Francisco Castro Leñero,
el Lujo de la Abstracción

* Luis Ignacio Sáinz

   
I

…et cet homme raffiné put enfin goûter tout son saoul au luxe suprême qui consiste à se passer de tout.

Marguerite Yourcenar, "Le dernier
amour du prince Genghi", 1937
1

 

rescindir de todo. Conservar lo esencial, acaso un color desvanecido o un trazo de apetito geométrico o una mancha indispuesta. Este es el refinamiento de un artista que vive intensamente la abstracción; al modo de una experiencia profundamente intelectual, decididamente emotiva, veladamente religiosa. La fuerza de Francisco Castro Leñero se camufla en tales adverbios, como si su gramática plástica fuese su propio paradigma, una suerte de autoreferencia: modelo que en su propia superficie encuentra sus razones, sus motivos, sus intenciones.

Marguerite Yourcenar acierta sin proponérselo. Desconoce a nuestro artista pero lo intuye en la renuncia gozosa del príncipe Genghi, ese remotísimo origen del mito del don Juan, que se engrandece al negar su sentido íntimo, la seducción amorosa. Nuestro pintor recorre una ruta simbólica paralela: se ahuyenta gradualmente, paso a paso, de las estridencias de la forma, de la facilidad de las texturas volumétricas, del impecable signismo de los informalistas. Establece, a contracorriente de su generación, un decálogo abreviado de una filosofía creativa y compositiva que pareciera cercana a la antipintura: elude los efectos matéricos o cromáticos, reflexiona sin cansancio sobre las soluciones plásticas, compacta el lenguaje visual, elimina los ruidos y los accesorios, disfruta la espesura acumulada de los materiales.

Todo ello ocurre espontáneamente. Es resultado de un dilatado proceso de análisis conceptual y de experimentación técnica. Cambia para, al actualizarse en su contundente ligereza, poder recuperar sus señas de identidad: la definición de planos básicos sin recurrir al contraste evidente, la invención de espacios en el festín que consume los vacíos, la economía sígnica que satisface con su propia clave Morse la pretensión de dialogicidad, el conocimiento detallado de la fábrica pictórica de otros.

Pues si no ¿cómo entonces explicar su extraña habilidad para rendir homenaje nada menos que a Velázquez, refugiándose única y exclusivamente en una paleta básica de colores: el rojo, el verde, el azul y el negro?2 O también, ¿cómo concebir la naturalidad de una escala que explota a lo largo y ancho de esa bodega, El Chopo, que fuera albergue de un dinosaurio, sólo mediante narraciones escuetas apenas jaspeadas de puntuación y maquilladas de tintes?3

Los formatos resultan incapaces de contener la energía de los contenidos; devienen resortes comunicativos, ansias de traslado y desdoblamiento, dispositivos de salida hacia un mundo (real) que jamás ha sido reconocido —al menos desde los límites de la composición— como dimensión exterior al cuadro. Ajena al dualismo sujeto-objeto, creador-espectador, el discurso de Francisco Castro Leñero arrasa a su paso con aquello que se le interpone o le obstaculiza, funcionando literalmente como un puente que concilia y vincula un "dentro" y un "fuera" virtuales. Se trata de una plástica y una gráfica dialogantes que requieren o, incluso, exigen la participación del interlocutor que piensa desde su mirada.

Tal es la magia de su (aparente) simplicidad. Su genio consiste, entre tantos otros factores, en la capacidad de engañarnos con la verdad, haciéndonos creer —y sobre todo ver— que aquello que nos ofrece al paladar de la visión es facilidad pura, conceptismo hermético y triunfo de la austeridad. Nada más lejano a su empeño. Reconstruye la realidad de su geografía artística con una sucesión infinita de conjeturas, de superposiciones de múltiples manchas aplicadas sobre varias bases que se aproximan al trabajo exacto de un repellado perfecto, de un aplanado magnífico; de ires y venires de la reflexión al lienzo y de éste, la transformación artesanal de la imaginería, a los intersticios de una mente de complejidad indudable.

