Kant y la sociedad política
*Jorge Rendón Alarcón 

A toda consideración sobre el orden político actual, si no ha de caer en peligrosas utopías, se le pide ajustarse a los hechos y con esa finalidad no debe sino hablarse de aquello que en efecto suponemos constituye su realidad intrínseca. Las utopías políticas, con toda razón y sobre todo después de las experiencias del siglo XX, no sólo resultan sospechosas sino francamente indeseables por cuanto suelen sugerir paraísos en la Tierra que casi siempre —por no decir siempre— terminan de la peor manera. Lo que cuenta no es el lugar desde donde se piensan los problemas sociales, es decir aquel horizonte de sentido de toda reflexión crítica, sino sobre todo la capacidad de mantenerse en el ámbito de la experiencia concreta. Y, sin embargo, las democracias en cuanto sociedades políticas son lo que son, pero también lo que pueden llegar a ser función de aquellos contenidos constitucionales que dan lugar a la organización de la sociedad y sus instituciones. La comprensión de lo anterior es, por cierto, la clave de toda transición política.

No obstante, la reflexión ética actual insiste en lo positivo y concreto. Si lo dicho al principio resulta justificado en relación con la teoría y el análisis político, en este último caso, sin embargo, tal reclamo no representa rigor filosófico, sino más bien aceptación tácita del estado de cosas dado. Tal vez en ningún otro lugar se exprese con mayor claridad esta ausencia de rigor que en la manera en que se suele considerar la filosofía ética de Immanuel Kant (1724-1804), cuando se le trata sin más como mera utopía. Lo que en realidad se pone en cuestión, como veremos, es la idea de mayor significación para Kant: la noción de libertad y su despliegue concreto en el orden social, es decir, la actualización de la autonomía moral con relación a la configuración de la sociedad política moderna.

En efecto, la discrepancia entre deber e inclinación, entre moralidad e interés, se suele juzgar respecto de la filosofía de Kant con una simplicidad que, en consideración a lo que resulta ser la sociedad actual, no admite justificación alguna. Y todo ello en nombre de una supuesta conformidad de la reflexión filosófica con lo que se juzga como realidades inherentes a la sociedad actual y al hombre moderno. Así, se afirma que el formalismo ético de Kant y su rigorismo respecto del deber moral que se expresa en forma de mandato: "Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal",1 no pueden ser sino utópicos cuando se propone la mejoría del mundo social en la creencia de que tal cosa es posible.

Es verdad, no obstante, que bajo el supuesto del imperativo categórico, circunscrito única y exclusivamente al individuo —y con ello a la idea de un hombre enfrentado a sus inclinaciones—, el cumplimiento del deber y el ejercicio de la libertad se pueden convertir en utópicos por la imposibilidad de resolver, desde el punto de vista del individuo, si tal cosa, es decir el cumplimiento del deber bajo las estrictas condiciones impuestas por el imperativo categórico, es en efecto posible. Así, el cumplimiento del deber bajo la sola consideración del individuo se convierte en una utopía casi inalcanzable pues, en efecto, ¿cuándo podríamos estar ciertos de haber actuado única y exclusivamente por el deber y sin intervención alguna de todo interés personal fincado en el egoísmo?

De lo anterior Kant, sin embargo, tiene perfecta claridad, pues indica que "es absolutamente imposible señalar por experiencia con completa certeza un solo caso en el que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya descansado exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del propio deber".2 Hay que decir que bajo el anterior orden de consideraciones, en efecto, la argumentación ética de Kant no sólo resulta en extremo frágil, sino abiertamente disuasiva por cuanto siempre existiría la fundada sospecha de que en realidad tal ética del deber y de la responsabilidad moral, bajo la sola consideración de nuestra persona, nos impone más bien la resignación —reduciendo la moralidad a subjetividad de la conciencia—, lo que desde luego entra en abierta oposición con el meollo de la filosofía de Kant, la noción de libertad y un orden social en consecuencia: "La autonomía es... el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional".3

