento el 2 de febrero de 1975.

Fue entonces cuando en el aula Ángel María Garibay del propio Centro, destinada para sustentar en ella la llamada Teoría CADAC, entendida como intento de búsqueda para precisar las características de una escuela mexicana de teatro –fue en esa aula, decía, donde se congregaron amigos coincidentes en la realización que en esos años se propuso como novedosa en los espacios teatrales de México, la de establecer un lugar de encuentro de las nuevas generaciones atentas a participar en la búsqueda novedosa, y también como un punto de reencuentro armonizado mediante la esperanza de comprender y aceptar el teatro como una labor conjuntual inexcusable– infinita teoría de los conjuntos, alejada de posturas egocéntricas y desplantes narcisistas que parecen caracterizar los quehaceres teatrales en el mundo.

Surgió también CADAC ante el imperativo de instalar en él la proposición escénica de su fundador –el Espacio C’–, como un intento de contribuir al desarrollo de conceptos congruentes con las mutaciones sucesivas que la actividad teatral ha presentado en el siglo que nos ha tocado vivir. Proyecto –el de Espacio C’– que obtuvo interés fuera de nuestro mexicano domicilio (Francia, Polonia, Viena, los Estados Unidos, Brasil) y no aquí en México, donde más de una vez se le calificaría de manera peyorativa y superficial. Con el Espacio C’, la Teoría CADAC encontraría el vaso que habría de contener señales y conceptos sustentados en las experiencias obtenidas por su autor en instituciones privilegiadas: Teatro en Coapa (19-55-1964), Teatro Estudiantil Universitario (1957-1962), Centro Universitario de Teatro (1962-1972), Foro Isabe-lino (1968-1972), Teatro Trashumante (1964), Compañía de Teatro Universitario (1962-1972), Compañía Nacional de Teatro (1972), y tantas otras instituciones en las que él se viera involucrado lo mismo como líder circunstancial que como enemigo-público-número-uno-del-teatro-mexicano (sic).

La mayoría de estas organizaciones no sobreviviría a la ausencia de su fundador, a pesar de que llegaron a obtener vida institucional durante el tiempo que él fungiera, primero, como encargado de las actividades teatrales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y, después, como director del Teatro del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), mediante diseños de actividad coordinada poco frecuente en la política cultural de México, ya que esos diseños evitaban la duplicidad rivalizante de funciones, así como la pulverización de exiguos presupuestos insuficientes aun en su ejercicio individual. Gran desconcierto provocaron los festivales de teatro para la juventud, en los que intervinieron la UNAM, el INBA, el Instituto Mexicano del Seguro Social, el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, con mínimas aportaciones que estimularon el movimiento teatral de los nuevos, así como el surgimiento de numerosos artistas de teatro como Jorge Esma, José Estrada, Julio Castillo, Héctor Ortega, Wilebaldo López y otros muchos actores. Aunque conviene un tranco de historia.

La hiperactividad teatral de fines de los cincuenta concitó serias rivalidades que recayeron en la persona del funcionario en turno, convertido mediante prestidigitación en “el zar del teatro”, hacedor de famas y deshacedor de proyecciones de acuerdo con sus personalísimas preferencias. Aquí cabe recordar su llegada al teatro universitario en 1957, cuando cuatro grupos estudiantiles, dirigidos por Juan José Gurrola, Manuel González Casanova, Francisco Salvador y Pedro Román, se inconformaron ante la rectoría de la UNAM ya que no contaban con un es-pacio teatral donde montar sus producciones y sí, en cambio, Alvaro Custodio (q.e.p.d.) disponía del frontón cerrado de Ciudad Universitaria para exhibir su interesante puesta en escena de Bodas de sangre. Ante la presión de estos grupos se llamó a Luis Basurto, a Fernando Wagner, a Enrique Ruelas e inclusive a Salvador Novo (maestros entrañablemente amados) para poder resolver el problema planteado por los estudiantes. Ninguno aceptó el encargo y fue entonces cuando Benjamín Orozco, a la sazón director de Difusión Cultural, propuso el nombre del Director de Teatro en Coapa para “coordinar” esas presentaciones. El propuesto aceptó con gusto entrevistarse con el doctor Nabor Carrillo, quien aprobó el alquiler de un inutilizado Teatro del Globo –instalado en las calles de París–, para que en él se pusieran: La hermosa gente (dirigida por Gurrola), Cándida (por Román), El Merolico y Los padres terribles (por Manuel González Casanova) y El gran Dios Brown (por Francisco Salvador).

En esos años la situación del teatro universitario se osten-taba de manera deplorable; una Federación Universitaria de Teatro Experimental (FUTE), fantasmal y canalla, aparecía impúdica ante las autoridades como coordinadora de un inexistente centenar de grupos de teatro, los que servían de existente y amenazadora forma de presión para manipuleos y chantajes, falsificaciones de firmas y otras tantas lindezas de estos pillos que se reunían en un antro de la zona rosa titulado La rana sabia, comandados por unos tales Jorge Betancourt y Alfonso Gálvez.