   
II

Devoré par la nostalgie du paradis, sans avoir connu un seul accês de véritable foi.

Emil Cioran, Aveux et anathèmes, 19874

La sabiduría del retorno a los orígenes; vuelta a ese caldo amniótico que nos formó y al que regresamos, figuradamente, por necesidad, por deleite, mediante la memoria constructivista del cómo fue aquello: el feliz principio del Edén, la irresponsabilidad franca del inicio. Con esta actitud vacía de prejuicios, Francisco Castro Leñero se aboca a la misión de postular una modalidad del mundo, la suya, desde su personal capacidad lúdica y a partir de su propio deseo. Paradójico "lirismo ultrabarroco" que le permite postular las condiciones idóneas de posibilidad de un gigantesco aparato animado: la realidad que, desde la imaginación creativa del artista, deriva en rehén transitorio, pues siendo primero suya sólo así podrá ser compartida. Todo como si se tratase de un evangelio secularizado: crónica episódica del advenimiento de la vida y lo viviente. Dios con prótesis, el pintor surge en calidad de hacedor, ya no de imágenes, sino de entes gramáticos, de seres abiertos a la interpretación.

Cioran nos tiende una trampa al convidarnos una debilidad peculiar aún de los escépticos, quienes a pesar de su distancia sucumben a la tentación de ser devorados por la nostalgia del paraíso. La evocación de un orbe reconciliado consigo mismo, que oscila entre los atavismos de la edad de oro y las evocaciones de un no-lugar denominado utopía, marca en buena medida la imaginación de los artistas, por lo menos en los confines de Occidente. El arte como revelación, la pintura como salvación, la creación como vía expiatoria, irrumpen hasta en aquellos —ya jacobinos, ya despistados— que no han conocido nunca un sendero de fe verdadera.

Francisco Castro Leñero no podría burlar semejante laberinto convirtiéndose en excepción a la regla. También él, conciencia lúcida y fantasía en movimiento, está marcado por el recuerdo de un momento lejano en que las potencias y los actos formaban una unidad perfecta, donde las diferencias y las distancias, justo, brillaban por su ausencia. Su producción plástica y gráfica muestra atisbos de que todavía podemos presenciar milagros similares; pues, desde la comodidad de quien observa, en sus territorios abstractos se aprecia la fuerza para cumplir con los designios que el artista se ha (auto)impuesto. Lejos de las consignas y dándole la espalda a los remordimientos conquista, sin pudor, la exactitud de su voluntad de expresión. Estar inserto en sus composiciones y disfrutarlo; establecer contacto íntimo con los circunstantes, sin proponérselo.

Así las cosas, la búsqueda del otro —mejor aún de los otros— distingue su producción. Procede al intercambio de códigos comprensibles, intersubjetivos por naturaleza, que transmiten pareceres del acontecer y de sus actores, que comparten versiones de la realidad fenoménica y de las cosas que la habitan. Se afana en ello a través de su vasta agenda de símbolos y trazos, de signos, halos y fantasmas. Sabe que su medio es irremediablemente su fin: la extensión de las telas y la superficie de los papeles.

A su universo visual le dota de voz y de concepto, metamorfoseándolo en un silabario que hace sentido. Las pulsiones básicas de Francisco Castro Leñero se hunden en el imperativo de la oralidad y la escritura. En fin, de la comunicación. Su obra enfrenta el silencio, y vence cuando emite sonidos significativos; quiere manifestarse en una educación sentimental donde converjan afectos y razones, emociones y pensamientos. Sin aspavientos, nuestro artista lo logra con la conquista de cada nuevo territorio abstracto.

