Devastación urbana
*Luis Ignacio Sáinz

No se trata de cuadros sino de campos visuales. Composiciones que parecen esbozos. Vistas y no paisajes. Borrones ópticos que muestran y demuestran que la ciudad, cualquiera que sea, es un escenario devastado, cancelado, en proceso de transfiguración: ser en tránsito, obra negra. Situada a medias entre la opulencia y la decadencia; que se mueve, con vacilaciones, entre los polos del valor estético. El mérito de José Castro Leñero consiste en rendir cuentas precisas del agravio, haciéndolo con singular solvencia técnica, mediante una serie no reconocida como tal de óleos y encaustos, en los que deambulan satisfechos el morbo y la alucinación.

No es pintura, o no sólo es pintura; se trata de testimonios fragmentarios, jirones de una mirada que no se cansa de observar la descomposición de eso que alguna vez fuera una urbe. Nada importan los habitantes que moran en ella, tampoco conservan pertinencia los signos de una identidad quebrantada: eso que pomposamente denominamos patrimonio arquitectónico y mobiliario o equipamiento urbano. Atisbamos, cual pornógrafos y sádicos, un espectáculo brutal: la taxidermia de un espacio social.

 
 
   
Así las cosas, semejante iconismo evade la belleza, el escenario retratado carece de sentido. La redención se evapora ante visiones reiteradas del horror y la angustia. ¿Será, acaso, que a eso se reduzca la vida cotidiana en un emplazamiento constructivo que hace tiempo perdió toda escala y proporción humanas? La simulación se desvanece, las tripas afloran, se muestran en su increíble obscenidad. Voraz avanza la mancha, casi con arrogancia, y de este mismo modo la capta y entroniza el artista, quien se transforma en patólogo de males que por incurables lejos de sanar concentran su atención en lo inanimado, lo inerte, lo muerto.

Empero, la desfiguración poco o nada tendría que ver con el apocalipsis, si así fuera la inmolación sería una oportunidad salvífica. Lo asombroso es que justo por no serlo la destrucción es intención plural asumida por una caterva de depredadores: los habitantes del sitio mancillado, el asentamiento humano que se empeña en dejar de serlo, adquiriendo un rostro de cementerio azaroso que encierra —ya no atesora ni sublima— las frustraciones de quienes han decidido transitar, trémulos y ajenos, por sus plazas y jardines, sus vialidades y medios de transporte, incapaces de reconocer los gestos de lo que alguna ocasión fuera una polis: lugar del debate y la construcción de lo público.

 
 
   

Y como la ciudad está abierta en canal, el caos se erige en el supremo contralor de la convivencia colectiva. Esa desesperanza preside la colisión de los sujetos carentes de voluntad y de brújula, son remedos de ciudadanos limitados a la sobrevivencia, la deliberación no los distingue. Se encuentran confinados y reducidos a vagar de una estación a otra de un vía crucis que resulta espejo de su incapacidad para dignificar el entorno y el paisaje, y, además, las prácticas intersubjetivas que ocurren en tales escenarios. Los más funestos de nuestros temores han adquirido realidad, desafiando a las profecías más desquiciadas.

 
 
La violencia y el desaire a un mínimo equilibrio visual, la apuesta a favor de una antiestética: la del pavor y la furia, esa de la fealdad a toda costa. Tales resultan hoy en día los rasgos básicos de una megalópolis que se afana en hundirse sin freno ni medida, y que encuentra en José Castro Leñero al cronista perfecto, ese que registra el desastre sin inmutarse, ofreciendo una bitácora, a ratos filofotográfica, del cómo se pudre el futuro sin remedio.
*Luis Ignacio Sáinz (Guadalajara, Jalisco, 1960) es maestro en ciencia política por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ensayista dedicado a temas de filosofía y teoría política y estética. Ha publicado diversos títulos. Su libro más reciente es Irma Palacios: poesía de la tierra (CNCA, Círculo de Arte, 2003). Bajo el mismo sello pronto aparecerá La cárcel de la metáfora: ensayos sobre América Latina.
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