De forma eventual, algún grupo aislado de esta FUTE se presentaba en el teatro El Caballito, donde también hacía temporada un grupo profesional subsidiado por la UNAM y titulado Teatro Universitario, dirigido por Carlos Solór-zano. Los miserables gandallas de la FUTE fueron los co-misionados para darle la bienvenida –bautizo de sangre y terror– al recién llegado Coordinador de Teatro Estudiantil de la UNAM (recontrasic), presentándose subrepticiamente en el Teatro del Globo, al mediodía del sábado 13 de septiembre de 1957, para que –al abrir la puerta de entrada con una llave que les proporcionaría aquél de cuyo nombre no debe uno ni nadie acordarse– se introdujeran en el teatrito instalado en la planta baja de un edificio, para-materialmente-hacerlo-pedazos; butacas, telones, decorados, vestuarios, equipos de luces y de sonido no resistieron el inclemente ataque de esos gangs-terzuelos, que posteriormente, la habrían de seguir con amenazas en el domicilio y golpizas al automóvil del flamante coordinador, y todo ello aderezado con una cam-pañita de prensa vulgar que originalmente cultivó zarzas que todavía perduran...

Esa tarde del sábado 13 de septiembre de 1957 quedaron, como testigos alarmados, los girones del telón de boca, al que habían prendido fuego en el centro del escenario. Con la insana displicencia con que entraron aquellos malandrines, así salieron del teatro brutalmente destruido, mismo que empezaba a dar señales de quemazón ante las voces aterradas de los ocupantes del edificio, que con los bomberos evitaron una catástrofe. Mediante esta agresión salvaje quedaban sentados a futuro los términos de una gestión artístico-administrativa, cuyo riesgo mayor consistiría en poner el orden por encima de corruptelas y rivalidades, de rabiosas envidias y mordiscos serpentinos. Extraña paradoja la del comediante, exponer aun la propia vida por afirmar su verdad como destino manifiesto, en el pantano de los intereses creados. Algo completamente nuevo y ajeno para el Coordinador llegado de Coapa.

La idea de fundar CADAC fue concebida a raíz del triunfo del teatro universitario mexicano en Nancy, Francia (19-64). Gran Premio Mundial que hizo patente la calidad del teatro joven de México ante 22 países, todos ellos presentando, en mayor o menor grado, el nuevo teatro de genuina búsqueda que se daba en el mundo al inicio de la década de los sesenta, saturada de propuestas así evasivas como certeras en sus hallazgos. Con la insuperable puesta en escena de Juan Ibañez de Divinas palabras, de Valle Inclán, se consolidaron las metas que habían sido anunciadas en el llamado que animó la creación del Centro Universitario de Teatro (1962); paráfrasis a su vez de aquel Appel del Vieux Colombier que transformó las estructuras teatrales francesas de la primera mitad del siglo XX. En este llamado, también, apareció por primera vez el dibujo gentil de Picasso, La Cabra, como signo y emblema de lo que aspiraba a ser el teatro universitario de México: agilidad y frescura en el trazo, gracia juvenil, precisión en la imagen, gentileza, hasta convertirse en un símbolo familiar aun extramuros del Alma Mater. Más tarde La Cabra cobraría presencia periodística en una publicación mensual diseñada por Vicente Rojo –convertido a la sazón en el diseñador obligado de las actividades teatrales de Coapa y de la Universidad. Esta publicación llegaría a ser el periódico teatral más interesante, hasta su desaparición arbitraria por orden de un efímero y mediocre Director de Difusión Cultural.

Con el Gran Premio obtenido en Nancy surgieron nuevas paradojas:

    Un grupo de excepcional calidad artística, entrenado en el Centro Universitario de Teatro, bajo señales y programas diametralmente opuestos a los planes de estudio existentes aun en la propia Universidad.

    La posibilidad de conformar un conjunto estable, capaz de compartir conceptos éticos y estéticos afines a las nuevas corrientes, la Compañía de Teatro Universitario, subsidiada moral y económicamente por la Universidad. Consolidar la experiencia de su funcionamiento para llegar, en un futuro inmediato, a la creación de una Compañía Nacional de Teatro, auspiciada por el Estado educador, algo que en México se había propuesto fallida- mente en más de tres ocasiones y que llegó a realizar el INBA en 1972, merced a la experiencia universitaria.

Y también con el Gran Premio se manifestaron, asimismo, las pasiones encontradas en forma de rumores de arte menor, aunque de efectos disociantes mayores, los que, mal que bien, lograron su propósito de minar la unidad de la Compañía, la cual se sostuvo contra viento y marea durante 10 años.