Sin credulidad, enarbolando la duda que cuestiona la pertinencia de sus propias soluciones plásticas y gráficas, Francisco Castro Leñero explora nuevas cartografías, recorre originales rutas de navegación, observa y juzga desde perspectivas alternas de interpretación, asume deseos inéditos, y gracias a esta disposición siempre serena y virginal se reconstituye de modo permanente y duradero. Alcanza su plena existencia en la modificación; pero no cambia porque se lo imponga el ritmo de la moda. Lo hace, desde sí, por convicción estética, escuchando sus voces profundas y calibrando —bien y con frialdad— los ecos de sus narraciones visuales y las resonancias de sus imágenes conceptuales.

Quizá por eso percibimos, en su producción, variaciones en los acentos y énfasis en rotación, jamás rupturas. Las modificaciones no proceden de la violencia, se desplazan con serenidad y cadencia, evitando las crisis, los dolores, las heridas. Podría afirmarse que sus composiciones lindan con un halo metafísico, carecen de huellas plenamente identificables, disponen de una integridad tal que surgen ante nosotros sin mácula. Sus obras resplandecen en su limpieza matemática; en ese su tono tan característico de onirismo suave. Su lenguaje, plástico y gráfico, proporciona un sueño reparador y reconfortante frente a las asechanzas de una realidad cada vez más dividida y polémica.

Arte de la placidez que reconforta a sus videntes, sus espectadores, sus dialogantes. Al hacerlo con emoción e inteligencia, el autor nos dispensa una auténtica merced. Armonizar la angustia del pensamiento que se ejerce sin tregua y que quiere transformarse en predicado objetivo del mundo y de las pasiones, resulta privilegio de unos cuantos artistas, esos que sí merecen el calificativo de creadores. Francisco Castro Leñero es uno de ellos y lo logra con naturalidad extrema, quizá porque no se lo plantea, limitándose a fabricar, como si nada, prodigios tan singulares.•

Notas

1 Este cuento, originalmente publicado en La Revue de Paris, forma parte del libro Nouvelles orientales, París, Gallimard, 1963 (L'imaginaire, 31), 149 pp. La cita corresponde a la página 62.

2 Recuérdese su exposición retrospectiva Francisco Castro Leñero: Espacio en construcción 1979-1999, montada en el Museo de Arte Alvar y Carmen T. Carrillo Gil, del 18 de agosto al 14 de noviembre de 1999, curada por Paloma Porras Fraser.

3 Me refiero a la exposición colectiva Territorios abstractos, montada en el Museo Universitario de El Chopo del 26 de abril al 28 de mayo de 2000, y que fuera el resultado del trabajo in situ de un grupo de artistas plásticos que compartieron el desarrollo de su trabajo en un laboratorio celebrado del 3 al 16 de abril del mismo año (Fernando García Correa, Thomas Glassford, Perla Krauze, Melanie Smith, Laureana Toledo, Sofía Taboas, Emy Wynter, y la excepción de Manuel Felguérez, quien remitió su cuadro ya pintado), curada también por Paloma Porras Fraser. En esta muestra sobresalieron, por su dimensión y belleza, dos propuestas descomunales de Francisco Castro Leñero: Tríptico sin título, acrílico sobre tela, de 200x300 cm cada panel y el políptico Códice de Santa María, acrílico sobre tela, de 340x200 cm cada uno de sus cinco paneles.

4 Cfr. París, Gallimard (Arcades, 11), 146 pp. La cita corresponde a un anatema, pues claramente no se trata de una confesión, de la página 145, del apartado "Cette néfaste clairvoyance" (pp. 123-146).

* Luis Ignacio Sáinz (Guadalajara, Jalisco, 1960) politólogo egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ensayista dedicado a temas de filosofía y teoría política y estética. Entre sus libros destacan: Los apetitos del Leviatán y las razones del Minotauro: Hermenéutica política; México frente al Anschluss; Disfraz y deseo del jorobado: Hacia una teoría del amor cínico en Juan Ruiz de Alarcón; Entre el dragón y la sirena, la Virgen: Apuntes sobre un cuadro de Baltasar Echave Ibía; Nuevas tendencias del Estado contemporáneo.