Lo que se oculta entonces bajo la perspectiva de este individualismo ético —que da lugar, por lo demás, al más completo escepticismo— es, nada más y nada menos, la esencia del pensamiento crítico de Kant y la actualidad que el mismo tiene —como el conjunto de la filosofía de la Ilustración— para las sociedades contemporáneas. Si bien la ética de Kant tiene como punto de partida insustituible a la persona y el compromiso de la misma para construirse y construir una vida responsable, la formación práctica del juicio moral —es decir, el "sometimiento de nuestra voluntad bajo reglas de fines universalmente válidos"— sólo adquiere verdadera razón de ser en la perspectiva de una razón práctica universalizable, en la que quedarían involucradas nuestras prácticas e instituciones. El entendimiento correcto del deber en Kant convierte así a la persona, en cuanto regida por principios universalizables y fines compartidos, en miembro pleno de una sociedad política empeñada en su realización: "hay un imperativo categórico (esto es, una ley para toda voluntad de un ser racional), sólo puede mandar hacer todo por la máxima de la propia voluntad como una voluntad tal que a la vez se pudiese tener por objeto a sí misma como universalmente legisladora".4

El problema del deber moral queda resuelto así en los siguientes términos: 

el deber no descansa en modo alguno en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino meramente en la relación de los seres racionales unos a otros (las cursivas son nuestras), en la cual la voluntad de un ser racional tiene que ser considerada siempre a la vez como legisladora, porque, de otro modo, el ser racional no podría pensarlos como fin en sí mismo.5
Como se puede ver, el deber moral así considerado nos permite poner en perspectiva el orden social desde el punto de vista ético, ello porque la razón práctica fundada en el deber establece entre los seres humanos las bases de la libertad y de la racionalidad.

Debe subrayarse entonces que la propuesta central de la ética kantiana no es sino aquella que se refiere a la posibilidad de una organización justa de la sociedad, cuestión que Kant se propone como aquella tarea que fincada en la Ilustración debiera resultar esencial a los miembros de una sociedad política. Lo anterior resulta comprensible si asumimos, con Kant, la herencia de Rousseau y con ello la idea de una voluntad general como horizonte de sentido y visión de futuro de toda acción fincada en el deber. Tal sería en esencia el horizonte ético frente al cual el hombre moral y políticamente libre tiene que decidir sus acciones.

Entendida de esta manera la idea de una razón práctica universalizable, tal y como suponemos es en efecto suscrita por Kant, encuentra su razón de ser en sus propios fines y con ello en la organización política de la sociedad. Se trata, en última instancia, de los fines de toda asociación humana que sólo pueden ser resueltos de manera legítima a través del reconocimiento pleno de la autonomía y la libertad de sus miembros. Es imprescindible recordar que si bien Kant reconoce las dificultades intrínsecas de una política moral, en la perspectiva de la Ilustración, reivindica la relación entre moral y política para afirmar que el hombre como político ha de situarse decididamente del lado de la moral, lo que quiere decir también del lado del derecho y contra la fuerza: "El Dios término de la moral no cede ante Júpiter (el Dios término del poder)".6 Para reivindicar con Kant el contenido ético de la política sólo tenemos que llevar a cabo aquello que nos dicta la conciencia y acompañar su ejecución de manera prudente: "Aspirad ante todo el reino de la razón práctica y a su justicia y vuestro fin (el bien de la paz perpetua) os vendrá por sí mismo".7

Lo que resulta claro en Kant es que sin la responsabilidad moral de los miembros de una sociedad es imposible el cumplimiento de los fines de la vida social y política, pero el sustento de esos fines no puede ser sino la plena autonomía de cada una de las personas. De esta manera, el horizonte de sentido de la autolegislación llevada a cabo conforme a la razón práctica, es decir, la reflexión sobre los principios universales de una voluntad libre, no puede ser otro sino aquel que se refiere a la vida en común. La disposición moral a la que alude Kant, a través de la "representación pura del deber", no es sino la condición indispensable para pensar y pensarse como miembro efectivo y concreto de un orden social: "Pues el deber no es de suyo sino una... limitación de la voluntad a la condición de una legislación universal".8

De aquí que, como ya lo señalaba Kant en sus Lecciones de ética, la moralidad se relacione con "el bienestar universalmente válido".9 El bienestar, en este sentido, encuentra su fundamento en la consideración del bien moral que concierte a la representación de la ley en sí misma para asegurar la dignidad humana. Por ello, el fundamento de la racionalidad práctica es la idea de universalidad. El punto de vista moral da lugar entonces a una reconsideración de las prioridades de un orden social por cuanto que las mismas encuentran su fundamento último ya no en el mercado, por ejemplo, sino sólo en la dignidad de la persona. La pobreza, bajo esta visión de las cosas, no puede ser considerada como un efecto indeseable del mercado, sino como un hecho social que contraviene la dignidad y los derechos humanos.