Esa tarde del lunes 2 de febrero de 1975 se reunieron por primera vez en CADAC, a inaugurar el Curso Trimestral No. 1, mis queridos amigos y familiares María del Carmen Millán, Gloria Bravo Ahuja, Eloísa Gotdiener, María del Carmen Farías, Selma Beraud, Manolo Fábregas, Antonio López Mancera, Sergio Bustamante, Sergio Jiménez, Antonio y Virginia Azar y Alberto, Ignacio y Santiago Soberanes, para que en CADAC dieran comienzo sus tareas. De entonces para acá se han impartido 60 cursos libres para niños, adolescentes y adultos, profesionales y no profesionales, además de 30 cursos extraordinarios sustentados por personalidades internacionales.

La conexión de CADAC con centros análogos en el país y fuera de él fue inmediata, conservando a la fecha correspondencia con la mayoría de las instituciones teatrales del mundo. Para llegar a esa tarde venturosa, y durante los meses que precedieron a la inauguración de CADAC, sucedieron las más contradictorias situaciones. Pero ese es otro capítulo.

En los sesenta, el teatro universitario había alcanzado le-gítima hegemonía, liderazgo no sólo en los ámbitos universitarios del país sino también en el espacio generaliza-do del teatro de búsqueda. Toda esa estatura y respetabilidad que le dieron los teatristas jóvenes de ese tiempo, José Luis Ibañez, Juan José Gurrola, Juan Ibañez, Benjamín Villanueva, Miguel Sabido, Eduardo García Maynez, Abraham Oceranski, José Estrada, Jorge Fons, Arturo Ripstein y, desde luego, Héctor Mendoza, quien siempre se mostró reticente a colaborar en esta etapa, quizá por una supuesta enemistad que jamás existió entre el maestro Mendoza y el autor de estas líneas. A Mendoza, en cierta forma, se le hacía aparecer como líder de un grupo disidente respecto a las acciones propuestas por Difusión Cultural. Con todo, fue uno de los directores que acudió al Foro Isabelino, con su grotowskiana puesta en escena de La danza del urogallo múltiple de Luisa Josefina Hernández. El grupo que intervino en la puesta en escena estaba integrado en su mayoría por estudiantes de teatro en Filosofía y Letras, los cuales –aún ahora– se manifiestan reacios a los directores que no surjan de los maestros de esa licenciatura, situando al resto de los hacedores teatrales universitarios como objetos mostrencos, producto de la improvisación endémica en el teatro mexicano. Cualquier labor de acercamiento con los grupos de Filosofía y Letras se vio sistemáticamente malograda por el argumento generalizado de que al frente del teatro de Difusión Cultural se encontraba un advenedizo que poco o mucho sabía de teatro universitario. Todo eso que produjo dengues vedetescos, odios viscerales, rumores corredíos como la mala agua,... impidió más de una vez el diálogo y la comprensión unificadora del movimiento teatral universitario.

Para entonces, ese teatro había sido limpiado de fórmulas corruptas y de procedimientos gangsteriles; ahora quedaba latente la leche agria del intelectual insatisfecho, del frustrado que no llegó a alcanzar lo que se había propuesto. Fue entonces cuando hubo de venir uno de otro país a comprobar estrategias, poniendo en práctica objetivos disolventes. Una tarde de noviembre de 1972 se presentó en el Centro Universitario de Teatro, Carlos Jiménez, acompañado de Alejandra Zea y su escolta de fornidas guerrilleras (no quiero recordar que habían sido alumnas del Director y fundador del Centro Universitario de Teatro), con un documento burocrático del padre de esta última, el famoso latinoamericanista y director de Difusión Cultural de la UNAM, para que se le facilitara el uso del Foro Isabelino con su puesta en escena de Torquemada, producida con alumnos de la carrera de arte teatral de la Facultad de Filosofía y Letras. A Jiménez se le conocía desde antes como una especie de “comisionado para la guerra” y el funcionario tuvo oportunidad de cultivar amistad con él y aun de comentarle, de buen talante, la manera de como el propio Jiménez reventaba (sic) las teatrales mesas redondas en Manizales, primero, y en Nancy, después. Con todo, fue recibido con agrado por quienes dirigíamos el CUT, y de inmediato entró su grupo con el montaje de la obra mencionada, la cual ofreció funciones hasta el mismo día de dar un inesperado y sorpresivo golpe, el sabadazo del 19 de enero de 1973. Ese día, el Director del Centro Universitario de Teatro había viajado a su solar natal –el imponderable Atlixco– donde recibió la noticia de la injustificada ocupación del Foro Isabelino. Aquí sólo cabe hacer mención de la lealtad de sus entrañables colaboradores Alfonso Mejía y Sergio Cervantes, quienes quedaron secuestrados en el interior del Foro durante más de 48 horas, soportando injurias y vejaciones destinadas al ausente Director de ese lugar: “¡Que no se esconda ese gángster! ¡El teatro es de quien lo trabaja! ¡Ya no más obras de ese mediocre!, para que el lunes siguiente el ausente fuera requerido por el Director de Difusión Cultural, y en su despacho de la torre de la Rectoría lo sometiera a un infamante careo con un tipejo de apellido Govela o Gavela –compañero de jesuíticas travesuras de conocido metteur-en-scène parapetado en la penumbra vaga de la pequeña celda. Govela o Gavela acertó temeroso a declarar, retorciéndose a la manera de los estípites o de los estúpidos: “Soy portador de la decisión del comité de lucha instalado en el Foro Isabelino, para comunicarle a usted, doctor Leopoldo Zea, que el comité no entrará en negociación alguna, mientras permanezca en su puesto el señor...”