En la segunda fórmula del imperativo se reclama una finalidad práctica para dicha razón universal —considerar a los hombres como fines—; se enuncia así el sentido positivo de esa libertad, es decir, que en efecto la libertad se lleve a cabo en una sociedad concreta. En consecuencia Kant afirma en La metafísica de las costumbres que "la libertad del arbitrio es la independencia de su determinación por impulsos sensibles, éste es el concepto negativo de la misma. El positivo es: la facultad de la razón pura de ser por sí misma práctica".10 Es bajo estos supuestos que la ética de Kant insiste en la realidad de la vida moral. Digamos, sin embargo, que ello lo hace en la perspectiva de aquello que de acuerdo con el pensamiento crítico de la Ilustración tendría que convertirse en su logro más acabado: la realización común de la libertad en su contenido moral y concreto. De esta manera, la universalización de la vida social que se lleva a cabo en torno al desarrollo económico da lugar a una nueva actualidad de aquello que constituye el contenido esencial del pensamiento crítico de Kant: nos referimos al hecho de que en las condiciones dadas todo logro que pueda ser llamado democrático y de justicia no puede sino conseguirse en función de la realización concreta de las libertades y los derechos que conciernen a cada persona en lo individual, pero en la perspectiva de una justicia válida para todos, que es a lo que apunta la libertad en Kant entendida como autonomía moral.

Para Kant el sujeto moral es tanto la persona como la totalidad de la que forma parte. Sociedad y persona resultan indisociables en su filosofía ética. La pretensión de universalidad así como los fines de la razón moral resultan plenamente comprensibles en nuestra consideración del mundo social. El legado y la actualidad de Kant resultan manifiestos, puesto que su filosofía aparece como indisociable del acontecer y el contenido de la modernidad. Hay que agregar, no obstante, que de esta manera la universalización de la vida social, su complejidad creciente, reclama una delimitación precisa en cuanto al alcance del uso práctico de la razón, la visión propiamente ética de los hechos sociales y la comprensión, desde las ciencias sociales, de los hechos mismos.

De tal complejidad, Kant tiene perfecta claridad, como lo muestran sus consideraciones sobre la Ilustración, por lo que las condiciones de universalización y fines del uso moral de la razón sólo pueden cumplirse a partir del reconocimiento de esta complejidad y sobre todo a partir del reconocimiento de una ética filosófica que conscientemente deja de lado los contenidos del juicio moral para centrarse en aquello que en efecto asegura la dignidad y los derechos humanos. La ética de Kant se revela así como sustantiva de la modernidad, por cuanto se limita a establecer las condiciones racionales para dar forma al imperativo categórico cuya finalidad última es asegurar la dignidad de la persona. Lo anterior en un mundo cuyas libertades-liberales tienden más bien a socavar la autonomía y, con ello, el proyecto de vida de las personas.

Resulta indispensable destacar, de acuerdo con lo que ya hemos dicho, que la idea de un mundo moral posible sólo resulta ser eso: un horizonte de sentido de aquellas acciones procesadas a través de una razón práctica universalizable. Se trata, no obstante, de una posibilidad sobre la cual la filosofía crítica de Kant no ofrece seguridad alguna, pues ello más bien depende de la voluntad de los miembros de una sociedad empeñados en encontrar las reglas que aseguren su convivencia civilizada. Dicho con toda claridad: sobre la posibilidad de un mundo mejor no tenemos ninguna certeza salvo, claro está, la sola esperanza fundada en el redescubrimiento de la razón moral tal y como lo sugiere Kant y, con ello, el compromiso de un orden social conforme a la libertad y los derechos humanos.

Visto de esta manera, el imperativo, el "tú debes" se vuelve, si se le mira bien, un "nosotros debemos" que, en la perspectiva de un orden conforme a los derechos humanos, adquiere un aspecto razonable, no obstante que el imperativo sigue siendo el hecho fundamental de aquello que Kant considera como esencial a los hombres: la dignidad humana. Y es la reivindicación de la persona conforme a su dignidad, más allá de todo particularismo, lo que otorga un significado concreto a la idea de humanidad. Ese hombre concreto se manifiesta en Kant a través de su libertad entendida como una autonomía plena, y el aseguramiento de sus derechos para hacer posible esa libertad es, en realidad, la única condición general reclamada por la Ilustración. Los derechos humanos debieran ser criterios regulativos del orden social en tanto que aseguran espacios para una diversidad de proyectos de vida libremente decididos; la comprensión política de este hecho constituye, sin duda alguna, parte ineludible de nuestro porvenir. Lo que hemos dicho con anterioridad se corresponde así con la segunda formulación del imperativo categórico señalada por Kant: "Obra de tal modo que uses a la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio".11

 
 
 
 
 
 
 
 
   
A nosotros nos es dado ahora, desde la periferia del mundo desarrollado, reivindicar aquello que fuera para la Ilustración su logro más acabado: el reclamo a favor de la persona y una forma de vida en consecuencia con los derechos humanos, el reclamo a favor de la sociedad abierta a la realización de todas aquellas expectativas que tengan su fundamento en la actualización y vigencia de la autonomía plena: "todo ser racional tiene que obrar como si fuera por sus máximas un miembro legislador en el reino universal de los fines".12 La universalización y el contenido de estos principios supone una visión de las cosas de índole general pero concreta, pues el reclamo a favor de la persona y de sus derechos se traduce de manera inmediata en el reclamo de un orden internacional en el que las legítimas aspiraciones de las personas, sobre todo de aquellas que viven en los países del tercer mundo, encuentren sustento en la igualdad de derechos en un mundo globalizado y que puedan en efecto comerciar sin trabas y al mismo tiempo disponer sobre sus materias primas; que puedan autodeterminarse políticamente y alcanzar formas de vida dignas para todos. Lo anterior fundado en el reconocimiento de que la única posibilidad de alcanzar una mayor justicia radica en poner en práctica aquellos principios que, por su contenido y carácter universalizable, contribuyan a llevar a cabo de manera efectiva la libertad y los derechos de la persona. En ello radica toda auténtica contribución a un orden mundial pacífico y estable, y el camino no puede ser otro que una mayor justicia universal, tal y como se encuentra sugerido desde la Ilustración.

Kant no sólo hereda de Rousseau la idea de voluntad general, es decir, aquella que concierne al bienestar de todos, sino que en consecuencia con los contenidos de la Ilustración asume una concepción de la libertad efectiva según la cual toda consideración crítica del hombre y de la vida social, es decir, toda teoría del hombre en sociedad, tiene que proporcionarnos algo efectivamente aplicable al ordenamiento de la vida, de aquí la toma de distancia contra cualquier instrumentalización y uso utilitario de la libertad. La tarea más honda de la Ilustración, como de Kant, resulta ser la libertad concreta de los individuos. El contenido civilizatorio de la Ilustración resulta indisociable de este reclamo a favor de la libertad concreta de cada uno de los seres humanos. Esta libertad efectiva, en el caso de Kant, es condición indispensable de todo acto ético.•

*Jorge Rendón Alarcón es profesor-investigador del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa. 
 Notas

1 Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, Madrid, Alianza, 2000, p. 97.
2 Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Barcelona, Ariel, 1996, p. 143.
3 Ibid., p. 203.
4 Ibid., p. 195.
5 Ibid., p. 199.
6 Immanuel Kant, Sobre la paz perpetua, Madrid, Tecnos, 2002, p. 46.
7 Ibid., p. 56.
8 Immanuel Kant, Teoría y práctica, Madrid, Tecnos, 1993, pp. 11-12.
9 Immanuel Kant, Lecciones de ética, Barcelona, Crítica, 2002, p. 56.
10 Immanuel Kant, La metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, 1989, p. 17.
11 Fundamentación ..., op. cit., p. 189.
12 Ibid., p. 207.  •