El aludido salió huyendo de ese siniestro par hacia la comprensión de su hermano y amigo Eduardo Cesarmann. Después viajó a su solar natal a desgranar el grito, cuyo eco reconoce hoy en día con el nombre de CADAC-*ATLIXCO. De vuelta, redactada ya la renuncia, no se atrevió a entregársela personalmente al tortuoso soficulti-difusor, mismo que a los tres días de los hechos había sido, a su vez, renunciado por-quien-sabe-qué-acertadas-medidas-dictadas-en-su-cargo. En el lugar del “ilustre latinoamericanista” quedaría ahora Gastón García Cantú, que recibió la renuncia de marras exigida por el honorable señor Govela o Gavela, aunque no la hizo efectiva sino que la refirió a Henrique González Casanova, quien permanece en la memoria del corazón del echado como la mano única que quedó abierta. Las rafosas del arcipreste fueron las primeras en abandonar la nave.

Al nuevo Director de Difusión Cultural le tocó recibir a una de las comisiones aposentada en el Foro Isabelino, la cual llevaba la propuesta de que Héctor Mendoza se ocupara del cargo vacante, pero una nueva renuncia –ahora la del propio García Cantú– no permitió que la propuesta se hiciera efectiva. Diego Valadés vendría a ser el nuevo director de Difusión Cultural, el mismo que –un año después de los hechos– recuperó algunas de las pertenencias personales del fundador del CUT, cuya lista de bienes secuestrados de la manera más hostil y arbitraria, se com-place en publicar ahora. En el tránsito de Gastón a Valadés, los heroicos esbirros de Jiménez y de Zea se pelearon con los poco célebres hermanos Cisneros, quienes en lo que canta el gallo se quedarían con el botín del Foro, primero mandando a los golpistas al diablo y fundando después en él el llamado Centro Libre de Experimentación Teatral –CLETA–, cuya historia conoce mejor cualquiera de los eventuales lectores de estas notas, que el autor mismo. En fin, asunto de piratas y buscones.

Fue cuando el expulsado conoció la dolorosa paradoja sin fin del servicio público, la miseria longeva de la politiquería mexica, la enfermedad de un sistema engolosinado en la carroña que arroja consecuente la muerte civil, la muerte física. Advirtió, sin sorpresa, lo que significa haber sido fructífero arbusto para pasar a ser “higuera reseca”, según la sabia sentencia del Marqués de Tavira, tan honorable como todos ellos.

Pasado el incidente, el árbol caído retomó la Dirección de Teatro Espacio 15, formado precisamente con aquellos únicos actores que permanecieron cercanos y leales a él, soportando con integridad el chaparrón del pestífero escarnio: Martha Ofelia Galindo, Eloísa Gotdiener, Selma Beraud, María del Carmen Farías, Carlos de Pedro, César Arias, Adalberto Parra, Paco Toledo... Con ellos habría de instalarse en pocos días un despacho titulado Asuntos Teatrales, en el que se programarían temporadas escolares y otras por allende y aquende del territorio nacional, cursos particulares, diseños de acciones institucionales, siempre con la idea focal de encontrar un sitio donde instalar el Espacio C y a su lado un taller de teatro; todo esto acompañado de la decisión rectora de no volver a aceptar un cargo público más, decisión que pudo sostenerse durante 20 años –1973-1993–, al cabo de los cuales Manuel Bartlett le brinda el privilegio, largamente esperado, de trabajar en la cultura de Puebla. Aunque siempre con el equipaje preparado.

Y surge la duda metódica como estrambote de esta nota roja: ¿sin lo acontecido se hubiera llegado a la fundación del CADAC?.

* Héctor Azar (Atlixco, Pue., 1930). Dramaturgo, director de teatro, narrador y ensayista. Licenciado en derecho y maestro en letras españolas y francesas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre los múltiples premios y distinciones que ha recibido destacan el Xavier Villaurrutia y el del Festival Mundial de Teatro en Nancy, Francia.